Leyendo el periódico hace muy pocos días encontré una nota (1) titulada: “El narcisismo ya no será un trastorno”; y a continuación se aclaraba: “Los especialistas lo atribuyen a que se ha vuelto ‘normal’ en la sociedad occidental”. Definitivamente me pareció algo digno de ser pensado.
Narciso es un personaje de las mitologías (figura al menos en la griega, la helénica y la romana), que termina muriendo por apreciarse demasiado. La versión más popular cuenta como al enamorarse del reflejo de sí mismo en un lago, cae en él y se ahoga.
Narciso es entonces el que se quiere en exceso; tanto, que su auto-mirarse termina ahogándolo, causando su extinción. Narciso se auto-consume, su imagen lo aniquila. Interesante, ¿no?; particularmente en un mundo en el que la imagen está –tal vez– sobrevalorada.
La nota periodística afirma que la próxima edición del Manual Diagnóstico y Estadístico de Trastornos Mentales (2) (DSM según sus siglas en inglés), que se editaría en el año 2013, lo eliminará como trastorno de la personalidad. Esto se debe –aparentemente– a que como el narcisismo es cada vez es más común entre las personas:
“…esta vez no se pusieron de acuerdo (los científicos) con respecto a que esas características puedan ser consideradas hoy una ‘enfermedad’… (Dichas características) cada vez son más habituales, y por lo tanto queda desdibujado el umbral entre la patología y la normalidad”.
Bueno, ¿entonces?: si vuelve a aparecer una gripe epidémica como la del 2009, y por lo tanto sus características se hacen muy habituales (fiebre alta y muerte), ¿deberíamos no considerarla una enfermedad o “trastorno”, y así no gastar tanto dinero en intentar curarla?
La versión actual del DSM (la cuarta edición) dice que el narcisismo es un trastorno de la personalidad del grupo B: desórdenes dramáticos, emocionales o erráticos. El manual aclara que para considerar a alguien afectado por este mal, deben darse al menos cinco o más de las siguientes conductas o características:
• Poseer un grandioso sentido de la auto-importancia; por ejemplo, esperar ser reconocido como superior sin unos logros proporcionados.
• Sentir preocupación por fantasías de éxito ilimitado, poder, brillantez, belleza o amor imaginarios.
• Creer que se es "especial" y único, y que sólo se puede ser comprendido por personas que son especiales o de alto estatus.
• Exigir una admiración excesiva.
• Ser muy pretencioso; por ejemplo esperar recibir trato especial o que se cumplan automáticamente las expectativas expresadas.
• Ser interpersonalmente explotador, sacar provecho de los demás para alcanzar sus propias metas.
• Carecer de empatía, ser reacio a reconocer o identificarse con los sentimientos y necesidades de los demás.
• Frecuentemente envidiar a los demás, o creer que los demás le envidian a uno.
• Presentar comportamientos o actitudes arrogantes o soberbias.
Si hemos llegado al punto en el que cinco o más de estas conductas en alguien han de ser consideradas normales, y por lo tanto comportarse consistentemente de esta forma no puede (o no debe) ser catalogado como patológico, me parece que estamos en problemas.
En mi afán de comprender, dudé; y fue por eso que inmediatamente me puse a buscar en los diccionarios el significado de patológico, ya que tal vez yo estaba entendiendo mal.
Fue entonces que “comprendí” lo que sucedía. Patológico significa: estudio del sufrimiento o del daño. ¡Claro!, es que los psicólogos que escriben el DSM están considerando al narcisismo desde el punto de vista del narcisista, y en realidad el daño o sufrimiento se le causará a los que lo rodean, a la sociedad. El “afectado” no es el narcisista, el afectado es el que se cruza con uno.
Por eso es entonces que el narcisismo dejará de ser una enfermedad; la enfermedad es, y será, relacionarse con una persona que exhibe –a partir del 2013 probablemente hasta con orgullo y sin posibilidad a criticarlo– cinco o más de las características que tan prolijamente enunciaron los que escribieron la edición cuarta del DSM.
¿Cómo llamarán a la patología –que causa sufrimiento y daño– del que al conocer a un narcisista trate de relacionarse con él o ella, en vez de dejarlo ahogarse en sí mismo?, ¿habrá tratamiento para eso?
Dejando de lado el sarcasmo –si es que puedo–, ¿qué sociedad tendríamos si todos nos comportamos como dice la lista?, ¿sería factible la convivencia real y concreta con algo de contenido?
Yo realmente no puedo creer que esto sea tan común que la mayoría de la gente ya sea así. Sí creo que cada vez hay más, y que las televisiones cada vez muestran más a los que son así porque es negocio, y que las empresas en sus publicidades nos piden cada vez más ser así para vendernos más cosas; pero no creo –no quiero creer– que ya no quede esperanza y por lo tanto estemos en camino de ahogarnos grupal y narcisísticamente en un lago –casi como las ratas del flautista de Hamelin.
¿Qué habrá que hacer para “recuperarnos”? ¿Podremos evitar una desintegración social que parecería hoy inexorable bajo el supuesto reino del narcisismo? ¿Podremos aprender de los que se vayan “ahogando” primero –personas o incluso otras sociedades– como para reaccionar a tiempo? ¿Será inevitable que la humanidad necesite crisis violentas y rupturas dolorosas para aprender, hasta que el olvido la haga caer nuevamente en lo mismo?
Definitivamente un tema para pensar; y como esta columna es una invitación a eso, a pensar y a reflexionar “usando” literatura –más allá de recomendar la lectura del mito de Narciso para tratar de aprender algo de él–, me pareció que este cuento podría ayudar:
“Había una vez una rosa roja muy bella. Se sentía de maravilla al saber que era la rosa más bella del jardín. Sin embargo, se daba cuenta de que la gente la veía de lejos.
Percibió que a su lado había siempre un sapo grande y oscuro, y que era por eso que nadie se acercaba a verla de cerca. Indignada ante lo descubierto le ordenó al sapo que se fuera de inmediato; el sapo, muy obediente, dijo: Está bien, si así lo quieres.
Pocos días después el sapo pasó por delante de la rosa y se sorprendió al verla totalmente marchita, sin hojas y sin pétalos.
Le dijo entonces: Vaya que mal que te ves, ¿qué fue lo que te pasó?
La rosa contestó: Desde que te fuiste unas hormigas me han comido día tras día.
El sapo sólo replicó: Es que cuando yo estaba aquí me comía a esas hormigas; por eso siempre eras la más bella del jardín”.
En fin, tal vez valga la pena tratar de no mirarnos tanto en un lago, en un espejo, en un video subido a Internet o en algo por el estilo. Lo bueno de no mirarse tanto a uno mismo, y sí mirar a los otros pero con verdaderas ganas de verlos, es que si caemos al agua y comenzamos a ahogarnos al menos habrá alguien allí para sacarnos. No será ésta la mejor razón para no ser completamente narcisista… pero puede ser un inicio.
J. R. Lucks
Referencias:
(1) Nota firmada por el periodista Pablo Sigal, y publicada en el diario Clarín, de Argentina. http://www.clarin.com/sociedad/narcisismo-trastorno_0_385161535.html
(2) La Asociación Psiquiátrica de los Estados Unidos edita el Manual Diagnóstico y Estadístico de los trastornos mentales (del inglés Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders, DSM), el que provee una clasificación de dichos trastornos, y también descripciones claras de las categorías diagnósticas con el fin de que clínicos e investigadores puedan diagnosticar, estudiar y tratar los distintos trastornos mentales.
miércoles, diciembre 22, 2010
domingo, diciembre 05, 2010
Libertad y Vacío
Los que siguen las columnas que escribo (si es que esa presunción es algo más que petulancia de mi parte) habrán notado que dejé de hacerlo por unas semanas.
La vida cambia, las cosas evolucionan, los tiempos se dedican a unas cosas un día y luego ya no… y también muchas veces otros requieren de nosotros momentos que antes nos dedicábamos.
Lo cierto es que luego de unos años de constancia y regularidad me encontré a mí mismo –por diversas circunstancias– como encerrado, atrapado en una costumbre sobre la que al preguntarme ¿por qué?, no me pude contestar con claridad.
Es cierto que gran parte de mi tiempo está (definitiva o circunstancialmente) comprometido y dedicado a otros menesteres más allá de la escritura, pero no era eso sólo lo que me inhibía de sentarme a escribir.
Releyendo algunas de las citas que colecciono (por suerte eso aún sí puedo hacerlo), me encontré con unos párrafos de un libro de Jaime Barylko, titulado La dimensión del hombre (1) , que volví a sentir como martillazo en la frente cuando entraron por mis ojos. Dicen así:
“Cultura es creación; luego, cultura es conservación, tradición, dogmatización de lo creado, es decir, negación, en principio de la creación, de la libertad”.
¡Ja! ¿Qué tal? Ahí estaba yo, encerrado, conservado, dogmatizado… no sólo en el formato sino en la escritura de la supuesta creación que quería entregar cada semana. Ahí estaba yo: incómodo. Sigue Barylko:
“Es el juego de la libertad, que al crear va dando lugar a jaulas, a prisiones más o menos duraderas. Hasta que el tiempo –los hombres, las generaciones- las corroen con nuevos ataques de libertad, para crear nuevas jaulas y prisiones de ideas, sentimientos, valores, frases, conceptos, imágenes”.
Es un juego de nunca acabar. Me puse a pensar tanto mi situación como en la de nosotros como sociedad, creamos, inventamos, armamos… nos encerramos, nos aburrimos, nos enquistamos… rompemos, creamos… y así.
Por eso me decidí a cambiar. Escribir me gusta, leer y reflexionar también, compartir lo reflexionado (de esta manera) es también ya parte de mis gustos; pero basta de “esta” rutina.
Crearé una nueva rutina, sin rutina: cuando quiera, cuando pueda, cuando me salga, escribiré –a pesar de que para el medio que elegí la falta de continuidad sea un “grave delito”.
“Un blog hay que mantenerlo activo”, se dice. “En las redes sociales no podés dejar de estar constantemente publicando”, recomiendan los nuevos gurúes de la era digital. Pues… debe ser así, pero no me importa. No lo hago por desconocimiento, lo hago a sabiendas y sin temor a las “terribles” consecuencias.
Espero que el lector asiduo, si es que alguna vez lo hubo, no se sienta ofendido. Es cierto que estoy pensando más en mí que en él o ella; pero tampoco tendría mucho valor llenar pantallas con letras sin sentido sólo para mantener la frecuencia, para eso ya hay cientos de miles de millones tanto en Internet, como en la televisión, la radio, etcétera, etcétera.
Eso, justamente, es lo que no quiero; por eso me ayuda también el amigo Cortázar, quién, hablando de algo bastante parecido a lo que decía en sus citas don Jaime, escribía esto en su Rayuela (2):
“Si algo había elegido desde joven era no defenderse mediante la rápida y ansiosa acumulación de una «cultura», truco por excelencia de la clase media argentina para hurtar el cuerpo a la realidad nacional y a cualquier otra, y creerse a salvo del vacío que la rodeaba”.
No critico a los demás (aunque siempre parece eso), sólo trato de decir lo que pienso y creo. Me interesa difundir cultura, crear –en conjunto– cultura, pero no encerrarme, estandarizarme, masificarme, hacerme “soldadito” de la máquina de producir “contenido”. Prefiero el vacío a la basura. Prefiero dejar algunas semanas un vacío, en vez de llenar el ciberespacio de basura.
Es probable que cuando escriba no sea lo mío maravilloso, con lo cual seguramente se podrá decir: “si no quiere llenarnos de basura que no escriba más”… puede ser; pero si escribo también cuando no tengo ganas el que se tendría que decir eso sería yo mismo.
Así que bueno, hasta aquí llego, nos veremos cuando nos veamos, nos leeremos cuando nos escribamos. Crearemos una nueva cultura de intercambio, que tal vez algún día sea otra “jaula”, y ese día –al percatarnos del asunto– habrá que dedicarse a tratar de escapar.
Entre Barylko y Cortázar, más allá de lo que a mí me pasa, da para pensar y mucho. Libertad y vacío. Libertad para tomar las decisiones correctas frente al vacío. Libertad para moverse; para hacer; para crear. Vacío que permite usarse a uno mismo para llenarlo, sin tener que ceder nuestra libertad a “culturas” inventadas por otros para simplemente tenernos adormecidos y consumiendo.
Qué palabras más difíciles… Qué palabras más interesantes… Qué palabras que tanto se distorsionan para confundir, y quitar la libertad llenando vacíos con contenidos intencionados.
Qué suerte que siempre haya autores a mano con pensamientos escritos, para poder reflexionar…
J. R. Lucks
(1) La dimensión del hombre. Jaime Barylko. Editorial Sudamericana, 2005.
(2) Rayuela. Julio Cortazar. Editorial Punto de Lectura, 2007.
La vida cambia, las cosas evolucionan, los tiempos se dedican a unas cosas un día y luego ya no… y también muchas veces otros requieren de nosotros momentos que antes nos dedicábamos.
Lo cierto es que luego de unos años de constancia y regularidad me encontré a mí mismo –por diversas circunstancias– como encerrado, atrapado en una costumbre sobre la que al preguntarme ¿por qué?, no me pude contestar con claridad.
Es cierto que gran parte de mi tiempo está (definitiva o circunstancialmente) comprometido y dedicado a otros menesteres más allá de la escritura, pero no era eso sólo lo que me inhibía de sentarme a escribir.
Releyendo algunas de las citas que colecciono (por suerte eso aún sí puedo hacerlo), me encontré con unos párrafos de un libro de Jaime Barylko, titulado La dimensión del hombre (1) , que volví a sentir como martillazo en la frente cuando entraron por mis ojos. Dicen así:
“Cultura es creación; luego, cultura es conservación, tradición, dogmatización de lo creado, es decir, negación, en principio de la creación, de la libertad”.
¡Ja! ¿Qué tal? Ahí estaba yo, encerrado, conservado, dogmatizado… no sólo en el formato sino en la escritura de la supuesta creación que quería entregar cada semana. Ahí estaba yo: incómodo. Sigue Barylko:
“Es el juego de la libertad, que al crear va dando lugar a jaulas, a prisiones más o menos duraderas. Hasta que el tiempo –los hombres, las generaciones- las corroen con nuevos ataques de libertad, para crear nuevas jaulas y prisiones de ideas, sentimientos, valores, frases, conceptos, imágenes”.
Es un juego de nunca acabar. Me puse a pensar tanto mi situación como en la de nosotros como sociedad, creamos, inventamos, armamos… nos encerramos, nos aburrimos, nos enquistamos… rompemos, creamos… y así.
Por eso me decidí a cambiar. Escribir me gusta, leer y reflexionar también, compartir lo reflexionado (de esta manera) es también ya parte de mis gustos; pero basta de “esta” rutina.
Crearé una nueva rutina, sin rutina: cuando quiera, cuando pueda, cuando me salga, escribiré –a pesar de que para el medio que elegí la falta de continuidad sea un “grave delito”.
“Un blog hay que mantenerlo activo”, se dice. “En las redes sociales no podés dejar de estar constantemente publicando”, recomiendan los nuevos gurúes de la era digital. Pues… debe ser así, pero no me importa. No lo hago por desconocimiento, lo hago a sabiendas y sin temor a las “terribles” consecuencias.
Espero que el lector asiduo, si es que alguna vez lo hubo, no se sienta ofendido. Es cierto que estoy pensando más en mí que en él o ella; pero tampoco tendría mucho valor llenar pantallas con letras sin sentido sólo para mantener la frecuencia, para eso ya hay cientos de miles de millones tanto en Internet, como en la televisión, la radio, etcétera, etcétera.
Eso, justamente, es lo que no quiero; por eso me ayuda también el amigo Cortázar, quién, hablando de algo bastante parecido a lo que decía en sus citas don Jaime, escribía esto en su Rayuela (2):
“Si algo había elegido desde joven era no defenderse mediante la rápida y ansiosa acumulación de una «cultura», truco por excelencia de la clase media argentina para hurtar el cuerpo a la realidad nacional y a cualquier otra, y creerse a salvo del vacío que la rodeaba”.
No critico a los demás (aunque siempre parece eso), sólo trato de decir lo que pienso y creo. Me interesa difundir cultura, crear –en conjunto– cultura, pero no encerrarme, estandarizarme, masificarme, hacerme “soldadito” de la máquina de producir “contenido”. Prefiero el vacío a la basura. Prefiero dejar algunas semanas un vacío, en vez de llenar el ciberespacio de basura.
Es probable que cuando escriba no sea lo mío maravilloso, con lo cual seguramente se podrá decir: “si no quiere llenarnos de basura que no escriba más”… puede ser; pero si escribo también cuando no tengo ganas el que se tendría que decir eso sería yo mismo.
Así que bueno, hasta aquí llego, nos veremos cuando nos veamos, nos leeremos cuando nos escribamos. Crearemos una nueva cultura de intercambio, que tal vez algún día sea otra “jaula”, y ese día –al percatarnos del asunto– habrá que dedicarse a tratar de escapar.
Entre Barylko y Cortázar, más allá de lo que a mí me pasa, da para pensar y mucho. Libertad y vacío. Libertad para tomar las decisiones correctas frente al vacío. Libertad para moverse; para hacer; para crear. Vacío que permite usarse a uno mismo para llenarlo, sin tener que ceder nuestra libertad a “culturas” inventadas por otros para simplemente tenernos adormecidos y consumiendo.
Qué palabras más difíciles… Qué palabras más interesantes… Qué palabras que tanto se distorsionan para confundir, y quitar la libertad llenando vacíos con contenidos intencionados.
Qué suerte que siempre haya autores a mano con pensamientos escritos, para poder reflexionar…
J. R. Lucks
(1) La dimensión del hombre. Jaime Barylko. Editorial Sudamericana, 2005.
(2) Rayuela. Julio Cortazar. Editorial Punto de Lectura, 2007.
domingo, octubre 31, 2010
El asunto es cómo
Un poema que Anthony de Mello incluye en su libro: “La oración de la rana” , me produjo –al leerlo– sentimientos encontrados. Parte del mismo dice lo siguiente:
“...
En el juego de naipes que llamamos "vida"
cada cual juega lo mejor que sabe
las cartas que le han tocado.
Quienes insisten en querer jugar
no las cartas que le han tocado,
sino las que creen que deberían haberles tocado,
... son los que pierden el juego.
No se nos pregunta si queremos jugar.
No es ésa la opción. Tenemos que jugar.
La opción es: cómo”
Los que lo hayan leído completo podrían decir que así –con la estrofa introductoria faltante– está fuera de contexto. Puede ser, no lo voy a negar; pero es que esta parte del poema –por más trunco y fuera de contexto que lo haya yo dejado– tiene amplias posibilidades de servirle a todos, a los que crean en lo que cree Anthony de Mello, y a los que no también. Por eso es que, sin aclarar ni confundir más, sigo con la pieza así como está.
En la primera lectura me sonó a exhortación a la pasividad, a algo así como a decir: “esto es lo que hay, y por lo tanto aquí nos quedamos”; me dio la sensación de que me proponía una conducta falta de aspiraciones.
Definitivamente no es eso lo que me enseñaron, ni lo que por una u otra razón practiqué toda mi vida. Por el contrario: buscar, esforzarse, aprender, crecer, desarrollar, y otros por el estilo, son verbos que siempre llenaron mis días. Lo que no tengo, salgo a buscarlo; lo que no me sale, me esfuerzo para poder lograrlo; lo que no sé, trato de aprenderlo; crezco, me desarrollo, me hago más de lo que soy; recomiendo esto constantemente, promuevo esto, enseño esto al que me quiera escuchar; y busco, en otros que hacen lo mismo, ejemplos de cómo hacerlo yo más y mejor.
Desde este punto de vista diría que no juego sólo con las cartas que me han tocado, me busco otras.
Pero claro, no es eso en realidad a lo que se refiere don Anthony. Es indudable que el autor nos invita a “aceptar”, pero no de cualquier manera, no con los brazos caídos, no abandonando la voluntad; y allí está el truco: en el cómo jugar las cartas, porque la capacidad de aprender, la voluntad de esforzarse, ese tipo de “cartas”, nos las han repartido a todos.
Hipotéticamente hablando cualquiera podría decir: “yo no tengo la carta de tal o cual idioma, así que no viajo”. Pero con seguridad –de mirar las que sí le tocaron– tendrá la de hacer el esfuerzo de aprender dicha lengua; el asunto es entonces si esa –la de ponerse a aprender– habrá de querer jugarla o no, y cómo.
El poema no se refiere a despreciar dones y capacidades que tenemos de ser mejores, se refiere seguramente a esas miradas que damos al jardín del vecino, que siempre se ve más verde que el nuestro –aunque no sepamos lo que gasta en fertilizante, el tiempo de arduo trabajo que le dedica, etcétera.
Una vez me dijeron –cuando mi hijo era muy chico– que había que tener cuidado con las comparaciones entre pequeños, porque uno tiende a ver al que juega bien al fútbol y a compararlo con su hijo, y luego a cotejarlo también con el que estudia mucho, y con el que es ordenado, y con la que baila ballet clásico o toca la flauta como de conservatorio desde antes de caminar, y con el que anda en bicicleta con los ojos cerrados y aparte canta el himno en ocho idiomas… claro, que todos son uno o una distintos, ninguno hace todo –como sí pretendemos muchas veces para los nuestros. El que estudia no juega, o la que toca la flauta es desordenada, o el que canta el himno en ocho idiomas hace travesuras en catorce.
Comparamos y nos comparamos con los demás, y nos frustramos por no tener –aparentemente– lo que los demás nos muestran; sin ver lo que sí tenemos, las cartas que sí nos tocaron. Anthony de Mello no nos recomienda quedarnos sentados sin intentar mejorar, lo que nos advierte es que lleva a perder el vivir mirando las manos ajenas mientras se “desprecia” la propia.
Está muy claro que hay que jugar, que nadie nos pregunta, y que muchas veces nos tocarán cartas que tal vez no consideremos las mejores –o las que hubiésemos deseado. Pero no hay porqué resignarse; porque por malas que sean las cartas, siempre queda el asunto de cómo jugarlas.
Casi en cualquier juego de naipes es lo mismo, no hace falta tener la mejor mano para ganar, sólo hace falta saber jugarla. Y lo interesante es que el juego de la vida se parece mucho a esos en los cuales no hay necesariamente que ganarle a los demás, sino simplemente ir mejorando contra uno mismo.
Alguien nos convenció –probablemente desde un televisor–, que en la vida se gana si se tiene la tele más grande, o el auto más moderno, o la mayor cantidad de ropa sin usar porque hay que comprar tanta que no alcanza el tiempo para estrenarla… pero lo cierto es que no es tan así. Al final de la vida nadie le da un premio al que se muere habiendo comprado más cosas que los demás.
Ser mejor cada día, jugando bien todas las cartas que nos tocaron para que nuestra mano sea más poderosa, más brillante, más rica –para nosotros y para los que nos rodean–, tal vez tampoco lleve premio tipo copa o medalla; pero sí llevará el reconocimiento de esos que estén a nuestro lado, y la propia satisfacción personal –que es maravillosa no sólo porque no paga impuestos, sino porque además nunca nadie nos la puede sacar.
Obviamente me gusta el poema (que es mucho más profundo que mi primer y mi segundo análisis del mismo, y me deja con ganas de seguir y de seguir…), y no me llama a la desidia, o a la pasividad desesperanzada de un “destino” que no se puede alterar.
Aceptar nos pide Anthony de alguna forma, y allí –en la forma– es donde radica en gran parte el cómo. Aceptar no es abandonar o resignarse, aceptar es transformar –en grandísima medida transformarse– y ver la realidad desde “otro” lugar, para luego encarar el juego con estrategias más adecuadas.
El asunto de cómo jugar esta vida no está sino en el cómo se usan las cartas que nos tocaron –las habilidades, los dones, las capacidades incluida la de aceptar. Y ese cómo es justamente de trabajo, y no de desidia; de actividad transformadora y de construcción esperanzada de destinos mejores, para nosotros o para los que nos siguen. Ese cómo no es de mirar a otros sino de mirarse a uno mismo y hacer, incluso de hacerse y re hacerse –en muchos casos– aceptando para poder seguir haciendo.
¡A jugar!, que el asunto es cómo, y eso sólo depende de nosotros.
J. R. Lucks
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“...
En el juego de naipes que llamamos "vida"
cada cual juega lo mejor que sabe
las cartas que le han tocado.
Quienes insisten en querer jugar
no las cartas que le han tocado,
sino las que creen que deberían haberles tocado,
... son los que pierden el juego.
No se nos pregunta si queremos jugar.
No es ésa la opción. Tenemos que jugar.
La opción es: cómo”
Los que lo hayan leído completo podrían decir que así –con la estrofa introductoria faltante– está fuera de contexto. Puede ser, no lo voy a negar; pero es que esta parte del poema –por más trunco y fuera de contexto que lo haya yo dejado– tiene amplias posibilidades de servirle a todos, a los que crean en lo que cree Anthony de Mello, y a los que no también. Por eso es que, sin aclarar ni confundir más, sigo con la pieza así como está.
En la primera lectura me sonó a exhortación a la pasividad, a algo así como a decir: “esto es lo que hay, y por lo tanto aquí nos quedamos”; me dio la sensación de que me proponía una conducta falta de aspiraciones.
Definitivamente no es eso lo que me enseñaron, ni lo que por una u otra razón practiqué toda mi vida. Por el contrario: buscar, esforzarse, aprender, crecer, desarrollar, y otros por el estilo, son verbos que siempre llenaron mis días. Lo que no tengo, salgo a buscarlo; lo que no me sale, me esfuerzo para poder lograrlo; lo que no sé, trato de aprenderlo; crezco, me desarrollo, me hago más de lo que soy; recomiendo esto constantemente, promuevo esto, enseño esto al que me quiera escuchar; y busco, en otros que hacen lo mismo, ejemplos de cómo hacerlo yo más y mejor.
Desde este punto de vista diría que no juego sólo con las cartas que me han tocado, me busco otras.
Pero claro, no es eso en realidad a lo que se refiere don Anthony. Es indudable que el autor nos invita a “aceptar”, pero no de cualquier manera, no con los brazos caídos, no abandonando la voluntad; y allí está el truco: en el cómo jugar las cartas, porque la capacidad de aprender, la voluntad de esforzarse, ese tipo de “cartas”, nos las han repartido a todos.
Hipotéticamente hablando cualquiera podría decir: “yo no tengo la carta de tal o cual idioma, así que no viajo”. Pero con seguridad –de mirar las que sí le tocaron– tendrá la de hacer el esfuerzo de aprender dicha lengua; el asunto es entonces si esa –la de ponerse a aprender– habrá de querer jugarla o no, y cómo.
El poema no se refiere a despreciar dones y capacidades que tenemos de ser mejores, se refiere seguramente a esas miradas que damos al jardín del vecino, que siempre se ve más verde que el nuestro –aunque no sepamos lo que gasta en fertilizante, el tiempo de arduo trabajo que le dedica, etcétera.
Una vez me dijeron –cuando mi hijo era muy chico– que había que tener cuidado con las comparaciones entre pequeños, porque uno tiende a ver al que juega bien al fútbol y a compararlo con su hijo, y luego a cotejarlo también con el que estudia mucho, y con el que es ordenado, y con la que baila ballet clásico o toca la flauta como de conservatorio desde antes de caminar, y con el que anda en bicicleta con los ojos cerrados y aparte canta el himno en ocho idiomas… claro, que todos son uno o una distintos, ninguno hace todo –como sí pretendemos muchas veces para los nuestros. El que estudia no juega, o la que toca la flauta es desordenada, o el que canta el himno en ocho idiomas hace travesuras en catorce.
Comparamos y nos comparamos con los demás, y nos frustramos por no tener –aparentemente– lo que los demás nos muestran; sin ver lo que sí tenemos, las cartas que sí nos tocaron. Anthony de Mello no nos recomienda quedarnos sentados sin intentar mejorar, lo que nos advierte es que lleva a perder el vivir mirando las manos ajenas mientras se “desprecia” la propia.
Está muy claro que hay que jugar, que nadie nos pregunta, y que muchas veces nos tocarán cartas que tal vez no consideremos las mejores –o las que hubiésemos deseado. Pero no hay porqué resignarse; porque por malas que sean las cartas, siempre queda el asunto de cómo jugarlas.
Casi en cualquier juego de naipes es lo mismo, no hace falta tener la mejor mano para ganar, sólo hace falta saber jugarla. Y lo interesante es que el juego de la vida se parece mucho a esos en los cuales no hay necesariamente que ganarle a los demás, sino simplemente ir mejorando contra uno mismo.
Alguien nos convenció –probablemente desde un televisor–, que en la vida se gana si se tiene la tele más grande, o el auto más moderno, o la mayor cantidad de ropa sin usar porque hay que comprar tanta que no alcanza el tiempo para estrenarla… pero lo cierto es que no es tan así. Al final de la vida nadie le da un premio al que se muere habiendo comprado más cosas que los demás.
Ser mejor cada día, jugando bien todas las cartas que nos tocaron para que nuestra mano sea más poderosa, más brillante, más rica –para nosotros y para los que nos rodean–, tal vez tampoco lleve premio tipo copa o medalla; pero sí llevará el reconocimiento de esos que estén a nuestro lado, y la propia satisfacción personal –que es maravillosa no sólo porque no paga impuestos, sino porque además nunca nadie nos la puede sacar.
Obviamente me gusta el poema (que es mucho más profundo que mi primer y mi segundo análisis del mismo, y me deja con ganas de seguir y de seguir…), y no me llama a la desidia, o a la pasividad desesperanzada de un “destino” que no se puede alterar.
Aceptar nos pide Anthony de alguna forma, y allí –en la forma– es donde radica en gran parte el cómo. Aceptar no es abandonar o resignarse, aceptar es transformar –en grandísima medida transformarse– y ver la realidad desde “otro” lugar, para luego encarar el juego con estrategias más adecuadas.
El asunto de cómo jugar esta vida no está sino en el cómo se usan las cartas que nos tocaron –las habilidades, los dones, las capacidades incluida la de aceptar. Y ese cómo es justamente de trabajo, y no de desidia; de actividad transformadora y de construcción esperanzada de destinos mejores, para nosotros o para los que nos siguen. Ese cómo no es de mirar a otros sino de mirarse a uno mismo y hacer, incluso de hacerse y re hacerse –en muchos casos– aceptando para poder seguir haciendo.
¡A jugar!, que el asunto es cómo, y eso sólo depende de nosotros.
J. R. Lucks
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domingo, octubre 24, 2010
El dedo y la luna
Un proverbio que se me cruzó hace un tiempo y me dejó pensando, intenta marcar una diferencia entre puntos de vista. Dice así:
“Cuando el sabio señala la luna, el idiota se fija en la punta del dedo”.
Me gustó, y no me gustó a la vez. Me pregunté instantáneamente: ¿qué querrá decir realmente?; e inclusive: ¿qué debería querer decir?
Si se toma en forma literal exalta –a priori creo que de manera algo cruel– la incapacidad de aquél al que se llama idiota. Algo en esto me produjo cierta incomodidad.
Idiota proviene de un término que se usaba en la antigua Grecia, para referirse al que no se ocupaba de lo público sino sólo de sus propios asuntos. Para esa sociedad no ocuparse de los temas de la polis no era bueno, y el idiota (o los idiotes, en griego) eran entonces personas no útiles –a la sociedad. Con el correr del tiempo, y más allá de si esto era causado por incapacidad real y concreta o por decisión personal, la palabra se comenzó a utilizar para referirse a enfermedades mentales que reducían en los pobres afectados la habilidad de socializar, o de desarrollar sus capacidades de una manera “convencional”.
No me voy a meter con los que por decisión propia no quieren ver más allá del dedo, porque eso sería cuestionar sus libertades individuales y no estaría bien (podrán no ser útiles a la sociedad, podrán ser egocéntricos o egoístas, podrán ser…, lo que sí creo –más allá de no tener derecho a criticarlos– es que hoy esa cuenta de “idiotas” a la griega daría números demasiado altos). Pero que tal los que no pueden ver más allá, los que no han sido capacitados, aquellos en los cuales no se ha despertado nunca la inquietud de…
Pensando en esto me di cuenta que el refrán se puede usar en realidad de una forma “inversa” a la literal. Si el sabio ve la luna y la señala, y si el sabio es sabio, ¿no debería intuir que el supuesto idiota (en su acepción de falto de capacidad) no verá más que la punta del dedo que la señala? ¿De quién es la culpa entonces? –si es que queremos echársela a alguien–, del “idiota” que no puede o del sabio que desde su supuesta sabiduría no logra “ver” más que un idiota en el otro, en vez de alguien con potencial de dejar de serlo. ¿Por qué juzgar de insalvable la falta de capacidad?
¿En qué reside la sabiduría del sabio?, en coleccionar informaciones que no puede compartir por incapaz y limitado, o en lograr que los que aún no han podido capturar determinados conceptos se hagan capaces de hacerlo. ¿Qué incapacidad es peor?, la de aprender o la de enseñar. ¿No será la supuesta idiotez del alumno más que la excusa de un mal maestro?
Sabiduría y saber vienen etimológicamente de sabor (de la raíz sapio, saber y sabor en latín); y es maravilloso –para mí que gusto de jugar con las palabras– lo que uno puede “divertirse” con este origen común. El que sabe es el que probó. Hay que probar los saberes, tanto como los sabores. Y al que le gusta un sabor, o un saber, y por ese motivo se entusiasma, y prueba más, y más, se termina transformando en sabio, en “sabedor” de ese sabor, de ese saber.
El punto es, una vez que sé, que incorporé el saber –o el sabor–, ¿qué hago con él?, ¿lo escondo, lo señalo “nada más”, o intento compartirlo realmente? ¿Hablo solamente del saber?, o trato de hacer que otros lo prueben para gustar del mismo sabor, del mismo gusto por aquello a lo que algo sabe, a lo que de las cosas se puede saber.
Pues bien, creo que usando la definición griega de idiota (y por lo tanto sin ánimo de insultar), se puede decir que el que sabe y no logra hacer saber no es más que eso, un idiota por no ocuparse de los asuntos públicos –sea por decisión o por incapacidad–, por no com-partir; especialmente cuando se auto limita subestimando a los demás, en vez de buscar el desarrollo en sí de las capacidades adecuadas para enseñar.
Saber transmitir un saber, preocuparse por el que tiene que saber y no tanto por el saber en sí, es tal vez lo que considero el grado máximo de sabiduría: el saber hacer que otros logren saber.
Pienso que el proverbio “carga” sobre el que no puede más que fijarse en la punta del dedo, una responsabilidad que no tiene. Por eso me gustaría mucho que existiese una segunda versión del mismo que pudiese decir así:
“Si el sabio que señala la luna no logra que los que quieran conocerla vean más que la punta de su dedo, es muy probablemente –además de sabio– un idiota”.
“Cuando el sabio señala la luna, el idiota se fija en la punta del dedo”.
Me gustó, y no me gustó a la vez. Me pregunté instantáneamente: ¿qué querrá decir realmente?; e inclusive: ¿qué debería querer decir?
Si se toma en forma literal exalta –a priori creo que de manera algo cruel– la incapacidad de aquél al que se llama idiota. Algo en esto me produjo cierta incomodidad.
Idiota proviene de un término que se usaba en la antigua Grecia, para referirse al que no se ocupaba de lo público sino sólo de sus propios asuntos. Para esa sociedad no ocuparse de los temas de la polis no era bueno, y el idiota (o los idiotes, en griego) eran entonces personas no útiles –a la sociedad. Con el correr del tiempo, y más allá de si esto era causado por incapacidad real y concreta o por decisión personal, la palabra se comenzó a utilizar para referirse a enfermedades mentales que reducían en los pobres afectados la habilidad de socializar, o de desarrollar sus capacidades de una manera “convencional”.
No me voy a meter con los que por decisión propia no quieren ver más allá del dedo, porque eso sería cuestionar sus libertades individuales y no estaría bien (podrán no ser útiles a la sociedad, podrán ser egocéntricos o egoístas, podrán ser…, lo que sí creo –más allá de no tener derecho a criticarlos– es que hoy esa cuenta de “idiotas” a la griega daría números demasiado altos). Pero que tal los que no pueden ver más allá, los que no han sido capacitados, aquellos en los cuales no se ha despertado nunca la inquietud de…
Pensando en esto me di cuenta que el refrán se puede usar en realidad de una forma “inversa” a la literal. Si el sabio ve la luna y la señala, y si el sabio es sabio, ¿no debería intuir que el supuesto idiota (en su acepción de falto de capacidad) no verá más que la punta del dedo que la señala? ¿De quién es la culpa entonces? –si es que queremos echársela a alguien–, del “idiota” que no puede o del sabio que desde su supuesta sabiduría no logra “ver” más que un idiota en el otro, en vez de alguien con potencial de dejar de serlo. ¿Por qué juzgar de insalvable la falta de capacidad?
Por otra parte, ¿será que el sabio nació sabio?; o habrá él mismo en algún momento sido “elevado” desde su desconocimiento, por alguien que le mostró esa luna de una forma en la que pudiese verla. ¿Cómo mostrar las cosas de maneras tales en que la verdad pueda ser asimilada, sin dedos distractores?
¿En qué reside la sabiduría del sabio?, en coleccionar informaciones que no puede compartir por incapaz y limitado, o en lograr que los que aún no han podido capturar determinados conceptos se hagan capaces de hacerlo. ¿Qué incapacidad es peor?, la de aprender o la de enseñar. ¿No será la supuesta idiotez del alumno más que la excusa de un mal maestro?
Sabiduría y saber vienen etimológicamente de sabor (de la raíz sapio, saber y sabor en latín); y es maravilloso –para mí que gusto de jugar con las palabras– lo que uno puede “divertirse” con este origen común. El que sabe es el que probó. Hay que probar los saberes, tanto como los sabores. Y al que le gusta un sabor, o un saber, y por ese motivo se entusiasma, y prueba más, y más, se termina transformando en sabio, en “sabedor” de ese sabor, de ese saber.
El punto es, una vez que sé, que incorporé el saber –o el sabor–, ¿qué hago con él?, ¿lo escondo, lo señalo “nada más”, o intento compartirlo realmente? ¿Hablo solamente del saber?, o trato de hacer que otros lo prueben para gustar del mismo sabor, del mismo gusto por aquello a lo que algo sabe, a lo que de las cosas se puede saber.
Pues bien, creo que usando la definición griega de idiota (y por lo tanto sin ánimo de insultar), se puede decir que el que sabe y no logra hacer saber no es más que eso, un idiota por no ocuparse de los asuntos públicos –sea por decisión o por incapacidad–, por no com-partir; especialmente cuando se auto limita subestimando a los demás, en vez de buscar el desarrollo en sí de las capacidades adecuadas para enseñar.
Saber transmitir un saber, preocuparse por el que tiene que saber y no tanto por el saber en sí, es tal vez lo que considero el grado máximo de sabiduría: el saber hacer que otros logren saber.
Pienso que el proverbio “carga” sobre el que no puede más que fijarse en la punta del dedo, una responsabilidad que no tiene. Por eso me gustaría mucho que existiese una segunda versión del mismo que pudiese decir así:
“Si el sabio que señala la luna no logra que los que quieran conocerla vean más que la punta de su dedo, es muy probablemente –además de sabio– un idiota”.
J. R. Lucks
domingo, octubre 17, 2010
Verdades no evidentes
Hace un tiempo leí un cuentito que me resultó interesante. El susodicho tiene su lado “tierno”, así como además una notable cuota de crueldad. Dice lo siguiente:
“Un día mi madre salió, y mi padre quedó a mi cargo.
Yo tendría entre dos y tres años, y uno de mis juguetes favoritos era, por ese entonces, un juego de té que alguien me había regalado.
Mi papá estaba en el living mirando el noticiero de la noche, cuando le llevé una pequeña taza de té conteniendo en realidad no más que agua.
Después de varias tazas, y de muchas alabanzas por la riquísima bebida, mamá llegó a casa. Mi papá la hizo esperar en el living para que me viera traerle una nueva taza de té, porque a él le había parecido la cosa más tierna que había visto.
Mi mamá aguardó, me vio venir caminando por el pasillo con la taza de té para papá, y lo miró sin decir palabra mientras la tomaba.
Luego de que acabara de beberla, mi mamá, rompiendo todo el encanto y haciendo alarde de algo que en realidad sólo una madre podría saber, le dijo:
-¿No se te ocurrió que el único lugar en que la nena puede alcanzar agua es en el inodoro?"
Inmediatamente vinieron a mi mente algunos refranes, por ejemplo éste que ese padre habrá de tener en cuenta a partir de su experiencia:
“De los escarmentados nacen los avisados”.
Efectivamente, la experiencia hace que uno vea lo que mira con otros ojos; poniendo en este “ver” ya no sólo el sentido de la vista sino además otras capacidades, como la memoria, el razonamiento, etcétera. Para eso otro refrán aplica:
“La experiencia no se fía de la apariencia”.
No siempre las apariencias engañan, pero muchas veces sí; de allí que no todas las verdades son evidentes, ni todo lo que parece evidente es cierto.
¿Cuánta “agua de inodoro” tomamos hoy en día, en que lo “ofrecido” con aparente “ternura” es tanto? ¿Cuánta oferta que a los ojos resulta tentadora no es más que gato por liebre? ¿Cuánta experiencia hace falta para discernir correctamente?
Discernir es una palabra que me parece maravillosa. Pasar por un cernidor –por un “colador”–, que deje pasar lo que queremos que pase y retenga lo que queremos que quede. ¿Dónde se aprende a cernir las ofertas para retener las buenas y descartar las malas?, ¿sólo a los golpes, o se podrá pensar un poco aunque para el ansia de venta de muchos eso sea un pecado mortal?
No es cierto que como todo es “barato”, o “alcanzable”, o “accesible” en función de cuotas o financiaciones “sin interés” –aparente–, no resulta oneroso equivocarse y tomar agua de inodoro pensando que es té u otra bebida “potable”.
En fin. Ojalá que al menos en las ofertas que nos hacen hubiese algo de ternura, y no sólo intención de engañar. No se puede vivir paranoico pensando que toda agua es de inodoro, pero tampoco tan ingenuamente como para creer que todo lo que parece puro y transparente lo es, aunque sea barato –o justamente porque lo aparenta.
Algo de agua sucia habrá que estar preparados para tomar de vez en cuando; ya que aunque sea mala, sucia, o no cumpla con lo que creímos que iría a cumplir, no se puede vivir sin tomar. Para eso, y “estirándolo” para que sirva a efectos mayores, es muy cierto que:
“Nunca digas de esta agua no beberé”
… aunque sea de inodoro. Eso sí, no tan seguido, ¿no?
J. R. Lucks
“Un día mi madre salió, y mi padre quedó a mi cargo.
Yo tendría entre dos y tres años, y uno de mis juguetes favoritos era, por ese entonces, un juego de té que alguien me había regalado.
Mi papá estaba en el living mirando el noticiero de la noche, cuando le llevé una pequeña taza de té conteniendo en realidad no más que agua.
Después de varias tazas, y de muchas alabanzas por la riquísima bebida, mamá llegó a casa. Mi papá la hizo esperar en el living para que me viera traerle una nueva taza de té, porque a él le había parecido la cosa más tierna que había visto.
Mi mamá aguardó, me vio venir caminando por el pasillo con la taza de té para papá, y lo miró sin decir palabra mientras la tomaba.
Luego de que acabara de beberla, mi mamá, rompiendo todo el encanto y haciendo alarde de algo que en realidad sólo una madre podría saber, le dijo:
-¿No se te ocurrió que el único lugar en que la nena puede alcanzar agua es en el inodoro?"
Inmediatamente vinieron a mi mente algunos refranes, por ejemplo éste que ese padre habrá de tener en cuenta a partir de su experiencia:
“De los escarmentados nacen los avisados”.
Efectivamente, la experiencia hace que uno vea lo que mira con otros ojos; poniendo en este “ver” ya no sólo el sentido de la vista sino además otras capacidades, como la memoria, el razonamiento, etcétera. Para eso otro refrán aplica:
“La experiencia no se fía de la apariencia”.
No siempre las apariencias engañan, pero muchas veces sí; de allí que no todas las verdades son evidentes, ni todo lo que parece evidente es cierto.
¿Cuánta “agua de inodoro” tomamos hoy en día, en que lo “ofrecido” con aparente “ternura” es tanto? ¿Cuánta oferta que a los ojos resulta tentadora no es más que gato por liebre? ¿Cuánta experiencia hace falta para discernir correctamente?
Discernir es una palabra que me parece maravillosa. Pasar por un cernidor –por un “colador”–, que deje pasar lo que queremos que pase y retenga lo que queremos que quede. ¿Dónde se aprende a cernir las ofertas para retener las buenas y descartar las malas?, ¿sólo a los golpes, o se podrá pensar un poco aunque para el ansia de venta de muchos eso sea un pecado mortal?
No es cierto que como todo es “barato”, o “alcanzable”, o “accesible” en función de cuotas o financiaciones “sin interés” –aparente–, no resulta oneroso equivocarse y tomar agua de inodoro pensando que es té u otra bebida “potable”.
En fin. Ojalá que al menos en las ofertas que nos hacen hubiese algo de ternura, y no sólo intención de engañar. No se puede vivir paranoico pensando que toda agua es de inodoro, pero tampoco tan ingenuamente como para creer que todo lo que parece puro y transparente lo es, aunque sea barato –o justamente porque lo aparenta.
Algo de agua sucia habrá que estar preparados para tomar de vez en cuando; ya que aunque sea mala, sucia, o no cumpla con lo que creímos que iría a cumplir, no se puede vivir sin tomar. Para eso, y “estirándolo” para que sirva a efectos mayores, es muy cierto que:
“Nunca digas de esta agua no beberé”
… aunque sea de inodoro. Eso sí, no tan seguido, ¿no?
J. R. Lucks
domingo, octubre 10, 2010
Lo fundamental no cambia demasiado
“Tú tienes que recordar esto
un beso es todavía un beso…
las cosas fundamentales aplican de la misma manera
(aun) con el paso del tiempo”.
Así comienza el poema que da letra al tema musical “As time goes by” (que traducido del inglés se puede entender como: con el paso del tiempo). Y sigue:
“Cuando dos enamorados se cortejan
aún dicen ‘te amo’,
en eso puedes confiar.
No importa lo que el futuro depare
con el paso del tiempo ”.
El mismo fue escrito en 1931 para un musical de Brodway, por un compositor de nombre Herman Hupfeld. La canción se popularizó grandemente cuando, en 1942, se la incluyó como parte de la banda de sonido de la película “Casablanca”.
¿Seguirá siendo así como aseguró Herman? ¿Seguirán las cosas fundamentales aplicando aun a pesar del paso del tiempo?
Es definitivamente cierto que un beso sigue siendo un beso; pero ¿significa lo mismo?, ¿cuesta lo mismo obtenerlo?, ¿da el mismo placer recibirlo?
Me da la sensación de que, como con tantas otras cosas, los besos cayeron en la trampa del consumo masivo y se comoditizaron; se consiguen con mucho menos esfuerzo y por lo tanto abundan, aunque no sé si satisfacen de la misma forma.
No es crítica a los tiempos modernos. El tiempo pasa y la gente cambia, y está bien. De cualquier manera yo creo que el beso que sí importa sigue siendo tan valioso y exquisito como antes –lo cual aplica a la mayoría de las cosas en realidad, a pesar del esfuerzo de la economía de mercado por “abaratarlo” todo–; más allá de que sin mucho temor a exagerar, pueda verificarse la existencia en la actualidad de un mayor “caudal” de besos intrascendentes –o faltos de la mística que sugiere el tema musical– que los que había en el 31 o en el 42.
El “te amo” también, muy probablemente, haya perdido algo de esa mística que tenía hace setenta años, pero sólo el uso de la palabra, no el sentimiento en sí. De hecho se dice que los sentimientos, en realidad, no han cambiado desde que el hombre apareció sobre la tierra. El amor es el mismo; cambian las formas de amar, los artefactos con los que se ama (o más bien con los que se hace el amor), las maneras de demostrarlo, pero el amor en sí es el mismo.
Herman exageró un poco –probablemente a sabiendas–, pero tenía también algo de razón. Yo cuento con la ventaja de que el tiempo haya pasado, para poder ahora mirarlo en retrospectiva; lo que no quita que él haya así mismo mirado setenta o más años para atrás antes de escribir lo que escribió, fundamentando de esa manera sus dichos.
¡Es así entonces!... ¿es así entonces?
Hace muy poco leí, en un periódico , la aparición de un sitio de Internet dedicado exclusivamente al adulterio. La empresa, que utiliza este medio electrónico para ofrecer sus servicios, está “supuestamente” especializada en facilitar la infidelidad de los casados (al menos así se anuncia). El sitio WEB declara con orgullo:
“Si usted está buscando una emoción con una mujer casada en su ciudad o un amante a miles de kilómetros de casa, ¡XXXXX recibe y une a los infieles de todo el mundo! 159 países, son 159 nacionalidades que le esperan. ¿Una aventura extra-conyugal en América Latina? ¿Un amor a primera vista en Asia? ¿Una amistad a la vuelta de la esquina? Todos los encuentros infieles son posibles”.
¿Qué tal? Otro gran producido de la globalización y la tecnología. En la época de As time goes by había que ser marinero para tener un amor en cada puerto, ahora sólo hace falta una computadora y cruzarse en un aeropuerto.
En la nota, uno de sus fundadores sostiene que en realidad la iniciativa contribuye a la claridad y a la veracidad, ya que:
“La idea surgió tras comprobar, a través de estudios, que el 30% de los inscriptos en sitios de encuentros convencionales se presentan como solteros cuando en realidad están casados”.
Obviamente no está bien mentirle a la persona con la que se va a engañar al propio cónyuge. El emprendedor tiene razón, ¡la sinceridad ante todo!
El periódico donde se publicó la historia que cayó en mis manos, reportaba entre otras cosas:
“Según sus responsables, no es exclusivamente sexo lo que buscan sus miembros. ‘Sexo lo habrá, sin duda. Pero no es nuestra prioridad’, dice Thierry, un director financiero de 45 años casado desde hace 20, involucrado a través de XXXXX con Estelle, una mujer casada. ‘Yo lo que quiero es poder hablar, en casa ya nadie escucha’, agrega. Thierry había tenido aventuras, pero no una amante. ‘Ninguno de los dos ponemos en cuestión nuestra familia, no queremos romper con todo’.
Para concluir, bien vale incluir las palabras de Pixiwoo, una adúltera que desentraña las razones del éxito de XXXXX: ‘Las mujeres engañan generalmente a sus maridos con otros maridos. Los adulterios tienen así algo de conyugal, de honorable, de legal que merece la consideración general’".
Especialmente luego de leer estos comentarios de sendos felices usuarios de este servicio público (calificativo que en este caso considero aplica de mil maravillas), me terminé de convencer: Herman tenía razón.
Con o sin Internet, mintiéndole sólo a la pareja formal o además al amante, muchos Thierry en este mundo necesitan charlar con alguien (y tal vez decirle te amo), y cantidades de Pixiwoo no consiguen dejar del todo de lado su compromiso conyugal, sólo necesitan refrescarlo de vez en cuando cambiando de labios a los que besar.
Las cosas fundamentales no cambian, un beso es todavía un beso, una mentira también. La necesidad de ser reconocido, aceptado, querido y deseado no ha cambiado en esencia; y esa necesidad fue y sigue siendo en gran medida más fuerte que muchos de los compromisos que nos animamos a asumir. Los amantes (legales o ilegales, navegantes de los mares o de la WEB) se siguen diciendo te amo –sintiendo o no lo dicho–, aunque en el momento de pasión a nadie parezca realmente importarle demasiado la sinceridad.
Lo “fundamental” ahí está, intacto, sólo que ahora en grandes volúmenes, y facilitado por la tecnología, tanto besos como mentiras, tanto amores como infidelidades. Herman tenía razón… sigue teniendo razón. Menos mal, ¿o… tal vez no?
J. R. Lucks
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un beso es todavía un beso…
las cosas fundamentales aplican de la misma manera
(aun) con el paso del tiempo”.
Así comienza el poema que da letra al tema musical “As time goes by” (que traducido del inglés se puede entender como: con el paso del tiempo). Y sigue:
“Cuando dos enamorados se cortejan
aún dicen ‘te amo’,
en eso puedes confiar.
No importa lo que el futuro depare
con el paso del tiempo ”.
El mismo fue escrito en 1931 para un musical de Brodway, por un compositor de nombre Herman Hupfeld. La canción se popularizó grandemente cuando, en 1942, se la incluyó como parte de la banda de sonido de la película “Casablanca”.
¿Seguirá siendo así como aseguró Herman? ¿Seguirán las cosas fundamentales aplicando aun a pesar del paso del tiempo?
Es definitivamente cierto que un beso sigue siendo un beso; pero ¿significa lo mismo?, ¿cuesta lo mismo obtenerlo?, ¿da el mismo placer recibirlo?
Me da la sensación de que, como con tantas otras cosas, los besos cayeron en la trampa del consumo masivo y se comoditizaron; se consiguen con mucho menos esfuerzo y por lo tanto abundan, aunque no sé si satisfacen de la misma forma.
No es crítica a los tiempos modernos. El tiempo pasa y la gente cambia, y está bien. De cualquier manera yo creo que el beso que sí importa sigue siendo tan valioso y exquisito como antes –lo cual aplica a la mayoría de las cosas en realidad, a pesar del esfuerzo de la economía de mercado por “abaratarlo” todo–; más allá de que sin mucho temor a exagerar, pueda verificarse la existencia en la actualidad de un mayor “caudal” de besos intrascendentes –o faltos de la mística que sugiere el tema musical– que los que había en el 31 o en el 42.
El “te amo” también, muy probablemente, haya perdido algo de esa mística que tenía hace setenta años, pero sólo el uso de la palabra, no el sentimiento en sí. De hecho se dice que los sentimientos, en realidad, no han cambiado desde que el hombre apareció sobre la tierra. El amor es el mismo; cambian las formas de amar, los artefactos con los que se ama (o más bien con los que se hace el amor), las maneras de demostrarlo, pero el amor en sí es el mismo.
Herman exageró un poco –probablemente a sabiendas–, pero tenía también algo de razón. Yo cuento con la ventaja de que el tiempo haya pasado, para poder ahora mirarlo en retrospectiva; lo que no quita que él haya así mismo mirado setenta o más años para atrás antes de escribir lo que escribió, fundamentando de esa manera sus dichos.
¡Es así entonces!... ¿es así entonces?
Hace muy poco leí, en un periódico , la aparición de un sitio de Internet dedicado exclusivamente al adulterio. La empresa, que utiliza este medio electrónico para ofrecer sus servicios, está “supuestamente” especializada en facilitar la infidelidad de los casados (al menos así se anuncia). El sitio WEB declara con orgullo:
“Si usted está buscando una emoción con una mujer casada en su ciudad o un amante a miles de kilómetros de casa, ¡XXXXX recibe y une a los infieles de todo el mundo! 159 países, son 159 nacionalidades que le esperan. ¿Una aventura extra-conyugal en América Latina? ¿Un amor a primera vista en Asia? ¿Una amistad a la vuelta de la esquina? Todos los encuentros infieles son posibles”.
¿Qué tal? Otro gran producido de la globalización y la tecnología. En la época de As time goes by había que ser marinero para tener un amor en cada puerto, ahora sólo hace falta una computadora y cruzarse en un aeropuerto.
En la nota, uno de sus fundadores sostiene que en realidad la iniciativa contribuye a la claridad y a la veracidad, ya que:
“La idea surgió tras comprobar, a través de estudios, que el 30% de los inscriptos en sitios de encuentros convencionales se presentan como solteros cuando en realidad están casados”.
Obviamente no está bien mentirle a la persona con la que se va a engañar al propio cónyuge. El emprendedor tiene razón, ¡la sinceridad ante todo!
El periódico donde se publicó la historia que cayó en mis manos, reportaba entre otras cosas:
“Según sus responsables, no es exclusivamente sexo lo que buscan sus miembros. ‘Sexo lo habrá, sin duda. Pero no es nuestra prioridad’, dice Thierry, un director financiero de 45 años casado desde hace 20, involucrado a través de XXXXX con Estelle, una mujer casada. ‘Yo lo que quiero es poder hablar, en casa ya nadie escucha’, agrega. Thierry había tenido aventuras, pero no una amante. ‘Ninguno de los dos ponemos en cuestión nuestra familia, no queremos romper con todo’.
Para concluir, bien vale incluir las palabras de Pixiwoo, una adúltera que desentraña las razones del éxito de XXXXX: ‘Las mujeres engañan generalmente a sus maridos con otros maridos. Los adulterios tienen así algo de conyugal, de honorable, de legal que merece la consideración general’".
Especialmente luego de leer estos comentarios de sendos felices usuarios de este servicio público (calificativo que en este caso considero aplica de mil maravillas), me terminé de convencer: Herman tenía razón.
Con o sin Internet, mintiéndole sólo a la pareja formal o además al amante, muchos Thierry en este mundo necesitan charlar con alguien (y tal vez decirle te amo), y cantidades de Pixiwoo no consiguen dejar del todo de lado su compromiso conyugal, sólo necesitan refrescarlo de vez en cuando cambiando de labios a los que besar.
Las cosas fundamentales no cambian, un beso es todavía un beso, una mentira también. La necesidad de ser reconocido, aceptado, querido y deseado no ha cambiado en esencia; y esa necesidad fue y sigue siendo en gran medida más fuerte que muchos de los compromisos que nos animamos a asumir. Los amantes (legales o ilegales, navegantes de los mares o de la WEB) se siguen diciendo te amo –sintiendo o no lo dicho–, aunque en el momento de pasión a nadie parezca realmente importarle demasiado la sinceridad.
Lo “fundamental” ahí está, intacto, sólo que ahora en grandes volúmenes, y facilitado por la tecnología, tanto besos como mentiras, tanto amores como infidelidades. Herman tenía razón… sigue teniendo razón. Menos mal, ¿o… tal vez no?
J. R. Lucks
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domingo, octubre 03, 2010
Feliz cumpleaños
Esta semana (aunque en realidad no importe mucho cuál sea la semana, porque cuando usted lea lo que sigue muy probablemente “esta” semana ya haya pasado), cumplió años un amigo muy amigo, así que fui a verlo.
Este querido ser, quién en su momento tuvo mucho que ver con que yo sea lo que soy, es también un gran amante de los refranes y del poco nocivo vicio de tratar de pensar usándolos. Siendo así, luego de saludarlo, le pedí que me contara algunos de sus favoritos o de los que significaron algo para él, y que me sugiriera cosas para pensar.
-Verás –me dijo–, un refrán que usaba yo mucho de joven, lamentablemente, aconsejaba:
“Si no puedes convencerlos, confúndelos”.
-Fue una época de mi vida en la que pensaba que podía llevarme el mundo por delante, en la que creía que todo era una competencia; en la que estaba tan seguro de mí mismo que no me daba cuenta de cuanto contenido me faltaba.
-Otro, que sostenía en mucho al anterior y que no reflejaba más que mi visión “unilateral” (mi lateral) del mundo, aseguraba:
“El que ríe el último piensa más lento”.
-Era yo un experto en desestimar y despreciar puntos de vista ajenos, no por maldad, sino por ignorancia. Obviamente el tiempo pasa, uno va creciendo, y se va dando cuenta que el mundo y la realidad son mucho más “anchos” de lo que se pensaba.
-Crecí, y sinceramente te puedo decir que me deprimí un poco de pensar en cuánto había dejado pasar. Así fue que empecé a buscar la verdad en otros, y por lo tanto un proverbio que repetía yo muy seguido era.
“Lo importante no es saber, sino tener el teléfono del que sabe”.
-¡Ja!, o no los encontré, o ninguno sabía nada de lo que a mí me hacía falta.
Pensé entonces que “adormecerme” me ayudaría, y como sabrás usé algunos métodos que para eso prometían diversión aparte del adormecimiento. Tomé un poco… bueno, en realidad muchos pocos. En algún momento el médico me dijo que no tomara más, y yo le hice caso, no tomé más pero menos tampoco, seguía tomando lo mismo. Evidentemente no entendí bien. En esa época me acuerdo que mi refrán más en boca prevenía:
“Es bueno dejar la bebida, lo malo es no acordarse dónde”.
-¡Pasaron finalmente aquellos días!, ya que como todo lo que nos pasa, a la larga o a la corta, termina pasando. Ese fue el tiempo en el que comencé a auto-consolarme, por así decirlo, entonces me acuerdo que le decía a todo el que se animaba a escucharme:
“No soy un completo inútil... por lo menos sirvo de mal ejemplo”.
-Pero bueno, el tiempo corre. La verdad es que haciendo balances (de mi vida, no de los contables) conseguí mucho, particularmente algunas cuantas cosas buenas sobre todo cuando me puse a escuchar y tratar de comprender, ya que fue allí que los demás me comprendieron y me escucharon. Empecé a tratar en ese momento de practicar otro refrán que, sinceramente, me ayudó bastante. Todas las mañanas me repetía a mí mismo:
“Si buscas una mano dispuesta a ayudarte, la encontrarás al final de tu brazo”.
-Ya sé que suena a autosuficiente, pero la idea no es vivir en un submarino, sino hacer lo que hay que hacer para que lo que tenga que pasar termine pasando, o al menos comience a ocurrir. Hacerse cargo.
-Que recorrido –le dije.
-Y con un poco de temor, porque el tono de la historia me había parecido poco feliz, le pregunté: ¿y te arrepentís de algo, harías algo distinto si pudieses?
-Ni loco –me soltó sin pensar ni medio segundo–, ¿cómo hubiera aprendido de mis errores si no me hubiese equivocado?, ¿cómo hubiera disfrutado de mis aciertos sin tener un contrapunto? Mi vida fue muy buena, como toda vida que se vive con ganas, ¿no es así?
-Supongo –le dije…
-¡Claro pibe! Pensá los refranes que te dejé. Todos pasamos por ellos en algún momento, de una u otra forma, en la secuencia en que te los conté o en la que sea. Todos en algún momento estamos encerrados en un yo que se cree omnipotente; todos en otra fase salimos a buscar afuera lo que creemos no tener adentro; no hay nadie que durante algún tiempo no pretenda adormecerse a sí mismo con algo, y mirá que hoy hay oferta para eso; y yo espero que todos, llegado el tiempo, nos demos cuenta de que hasta que no ponemos nuestra propia casa en orden y nos hacemos cargo de nosotros mismos, las cosas no se encaminan.
-Yo estoy contento –siguió después de una pausa. -Hace tiempo que dejé de lado las caretas, que me di cuenta de que el costo de mentirme a mí mismo era mucho mayor que el de dejar que los demás supiesen la verdad; y fue allí que comencé a tener relaciones verdaderas, gratificantes, útiles.
-Y si tuvieses que elegir ahora un refrán que te describa –pregunté ahora con más ánimo– ¿cuál sería?
-No sé si un refrán o más bien una frase que tal vez debería serlo, y que se le atribuye a Henry Ford, el de los autos ¿te acordás? Parece que él decía:
“Tanto si pensás que podés, como si pensás que no, vas a tener razón”
-Pensalo pibe, que por más que los dos estemos ya lejos de que los demás nos llamen así, entre nosotros podemos seguir haciéndolo; ¡ah!, y gracias por la visita.
Me fui pensando, claro, como no irme pensando. Me contó su vida en seis refranes, y una cita de: “el de los autos”. ¡Qué personaje!, pensé… y después me corregí a mí mismo, que persona… una más, nada más ni nada menos.
Y me fui, definitivamente, pensando: ¿en qué refrán estoy yo estacionado?; ¿cuáles pasé?; ¿de cuáles aprendí algo?; ¿habré desaprovechado alguno?; ¿cuáles me faltan aún?, pero no para evitarlos sino para vivirlos alertado, y como mi amigo poder aprender de mis errores y disfrutar de los contrapuntos.
Feliz cumpleaños amigo… ¡y yo que le iba a regalar un refrán!…
J. R. Lucks
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Este querido ser, quién en su momento tuvo mucho que ver con que yo sea lo que soy, es también un gran amante de los refranes y del poco nocivo vicio de tratar de pensar usándolos. Siendo así, luego de saludarlo, le pedí que me contara algunos de sus favoritos o de los que significaron algo para él, y que me sugiriera cosas para pensar.
-Verás –me dijo–, un refrán que usaba yo mucho de joven, lamentablemente, aconsejaba:
“Si no puedes convencerlos, confúndelos”.
-Fue una época de mi vida en la que pensaba que podía llevarme el mundo por delante, en la que creía que todo era una competencia; en la que estaba tan seguro de mí mismo que no me daba cuenta de cuanto contenido me faltaba.
-Otro, que sostenía en mucho al anterior y que no reflejaba más que mi visión “unilateral” (mi lateral) del mundo, aseguraba:
“El que ríe el último piensa más lento”.
-Era yo un experto en desestimar y despreciar puntos de vista ajenos, no por maldad, sino por ignorancia. Obviamente el tiempo pasa, uno va creciendo, y se va dando cuenta que el mundo y la realidad son mucho más “anchos” de lo que se pensaba.
-Crecí, y sinceramente te puedo decir que me deprimí un poco de pensar en cuánto había dejado pasar. Así fue que empecé a buscar la verdad en otros, y por lo tanto un proverbio que repetía yo muy seguido era.
“Lo importante no es saber, sino tener el teléfono del que sabe”.
-¡Ja!, o no los encontré, o ninguno sabía nada de lo que a mí me hacía falta.
Pensé entonces que “adormecerme” me ayudaría, y como sabrás usé algunos métodos que para eso prometían diversión aparte del adormecimiento. Tomé un poco… bueno, en realidad muchos pocos. En algún momento el médico me dijo que no tomara más, y yo le hice caso, no tomé más pero menos tampoco, seguía tomando lo mismo. Evidentemente no entendí bien. En esa época me acuerdo que mi refrán más en boca prevenía:
“Es bueno dejar la bebida, lo malo es no acordarse dónde”.
-¡Pasaron finalmente aquellos días!, ya que como todo lo que nos pasa, a la larga o a la corta, termina pasando. Ese fue el tiempo en el que comencé a auto-consolarme, por así decirlo, entonces me acuerdo que le decía a todo el que se animaba a escucharme:
“No soy un completo inútil... por lo menos sirvo de mal ejemplo”.
-Pero bueno, el tiempo corre. La verdad es que haciendo balances (de mi vida, no de los contables) conseguí mucho, particularmente algunas cuantas cosas buenas sobre todo cuando me puse a escuchar y tratar de comprender, ya que fue allí que los demás me comprendieron y me escucharon. Empecé a tratar en ese momento de practicar otro refrán que, sinceramente, me ayudó bastante. Todas las mañanas me repetía a mí mismo:
“Si buscas una mano dispuesta a ayudarte, la encontrarás al final de tu brazo”.
-Ya sé que suena a autosuficiente, pero la idea no es vivir en un submarino, sino hacer lo que hay que hacer para que lo que tenga que pasar termine pasando, o al menos comience a ocurrir. Hacerse cargo.
-Que recorrido –le dije.
-Y con un poco de temor, porque el tono de la historia me había parecido poco feliz, le pregunté: ¿y te arrepentís de algo, harías algo distinto si pudieses?
-Ni loco –me soltó sin pensar ni medio segundo–, ¿cómo hubiera aprendido de mis errores si no me hubiese equivocado?, ¿cómo hubiera disfrutado de mis aciertos sin tener un contrapunto? Mi vida fue muy buena, como toda vida que se vive con ganas, ¿no es así?
-Supongo –le dije…
-¡Claro pibe! Pensá los refranes que te dejé. Todos pasamos por ellos en algún momento, de una u otra forma, en la secuencia en que te los conté o en la que sea. Todos en algún momento estamos encerrados en un yo que se cree omnipotente; todos en otra fase salimos a buscar afuera lo que creemos no tener adentro; no hay nadie que durante algún tiempo no pretenda adormecerse a sí mismo con algo, y mirá que hoy hay oferta para eso; y yo espero que todos, llegado el tiempo, nos demos cuenta de que hasta que no ponemos nuestra propia casa en orden y nos hacemos cargo de nosotros mismos, las cosas no se encaminan.
-Yo estoy contento –siguió después de una pausa. -Hace tiempo que dejé de lado las caretas, que me di cuenta de que el costo de mentirme a mí mismo era mucho mayor que el de dejar que los demás supiesen la verdad; y fue allí que comencé a tener relaciones verdaderas, gratificantes, útiles.
-Y si tuvieses que elegir ahora un refrán que te describa –pregunté ahora con más ánimo– ¿cuál sería?
-No sé si un refrán o más bien una frase que tal vez debería serlo, y que se le atribuye a Henry Ford, el de los autos ¿te acordás? Parece que él decía:
“Tanto si pensás que podés, como si pensás que no, vas a tener razón”
-Pensalo pibe, que por más que los dos estemos ya lejos de que los demás nos llamen así, entre nosotros podemos seguir haciéndolo; ¡ah!, y gracias por la visita.
Me fui pensando, claro, como no irme pensando. Me contó su vida en seis refranes, y una cita de: “el de los autos”. ¡Qué personaje!, pensé… y después me corregí a mí mismo, que persona… una más, nada más ni nada menos.
Y me fui, definitivamente, pensando: ¿en qué refrán estoy yo estacionado?; ¿cuáles pasé?; ¿de cuáles aprendí algo?; ¿habré desaprovechado alguno?; ¿cuáles me faltan aún?, pero no para evitarlos sino para vivirlos alertado, y como mi amigo poder aprender de mis errores y disfrutar de los contrapuntos.
Feliz cumpleaños amigo… ¡y yo que le iba a regalar un refrán!…
J. R. Lucks
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sábado, septiembre 25, 2010
Para leer o recitar tempranito
Juan Germán Fernández, cantante de un grupo musical llamado Las Pastillas del Abuelo, nos escribió a todos lo siguiente:
“Como empezar a leer no hay apertura
Como tildar a alguien de soberbio no hay peor tilde
Como maestra la mejor es la lectura
Como condición la primera es ser humilde
Como empezar a escribir no hay aventura
Como abismarse al interior no hay mas abismo
Como escalera la mejor es la escritura…”
Lo leí por primera vez de un cartel en vía pública, el cual anunciaba uno de los próximos recitales de la banda. Me pareció maravilloso.
Sinceramente no soy muy versado en el resto de los poemas que dan letra a sus canciones, o en otras composiciones de su autoría. Leí unos cuantos, definitivamente no todos.
Seguramente algunos me gustarán más y otros no tanto, o me parecerán más “adecuados” o menos para los jóvenes que los escuchan, aunque eso no sea en realidad muy relevante; lo cierto es que estas líneas me parecieron de tanto valor como para incluirlas en alguna “cosa” que todos tengamos que leer, recitar, pensar o aunque más no sea repetir como loros –algún día nos escucharíamos recitar y nos sorprenderíamos–, preferentemente todas las mañanas.
Leer, como apertura y maestra; indudable. Una forma de dejar entrar a otros, de abrirse a terceros pensamientos y opiniones. Una maravillosa manera de aprender, de incorporar, de cultivarse para ser más; para, eventualmente, poder dar más y mejores frutos, para disfrutar y ser dignos de ser disfrutados.
Escribir, aventura y escalera; fascinante, maravilloso, excitante, exigente, una forma de dar, de devolver, de sembrar, de entregar y entregarse. Es sólo cuestión de animarse, tanto a una como a la otra; es sólo empezar, es al menos intentar.
Humildad como condición primera; por supuesto. Soberbia como peor tilde; ojalá se instalase esa idea. Abismarse al propio interior, el viaje más largo, más rico, más difícil, imprescindible y excitante; el menos caro, el menos decepcionante, el menos peligroso.
No sé cuánto sentido tenga que yo siga escribiendo mucho más sobre esto. El poema en sí es y da para pensar y pensarse; así que para que no me tilden con el peor de los tildes, lo dejo a él de protagonista.
“Como empezar a leer no hay apertura
Como tildar a alguien de soberbio no hay peor tilde
Como maestra la mejor es la lectura
Como condición la primera es ser humilde
Como empezar a escribir no hay aventura
Como abismarse al interior no hay mas abismo
Como escalera la mejor es la escritura…”
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“Como empezar a leer no hay apertura
Como tildar a alguien de soberbio no hay peor tilde
Como maestra la mejor es la lectura
Como condición la primera es ser humilde
Como empezar a escribir no hay aventura
Como abismarse al interior no hay mas abismo
Como escalera la mejor es la escritura…”
Lo leí por primera vez de un cartel en vía pública, el cual anunciaba uno de los próximos recitales de la banda. Me pareció maravilloso.
Sinceramente no soy muy versado en el resto de los poemas que dan letra a sus canciones, o en otras composiciones de su autoría. Leí unos cuantos, definitivamente no todos.
Seguramente algunos me gustarán más y otros no tanto, o me parecerán más “adecuados” o menos para los jóvenes que los escuchan, aunque eso no sea en realidad muy relevante; lo cierto es que estas líneas me parecieron de tanto valor como para incluirlas en alguna “cosa” que todos tengamos que leer, recitar, pensar o aunque más no sea repetir como loros –algún día nos escucharíamos recitar y nos sorprenderíamos–, preferentemente todas las mañanas.
Leer, como apertura y maestra; indudable. Una forma de dejar entrar a otros, de abrirse a terceros pensamientos y opiniones. Una maravillosa manera de aprender, de incorporar, de cultivarse para ser más; para, eventualmente, poder dar más y mejores frutos, para disfrutar y ser dignos de ser disfrutados.
Escribir, aventura y escalera; fascinante, maravilloso, excitante, exigente, una forma de dar, de devolver, de sembrar, de entregar y entregarse. Es sólo cuestión de animarse, tanto a una como a la otra; es sólo empezar, es al menos intentar.
Humildad como condición primera; por supuesto. Soberbia como peor tilde; ojalá se instalase esa idea. Abismarse al propio interior, el viaje más largo, más rico, más difícil, imprescindible y excitante; el menos caro, el menos decepcionante, el menos peligroso.
No sé cuánto sentido tenga que yo siga escribiendo mucho más sobre esto. El poema en sí es y da para pensar y pensarse; así que para que no me tilden con el peor de los tildes, lo dejo a él de protagonista.
“Como empezar a leer no hay apertura
Como tildar a alguien de soberbio no hay peor tilde
Como maestra la mejor es la lectura
Como condición la primera es ser humilde
Como empezar a escribir no hay aventura
Como abismarse al interior no hay mas abismo
Como escalera la mejor es la escritura…”
J. R. Lucks
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domingo, septiembre 19, 2010
Ya va a pasar
Hay un conjunto de refranes “esperanzadores” que por mucho tiempo me ha llamado la atención. Por ejemplo:
“Siempre que llovió paró”
¿Y qué pasa si mi casa se inundó, y perdí todo lo que tenía antes de que parase de llover? ¿O si mi campo se transformó en una laguna, y todo mi ganado se ahogó o mi cosecha se arruinó antes de que volviese a salir el sol?…
Por si con el ejemplo anterior no alcanza, que tal este otro proverbio que da hasta fechas “ciertas” de terminación de las calamidades:
“No hay mal que dure cien años”
¿Y si yo sólo vivo noventa y nueve años más?, ¿qué pasa entonces?, ¿qué hago?
¡Ja!, duro para empezar a pensar, ¿no? Pero es así. Es inevitablemente así. Estos refranes son para intentar consolarse, no para resolver. El asunto –en mi opinión– no es cuándo va a parar la “malaria”, sino qué hago con ella mientras la tengo encima. ¿Cómo me comporto?, ¿cómo la tomo?
En la misma línea de los anteriores –o tal vez a la inversa aunque sirve de todos modos a idéntico propósito–, qué tal este:
“Todo lo que sube, baja”
¿Cómo, sin perder la esperanza de que lo que subió ha de bajar, logra uno pasar el momento lo mejor posible? (sin connotaciones sexuales ya que sino sería exactamente al revés).
¿Qué se puede aprender en el medio de la inundación o del mal?, ¿hay algo para “aprovechar”, para “madurar”?...
Ya sé que no es fácil –¿debería tal vez usar la palabra posible en vez de fácil?–, pero al menos de esta manera se propone uno a sí mismo algo útil en qué pensar, mientras se espera que pasen los cien años o pare de llover.
Así es que: ¿qué hago con “esto”?, me resulta mejor pregunta que: ¿cuándo se terminará?
¿Para qué se puede “usar” lo que me está pasando?, ¿cómo se “aprovecha” esta dificultad para crecer, para ser mejor, más duro –o más blando–, más seguro de mí –o más abierto a las coyunturas, más flexible?
Yo pasé por alguna situaciones de este tipo durante mi vida, y sólo cuando me relajé, y me puse a pensar de esta forma, las cosas cambiaron o se “suavizaron” lo suficiente como para poder tolerarlas y así encontrarme con capacidades que no creía poseer, o posibilidades que nunca imaginé probables.
Ésta –como presuntamente todas las otras– es una de esas cuestiones en las que la experiencia ajena no le sirve a nadie, con lo cual no pretendo convencer al lector de que las cosas son así como digo. Pero: ¿por qué no darle una chance a esta idea?, ¿qué se podría perder, además de lo ya perdido o en proceso de?
La doctora Elisabeth Kübler Ross, psiquiatra suizo-estadounidense, una de las mayores expertas mundiales en la muerte –definitivamente una mala experiencia–, enunció hace ya varios años un ciclo de estados de ánimo por los que según ella se transita el camino hacia ese particular momento de la vida. Ella dice que los estadíos por los que se pasa son: negación (“¡esto no me puede estar pasando a mí!”), negociación (“bueno, ¡hago algo!, dejo de fumar, me cuido…”), ira (¡maldita sea!), depresión (no hace falta aclarar demasiado), y aceptación.
Más allá de si se aplica o no a la muerte –muy probablemente sí pero no puedo atestiguarlo porque aún no fallecí–, me parece bastante parecido a lo que nos sucede cuando nos enfrentamos a algo que consideramos negativo, a algo para lo cual los refranes nos prometen futuros mejores.
Podremos negarlo, tratar de negociarlo, enojarnos o deprimirnos, pero lo cierto es que la aceptación (cambio de actitud hacia el evento tratando de encontrar cómo sacar del mismo algo positivo, o al menos transitarlo en paz) es la única fase en la que, de existir alguna posibilidad, podríamos hallar la forma de crecer, de incorporar capacidades, de madurar, de aprender para que en el futuro las cosas sean mejores, etcétera.
Seguramente es demasiado pedir el actuar consistentemente de esta forma, lo que podría no serlo es al menos intentar pensar en el asunto; después de todo esta columna sólo intenta eso, dejar temas para pensar. Si ni siquiera eso se puede, pues bueno, nos quedan los refranes.
J. R. Lucks
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“Siempre que llovió paró”
¿Y qué pasa si mi casa se inundó, y perdí todo lo que tenía antes de que parase de llover? ¿O si mi campo se transformó en una laguna, y todo mi ganado se ahogó o mi cosecha se arruinó antes de que volviese a salir el sol?…
Por si con el ejemplo anterior no alcanza, que tal este otro proverbio que da hasta fechas “ciertas” de terminación de las calamidades:
“No hay mal que dure cien años”
¿Y si yo sólo vivo noventa y nueve años más?, ¿qué pasa entonces?, ¿qué hago?
¡Ja!, duro para empezar a pensar, ¿no? Pero es así. Es inevitablemente así. Estos refranes son para intentar consolarse, no para resolver. El asunto –en mi opinión– no es cuándo va a parar la “malaria”, sino qué hago con ella mientras la tengo encima. ¿Cómo me comporto?, ¿cómo la tomo?
En la misma línea de los anteriores –o tal vez a la inversa aunque sirve de todos modos a idéntico propósito–, qué tal este:
“Todo lo que sube, baja”
¿Cómo, sin perder la esperanza de que lo que subió ha de bajar, logra uno pasar el momento lo mejor posible? (sin connotaciones sexuales ya que sino sería exactamente al revés).
¿Qué se puede aprender en el medio de la inundación o del mal?, ¿hay algo para “aprovechar”, para “madurar”?...
Ya sé que no es fácil –¿debería tal vez usar la palabra posible en vez de fácil?–, pero al menos de esta manera se propone uno a sí mismo algo útil en qué pensar, mientras se espera que pasen los cien años o pare de llover.
Así es que: ¿qué hago con “esto”?, me resulta mejor pregunta que: ¿cuándo se terminará?
¿Para qué se puede “usar” lo que me está pasando?, ¿cómo se “aprovecha” esta dificultad para crecer, para ser mejor, más duro –o más blando–, más seguro de mí –o más abierto a las coyunturas, más flexible?
Yo pasé por alguna situaciones de este tipo durante mi vida, y sólo cuando me relajé, y me puse a pensar de esta forma, las cosas cambiaron o se “suavizaron” lo suficiente como para poder tolerarlas y así encontrarme con capacidades que no creía poseer, o posibilidades que nunca imaginé probables.
Ésta –como presuntamente todas las otras– es una de esas cuestiones en las que la experiencia ajena no le sirve a nadie, con lo cual no pretendo convencer al lector de que las cosas son así como digo. Pero: ¿por qué no darle una chance a esta idea?, ¿qué se podría perder, además de lo ya perdido o en proceso de?
La doctora Elisabeth Kübler Ross, psiquiatra suizo-estadounidense, una de las mayores expertas mundiales en la muerte –definitivamente una mala experiencia–, enunció hace ya varios años un ciclo de estados de ánimo por los que según ella se transita el camino hacia ese particular momento de la vida. Ella dice que los estadíos por los que se pasa son: negación (“¡esto no me puede estar pasando a mí!”), negociación (“bueno, ¡hago algo!, dejo de fumar, me cuido…”), ira (¡maldita sea!), depresión (no hace falta aclarar demasiado), y aceptación.
Más allá de si se aplica o no a la muerte –muy probablemente sí pero no puedo atestiguarlo porque aún no fallecí–, me parece bastante parecido a lo que nos sucede cuando nos enfrentamos a algo que consideramos negativo, a algo para lo cual los refranes nos prometen futuros mejores.
Podremos negarlo, tratar de negociarlo, enojarnos o deprimirnos, pero lo cierto es que la aceptación (cambio de actitud hacia el evento tratando de encontrar cómo sacar del mismo algo positivo, o al menos transitarlo en paz) es la única fase en la que, de existir alguna posibilidad, podríamos hallar la forma de crecer, de incorporar capacidades, de madurar, de aprender para que en el futuro las cosas sean mejores, etcétera.
Seguramente es demasiado pedir el actuar consistentemente de esta forma, lo que podría no serlo es al menos intentar pensar en el asunto; después de todo esta columna sólo intenta eso, dejar temas para pensar. Si ni siquiera eso se puede, pues bueno, nos quedan los refranes.
J. R. Lucks
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domingo, septiembre 12, 2010
Inocencia
Leyendo hace no mucho un libro de Anthony de Mello (sacerdote jesuita conocido por sus libros y conferencias sobre espiritualidad donde conjugaba las enseñanzas del budismo con otras de la doctrina judeo-cristiana), me encontré con este poema:
“¡Escucha! Oye el canto del pájaro,
el viento entre los árboles,
el estruendo del océano…;
mira un árbol, una hoja que cae o una flor.
como si fuera la primera vez.
Puede que, de pronto,
entres en contacto con la Realidad,
con ese paraíso del que
nos ha arrojado nuestro saber
por haber caído desde la infancia
…”.
Parece que, tanto sabemos, que creemos no tener nada más por aprender, por conocer. Tanto hemos visto, que damos por hecha la inexistencia de algo que pueda sorprendernos, maravillarnos… ¡Qué triste!, si esto realmente nos pasa.
El autor nos dice que nuestro saber nos ha arrojado del “paraíso”, y que fue porque caímos (supuestamente en el saber) desde la infancia.
Este saber pareciera, entonces, habernos hecho perder la inocencia de la niñez; ésa que hace ver todas las cosas con asombro, con un regocijo de primerizos que no tiene precio, que padres y abuelos disfrutan –y disfruto– casi sin entender, por el hecho de no haberlo experimentado en carne propia en largos años, probablemente demasiado largos.
Inocencia. Apenas pronuncié la palabra me di cuenta de que no sólo la usamos para describir ese estado de la niñez en el que “no saber” permite el asombro.
Uno de esos usos adicionales se vale el mismo significado, pero le da un tono peyorativo. Cuando por ejemplo nos referimos a alguien –adulto normalmente– diciendo: “…ese es un inocente, se cree todo”, estamos queriendo decir que es un sujeto pasible de abuso, que no está “avivado”, que es un tonto. Inclusive usamos la palabra para despreciar: “…a ese ni lo escuches, es un inocentón”, “…no ves la cara de inocente que tiene, lo que diga no vale la pena”.
Muchas palabras se usan así; representan por un lado algo bueno, pero también sirven para “insultar”. Me pregunto: ¿por qué algo bueno insulta?, ¿por qué se supone que sólo se puede ser inocente de niño; y si se lo es en la adultez se transforma uno en objeto de insulto o desprecio?, ¿es saber una obligación y perder por ende la inocencia una consecuencia inevitable?
Además la palabra se usa también –y en realidad mucho más frecuentemente– para nombrar al que no es culpable. O sea que –jugando con los significados– los niños no son culpables (¿de qué, de saber?), pero los adultos tenemos la “obligación” de serlo (ya que crecer y ser inocentón esta mal visto).
Inocente viene de nocivo. El i-nocente es pues el que no es nocivo, palabra que a su vez deriva de un término en latín que significa perjudicar. El inocente no perjudica. El que lo hace –el que sí perjudica a otro–, es culpable.
Está claro –para mí– que el saber en sí no tiene la culpa, sino el que para mal lo usa. Entonces: ¿por qué nos creemos que “inevitablemente” el que sabe abusará de ese saber? ¿Por qué Anthony de Mello nos tiene que pedir, casi como favor, el volver a la inocencia de la infancia?
Es que lamentablemente sí somos culpables. Lo somos de crearnos preconceptos, prejuicios. Lo somos de creer que por haber visto algo, o por haber creído entender alguna cosa, todo lo demás ha de ser igual. En eso, muchos, hemos perdido la inocencia y por lo tanto somos culpables, perjudiciales para otros pero particularmente para con nosotros mismos.
Saber es bueno, lo perjudicial y nocivo es no querer seguir aprendiendo; no permitirnos continuar mirando con asombro y con la curiosidad inocente de los niños, por el solo hecho de creer que con lo que sabemos ya no necesitamos saber más nada.
Que tal si intentamos recuperar la inocencia. La llave de la celda en la que nuestra culpabilidad nos encerró la tenemos nosotros, no hay otro carcelero que nuestra propia voluntad de volver a querer mirar las cosas como realmente son, nuevas; porque las que vimos ya pasaron, y el que las vió –nosotros en algún momento pasado– tampoco existe más. Somos nuevos a cada momento. El saber nos debe hacer nuevos pero no para cerrarnos, sino para volver a mirar –aún lo mismo– desde un peldaño más alto en la escalera del ser mejores.
Mirar las cosas nuevamente como si fuese la primera vez, un recurso que alguien me indicó una vez como requisito para ser poeta. ¿Cómo se hace si no para describir una rosa, o un amor, o lo que sea con la pasión de un poeta cuando compone, si lo descripto no es visto con el asombro de la inocencia?
Nosotros tenemos la llave de la celda en la que “penamos” por la culpabilidad de haber perdido la inocencia. No hay demasiado peligro en abrir esa celda –sólo el de que algún “culpable” nos tilde de inocentones–, y me parece que el potencial placer que nos puede brindar el recuperar la inocencia, bien vale la pena el riesgo.
J. R. Lucks
Referencias
(1) La oración de la rana. Anthony de Mello. Editorial Sal Térrea, 1988.
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“¡Escucha! Oye el canto del pájaro,
el viento entre los árboles,
el estruendo del océano…;
mira un árbol, una hoja que cae o una flor.
como si fuera la primera vez.
Puede que, de pronto,
entres en contacto con la Realidad,
con ese paraíso del que
nos ha arrojado nuestro saber
por haber caído desde la infancia
…”.
Parece que, tanto sabemos, que creemos no tener nada más por aprender, por conocer. Tanto hemos visto, que damos por hecha la inexistencia de algo que pueda sorprendernos, maravillarnos… ¡Qué triste!, si esto realmente nos pasa.
El autor nos dice que nuestro saber nos ha arrojado del “paraíso”, y que fue porque caímos (supuestamente en el saber) desde la infancia.
Este saber pareciera, entonces, habernos hecho perder la inocencia de la niñez; ésa que hace ver todas las cosas con asombro, con un regocijo de primerizos que no tiene precio, que padres y abuelos disfrutan –y disfruto– casi sin entender, por el hecho de no haberlo experimentado en carne propia en largos años, probablemente demasiado largos.
Inocencia. Apenas pronuncié la palabra me di cuenta de que no sólo la usamos para describir ese estado de la niñez en el que “no saber” permite el asombro.
Uno de esos usos adicionales se vale el mismo significado, pero le da un tono peyorativo. Cuando por ejemplo nos referimos a alguien –adulto normalmente– diciendo: “…ese es un inocente, se cree todo”, estamos queriendo decir que es un sujeto pasible de abuso, que no está “avivado”, que es un tonto. Inclusive usamos la palabra para despreciar: “…a ese ni lo escuches, es un inocentón”, “…no ves la cara de inocente que tiene, lo que diga no vale la pena”.
Muchas palabras se usan así; representan por un lado algo bueno, pero también sirven para “insultar”. Me pregunto: ¿por qué algo bueno insulta?, ¿por qué se supone que sólo se puede ser inocente de niño; y si se lo es en la adultez se transforma uno en objeto de insulto o desprecio?, ¿es saber una obligación y perder por ende la inocencia una consecuencia inevitable?
Además la palabra se usa también –y en realidad mucho más frecuentemente– para nombrar al que no es culpable. O sea que –jugando con los significados– los niños no son culpables (¿de qué, de saber?), pero los adultos tenemos la “obligación” de serlo (ya que crecer y ser inocentón esta mal visto).
Inocente viene de nocivo. El i-nocente es pues el que no es nocivo, palabra que a su vez deriva de un término en latín que significa perjudicar. El inocente no perjudica. El que lo hace –el que sí perjudica a otro–, es culpable.
Está claro –para mí– que el saber en sí no tiene la culpa, sino el que para mal lo usa. Entonces: ¿por qué nos creemos que “inevitablemente” el que sabe abusará de ese saber? ¿Por qué Anthony de Mello nos tiene que pedir, casi como favor, el volver a la inocencia de la infancia?
Es que lamentablemente sí somos culpables. Lo somos de crearnos preconceptos, prejuicios. Lo somos de creer que por haber visto algo, o por haber creído entender alguna cosa, todo lo demás ha de ser igual. En eso, muchos, hemos perdido la inocencia y por lo tanto somos culpables, perjudiciales para otros pero particularmente para con nosotros mismos.
Saber es bueno, lo perjudicial y nocivo es no querer seguir aprendiendo; no permitirnos continuar mirando con asombro y con la curiosidad inocente de los niños, por el solo hecho de creer que con lo que sabemos ya no necesitamos saber más nada.
Que tal si intentamos recuperar la inocencia. La llave de la celda en la que nuestra culpabilidad nos encerró la tenemos nosotros, no hay otro carcelero que nuestra propia voluntad de volver a querer mirar las cosas como realmente son, nuevas; porque las que vimos ya pasaron, y el que las vió –nosotros en algún momento pasado– tampoco existe más. Somos nuevos a cada momento. El saber nos debe hacer nuevos pero no para cerrarnos, sino para volver a mirar –aún lo mismo– desde un peldaño más alto en la escalera del ser mejores.
Mirar las cosas nuevamente como si fuese la primera vez, un recurso que alguien me indicó una vez como requisito para ser poeta. ¿Cómo se hace si no para describir una rosa, o un amor, o lo que sea con la pasión de un poeta cuando compone, si lo descripto no es visto con el asombro de la inocencia?
Nosotros tenemos la llave de la celda en la que “penamos” por la culpabilidad de haber perdido la inocencia. No hay demasiado peligro en abrir esa celda –sólo el de que algún “culpable” nos tilde de inocentones–, y me parece que el potencial placer que nos puede brindar el recuperar la inocencia, bien vale la pena el riesgo.
J. R. Lucks
Referencias
(1) La oración de la rana. Anthony de Mello. Editorial Sal Térrea, 1988.
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domingo, septiembre 05, 2010
Aprender a apreciar
Me puse a pensar hace unos días cómo es que aprendemos a apreciar las cosas. ¿Cómo es que sabemos que algo es bueno?, ¿cómo llegamos a la conclusión de que alguna cosa es deseable, que vale la pena el esfuerzo de obtenerla o conseguirla?
Lo primero que vino a mi mente es que con sólo prender la televisión, la radio o la computadora, se pueden encontrar cientos de miles (¿estaré exagerando?) de empresas, personas y personajes públicos, dibujos animados y hasta animales que hablan (literalmente, no vaya a pensar que me refiero a seres humanos a los que se pudiese considerarse animales), que nos lo dicen.
“Compre esto y solucionará todos sus problemas”. “Método maravilloso para…”. “Sea feliz, utilice nuestro producto ocho veces por día y siéntase una estrella”, etcétera.
En una conferencia escuché, hace poco, que recibimos algo así como entre tres y cuatro avisos por minuto; lo que da la impactante cifra de dos millones al año (y eso que dormimos cerca de un tercio del día). Conclusión del disertante: “Esto es demasiado”.
Es probable que sea una exageración. La verdad es que estuve más de media hora escribiendo esto y en ese tiempo no recibí ningún aviso… ¿será porque estuve haciéndolo en vez de mirar la televisión, escuchar la radio o navegar por Internet con mi computadora?
El punto es que la credibilidad de los anuncios ha bajado: sea porque no siempre son sinceros, o porque como son tantos y nos insisten tanto, terminamos desconfiando.
De cualquier forma me fui a esas pequeñas piezas de literatura que para mí representan los refranes, a ver si encontraba algo que –sin querer venderme nada– me diera una pista. Así fue que me topé con este:
“No se sabe lo que es descanso, si no se conoce el trabajo”.
Claro, enseguida vino a mi mente esta forma de aprender a apreciar algo bueno: privarse de ello por un tiempo.
El que siempre descansa se cansa de no hacer nada, ¿no? Sólo el que trabaja, y se cansa, conoce el placer que significa quedarse un rato sólo mirando el horizonte (y no la televisión, porque en ese ínterin le van a vender algo para lo cual no tiene dinero, pero como se lo hacen desear tiene que volver a trabajar para comprarlo).
Muchos dirán que no suena a buen método –sobre todo en la actualidad, en la que “privarse de algo” está entre la lista de pecados mortales contra la teología del consumo total y constante. Pero que sirve, sirve.
En la misma línea de pensamiento, escarbando entre mi colección de refranes, dichos y proverbios, encontré este otro que también asegura:
“No hay mejor condimento que un poco de hambre”.
Versión digamos que “gourmet” del probablemente mucho más conocido y repetido:
“Para el hambre no hay pan duro”.
Hambre, para apreciar el sabor sencillo pero increíble de un buen plato de comida. Trabajo, para poder disfrutar en serio de un rato de descanso. ¿Demasiado descabellado?
Hace mucho, alguien que es tan parte de mi vida que sin ella respirar sería una tortura, me enseñó a tomar café sin azúcar para poder apreciar en serio el sabor del mismo. Claro que la primera taza fue un problema; pero la segunda menos, y la tercera pasó sin tanto drama hasta llegar el punto en el que para apreciar un café bien hecho, la falta de azúcar se transformó en un requisito.
No sé si “la falta de” sea algo del todo recomendable para aprender a realmente apreciar, al menos en la mayoría de las situaciones; de lo que sí estoy seguro es de que el extrañar, el añorar, el desear equilibradamente, son buenos antecedentes para un reconfortante disfrute.
Se dice que el ignorante es feliz (aplicado en el sentido de que si no sé de chocolate, y no sé lo rico que es, no sufro por no tenerlo). ¿Será que para poder disfrutar de las cosas habrá que no sólo no ser ignorante (y feliz por defecto) sino que además habrá que no excedernos en su consumo? ¿Será que tener tanto de todo hace que lo que tengamos no nos satisfaga, que no lo apreciemos, porque dejamos de saber lo que era no tenerlo?
¿Cómo se le enseña a un niño a disfrutar algo de esta forma sin ser cruel? ¿Cómo nos insertamos en un mundo de insatisfacción casi constante por tener demasiado, “predicando” que la falta eventual de algo es lo que realmente produce la posibilidad de disfrutar el tenerlo?
Preguntas para reflexionar. Cosas para pensar y masticar mientras no me tomo un mal café al paso, esperando que al llegar adonde voy alguien me tenga uno sin azúcar, que, después de no demasiado esfuerzo, logré realmente apreciar.
J. R. Lucks
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Lo primero que vino a mi mente es que con sólo prender la televisión, la radio o la computadora, se pueden encontrar cientos de miles (¿estaré exagerando?) de empresas, personas y personajes públicos, dibujos animados y hasta animales que hablan (literalmente, no vaya a pensar que me refiero a seres humanos a los que se pudiese considerarse animales), que nos lo dicen.
“Compre esto y solucionará todos sus problemas”. “Método maravilloso para…”. “Sea feliz, utilice nuestro producto ocho veces por día y siéntase una estrella”, etcétera.
En una conferencia escuché, hace poco, que recibimos algo así como entre tres y cuatro avisos por minuto; lo que da la impactante cifra de dos millones al año (y eso que dormimos cerca de un tercio del día). Conclusión del disertante: “Esto es demasiado”.
Es probable que sea una exageración. La verdad es que estuve más de media hora escribiendo esto y en ese tiempo no recibí ningún aviso… ¿será porque estuve haciéndolo en vez de mirar la televisión, escuchar la radio o navegar por Internet con mi computadora?
El punto es que la credibilidad de los anuncios ha bajado: sea porque no siempre son sinceros, o porque como son tantos y nos insisten tanto, terminamos desconfiando.
De cualquier forma me fui a esas pequeñas piezas de literatura que para mí representan los refranes, a ver si encontraba algo que –sin querer venderme nada– me diera una pista. Así fue que me topé con este:
“No se sabe lo que es descanso, si no se conoce el trabajo”.
Claro, enseguida vino a mi mente esta forma de aprender a apreciar algo bueno: privarse de ello por un tiempo.
El que siempre descansa se cansa de no hacer nada, ¿no? Sólo el que trabaja, y se cansa, conoce el placer que significa quedarse un rato sólo mirando el horizonte (y no la televisión, porque en ese ínterin le van a vender algo para lo cual no tiene dinero, pero como se lo hacen desear tiene que volver a trabajar para comprarlo).
Muchos dirán que no suena a buen método –sobre todo en la actualidad, en la que “privarse de algo” está entre la lista de pecados mortales contra la teología del consumo total y constante. Pero que sirve, sirve.
En la misma línea de pensamiento, escarbando entre mi colección de refranes, dichos y proverbios, encontré este otro que también asegura:
“No hay mejor condimento que un poco de hambre”.
Versión digamos que “gourmet” del probablemente mucho más conocido y repetido:
“Para el hambre no hay pan duro”.
Hambre, para apreciar el sabor sencillo pero increíble de un buen plato de comida. Trabajo, para poder disfrutar en serio de un rato de descanso. ¿Demasiado descabellado?
Hace mucho, alguien que es tan parte de mi vida que sin ella respirar sería una tortura, me enseñó a tomar café sin azúcar para poder apreciar en serio el sabor del mismo. Claro que la primera taza fue un problema; pero la segunda menos, y la tercera pasó sin tanto drama hasta llegar el punto en el que para apreciar un café bien hecho, la falta de azúcar se transformó en un requisito.
No sé si “la falta de” sea algo del todo recomendable para aprender a realmente apreciar, al menos en la mayoría de las situaciones; de lo que sí estoy seguro es de que el extrañar, el añorar, el desear equilibradamente, son buenos antecedentes para un reconfortante disfrute.
Se dice que el ignorante es feliz (aplicado en el sentido de que si no sé de chocolate, y no sé lo rico que es, no sufro por no tenerlo). ¿Será que para poder disfrutar de las cosas habrá que no sólo no ser ignorante (y feliz por defecto) sino que además habrá que no excedernos en su consumo? ¿Será que tener tanto de todo hace que lo que tengamos no nos satisfaga, que no lo apreciemos, porque dejamos de saber lo que era no tenerlo?
¿Cómo se le enseña a un niño a disfrutar algo de esta forma sin ser cruel? ¿Cómo nos insertamos en un mundo de insatisfacción casi constante por tener demasiado, “predicando” que la falta eventual de algo es lo que realmente produce la posibilidad de disfrutar el tenerlo?
Preguntas para reflexionar. Cosas para pensar y masticar mientras no me tomo un mal café al paso, esperando que al llegar adonde voy alguien me tenga uno sin azúcar, que, después de no demasiado esfuerzo, logré realmente apreciar.
J. R. Lucks
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domingo, agosto 29, 2010
Secretos por olvidados
Jorge Luis Borges, escritor y poeta argentino, le escribió a un barrio –Barrio Norte– un poema que comienza de esta manera:
“Esta declaración es la de un secreto
que está vedado por la inutilidad y el descuido,
secreto sin misterio ni juramento
que sólo por la indiferencia lo es:
hábitos de hombres y de anocheceres lo tienen,
lo preserva el olvido, que es el modo más pobre de misterio”.
Triste, sin duda. Un secreto que se torna en tal por el descuido. Un secreto por el que no velan ni el misterio –fabricado para asustar– ni un juramento –propuesto y aceptado para hacer valer el honor. Un secreto que toma su fuerza, desgraciadamente, sólo de la indiferencia.
Esta estrofa, sobre todo sus últimas palabras: “el olvido, que es el modo más pobre de misterio”, me hicieron acordar de una frase que me “golpeó” cuando la leí en Las Crónicas del Angel Gris (1), del para mí majestuoso filósofo Alejandro Dolina. Él, también refiriéndose a un olvidado, se lamenta:
“Su nombre se ha perdido, y ya quedamos pocos, muy pocos que recordamos su olvido”.
Siempre me gustaron las palabras, y los juegos de palabras me gustan más. Recordar, al menos el olvido. Tener clara nuestra ingratitud para con algo o alguien que sólo por haber sido –aun en sus errores– debería ser recordado.
Pero es que hoy no hay tiempo para recordar a los demás. Estamos demasiado ocupados en que nos recuerden a nosotros, en mostrarnos, en exponernos, en publicarnos, en expresarnos. Todos contra todos, y me incluyo (aunque algo trate yo de evocar a terceros, desempolvando sus escritos con los cuales desolvidar y pensar).
Ahora me planteo, si seguimos así: ¿quién ha de ser el que escuche para recordar? ¿Seguirá habiendo en el futuro historiadores que se dediquen a contar epopeyas ajenas?, o sólo habrá “productores” de historia que nadie toma muy en serio.
Hemos cambiado en este mundo moderno trayectoria por fama. Solidez y coherencia, por escándalo y notoriedad. Consumimos tanto que lo hacemos también con personas y lugares; desechando recuerdos para tener capacidad de volver a consumir las versiones actualizadas, de los eventos impactantes que se renuevan cada día.
El mundo moderno es así, pasajero, descartable, olvidadizo; poco misterioso porque todo está a la vista, expuesto. Los chicos crecen rápido y ya no se sostienen aquellos secretos de cigüeñas, navidades, cucos u otros por el estilo –los cuales no sólo no se escondían sino que, por el contrario, se exaltaban para fascinar– con los que antes jugaban padres, hijos, abuelos, tíos y vecinos. ¿Será mejor de esta manera?...
El maestro Dolina, con su sabiduría secretística, nos da una pista más que, aunque no hayamos podido experimentar en carne propia, seguramente comprenderemos:
“La revelación de todo secreto es un desengaño. El jeroglífico virgen lo contiene todo en su potencialidad. En sus trazos puede estar la clave de la vida y del amor. Podemos soñar cualquier significado, el que más nos convenga, el más hermoso, el más terrible, el más grande. Pero después aparecen las Rosetas y los Champolliones y aquel símbolo, ya usurpado, se empequeñece y apenas indica el nombre de un rey, la gloria de un imperio, la acuñación de una injusticia”.
No sé que tanto guardar secretos por sólo guardarlos sea bueno, pero seguro que puede ser divertido. De lo que sí estoy seguro es de que hay cosas que sí vale la pena recordar, y transformarlas en secreto por indiferencia, descuido u olvido, es claramente una afrenta.
¡Tanto queremos “quedarnos” en los demás!, ¡tanto pretendemos perpetuarnos en fotos, en videos, en comentarios!… probablemente no más que para pronto caer en un misterio solamente preservado por el olvido y la indiferencia.
Tal vez valga la pena pensar en qué es lo que tiene sentido no olvidar, de los demás y de nosotros mismos –particularmente de nosotros, para no perder la oportunidad de hacer algo realmente digno de ser hecho y recordado. Tal vez valga la pena preguntarnos de vez en cuando: ¿qué hacemos para no caer “justificadamente” en el olvido?, o al menos para retardarlo lo más posible.
Preguntas sobre misterios, indiferencias, descuidos, olvidos… respuestas para hacer la diferencia, para dejar marca, para aprender y enseñar. No pretendo hacerlos llegar a ninguna conclusión preconcebida, ni imponer conjeturas para recordar; sólo compartir ideas para pensar, y sobretodo para pensarse.
J. R. Lucks
Referencias:
(1) Las Crónicas del Angel Gris. Alejandro Dolina. Ediciones de la Urraca, 1988.
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“Esta declaración es la de un secreto
que está vedado por la inutilidad y el descuido,
secreto sin misterio ni juramento
que sólo por la indiferencia lo es:
hábitos de hombres y de anocheceres lo tienen,
lo preserva el olvido, que es el modo más pobre de misterio”.
Triste, sin duda. Un secreto que se torna en tal por el descuido. Un secreto por el que no velan ni el misterio –fabricado para asustar– ni un juramento –propuesto y aceptado para hacer valer el honor. Un secreto que toma su fuerza, desgraciadamente, sólo de la indiferencia.
Esta estrofa, sobre todo sus últimas palabras: “el olvido, que es el modo más pobre de misterio”, me hicieron acordar de una frase que me “golpeó” cuando la leí en Las Crónicas del Angel Gris (1), del para mí majestuoso filósofo Alejandro Dolina. Él, también refiriéndose a un olvidado, se lamenta:
“Su nombre se ha perdido, y ya quedamos pocos, muy pocos que recordamos su olvido”.
Siempre me gustaron las palabras, y los juegos de palabras me gustan más. Recordar, al menos el olvido. Tener clara nuestra ingratitud para con algo o alguien que sólo por haber sido –aun en sus errores– debería ser recordado.
Pero es que hoy no hay tiempo para recordar a los demás. Estamos demasiado ocupados en que nos recuerden a nosotros, en mostrarnos, en exponernos, en publicarnos, en expresarnos. Todos contra todos, y me incluyo (aunque algo trate yo de evocar a terceros, desempolvando sus escritos con los cuales desolvidar y pensar).
Ahora me planteo, si seguimos así: ¿quién ha de ser el que escuche para recordar? ¿Seguirá habiendo en el futuro historiadores que se dediquen a contar epopeyas ajenas?, o sólo habrá “productores” de historia que nadie toma muy en serio.
Hemos cambiado en este mundo moderno trayectoria por fama. Solidez y coherencia, por escándalo y notoriedad. Consumimos tanto que lo hacemos también con personas y lugares; desechando recuerdos para tener capacidad de volver a consumir las versiones actualizadas, de los eventos impactantes que se renuevan cada día.
El mundo moderno es así, pasajero, descartable, olvidadizo; poco misterioso porque todo está a la vista, expuesto. Los chicos crecen rápido y ya no se sostienen aquellos secretos de cigüeñas, navidades, cucos u otros por el estilo –los cuales no sólo no se escondían sino que, por el contrario, se exaltaban para fascinar– con los que antes jugaban padres, hijos, abuelos, tíos y vecinos. ¿Será mejor de esta manera?...
El maestro Dolina, con su sabiduría secretística, nos da una pista más que, aunque no hayamos podido experimentar en carne propia, seguramente comprenderemos:
“La revelación de todo secreto es un desengaño. El jeroglífico virgen lo contiene todo en su potencialidad. En sus trazos puede estar la clave de la vida y del amor. Podemos soñar cualquier significado, el que más nos convenga, el más hermoso, el más terrible, el más grande. Pero después aparecen las Rosetas y los Champolliones y aquel símbolo, ya usurpado, se empequeñece y apenas indica el nombre de un rey, la gloria de un imperio, la acuñación de una injusticia”.
No sé que tanto guardar secretos por sólo guardarlos sea bueno, pero seguro que puede ser divertido. De lo que sí estoy seguro es de que hay cosas que sí vale la pena recordar, y transformarlas en secreto por indiferencia, descuido u olvido, es claramente una afrenta.
¡Tanto queremos “quedarnos” en los demás!, ¡tanto pretendemos perpetuarnos en fotos, en videos, en comentarios!… probablemente no más que para pronto caer en un misterio solamente preservado por el olvido y la indiferencia.
Tal vez valga la pena pensar en qué es lo que tiene sentido no olvidar, de los demás y de nosotros mismos –particularmente de nosotros, para no perder la oportunidad de hacer algo realmente digno de ser hecho y recordado. Tal vez valga la pena preguntarnos de vez en cuando: ¿qué hacemos para no caer “justificadamente” en el olvido?, o al menos para retardarlo lo más posible.
Preguntas sobre misterios, indiferencias, descuidos, olvidos… respuestas para hacer la diferencia, para dejar marca, para aprender y enseñar. No pretendo hacerlos llegar a ninguna conclusión preconcebida, ni imponer conjeturas para recordar; sólo compartir ideas para pensar, y sobretodo para pensarse.
J. R. Lucks
Referencias:
(1) Las Crónicas del Angel Gris. Alejandro Dolina. Ediciones de la Urraca, 1988.
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domingo, agosto 22, 2010
Errar y ¿aprender?
Un refrán que siento he vivido casi cada día de mi vida, al menos la primera parte del mismo, asegura:
“Errar es humano…”
Pues créanme, si errar es humano yo debo ser uno de los especimenes más humanos que habitan este planeta. Tanto he errado –y no caballos–, que de existir una universidad del error deberían haberme otorgado hace tiempo el doctorado honoris causa.
Soy especialista en errores. Por cada cosa que hago, eventualmente bien, siempre me equivoco, antes, varias veces.
Debe ser que me impresionó mucho esta frase que se le asigna a Johann Wolfgang Goethe –aunque con diversas formas también a otros, así que es casi un refrán:
“El único hombre que no se equivoca es el que nunca hace nada”.
Me he preguntado en muchas ocasiones porqué nos equivocamos tanto –bueno yo me equivoco tanto, tal vez usted no–, y debe tener que ver, efectivamente, con ser humanos; porque los animales no se equivocan con la misma frecuencia. Yo nunca ví a un perro meter dos veces el hocico en un lugar de donde va a salir lastimado (el mismo lugar), o a un gato acercarse a una persona (la misma persona) que no lo quiere y por lo tanto lo va a echar amenazándolo. Lo sorprendente es que cuando cometemos un gran error, muchos nos tildan –creo después de lo dicho que impropiamente– de animales.
Los animales se equivocan, pero menos. Por relaciones personales con veterinarios –de esos denominados patólogos que analizan de qué se murieron los que lo hicieron– sé que muchas vacas, caballos, patos y bestias por estilo, a veces se equivocan y comen cosas envenenadas, con hongos malignos, o con tóxicos que los traen –a los animales– en pequeños trozos al microscopio de mi veterinaria de cabecera; pero se podría decir que es porque no saben lo que están haciendo. Y claro, para llamar a un error de tal forma y con propiedad, hay que haber sabido que lo hecho está mal, o que iría a llevar por mal camino.
Sin conciencia del acto, no hay error. La primera vez que un niño se corta con un cuchillo, o se quema con fuego, más allá de poder calificarlo seguramente de desobediente, habrá sido porque no sabía –o no entendía acabadamente– que esa cosa tan llamativa lo iría a lastimar. Para equivocarse hay que saber que lo que se está haciendo está mal.
Aún así, después del primer encuentro con cada “clase” de dolor, muchas de las veces en vez de evitar dichas conductas riesgosas pareciera que salimos a buscar revancha; como si pretendiésemos “ganarle” al filo del cuchillo o a la temperatura de la llama; y allí, sin duda, erramos.
Da la sensación de que humanizarnos, en comparación a cuando éramos sólo animales, nos hace equivocarnos más veces con lo mismo. Paradójico ¿no? Adquirimos capacidades de razonamiento, y perdemos instinto de supervivencia. Nos emborrachamos y manejamos, comemos cosas que nos agradan pero que nos hacen mal, fumamos suicidándonos de a poco –después de todo quién está apurado–, nos excedemos con substancias o personas teniendo claro que nos estamos poniendo en peligro.
Erramos; justamente por ser humanos y por no estar condicionados a cuidarnos. Cuando nos dejan “decidir” sobre nuestra propia preservación, muchas veces, decidimos no hacerlo. Erramos.
Allí, en la repetición de la conducta errada, es donde aparecen las frases excusatorias, justificatorias, auto indulgentes: “no me di cuenta…”, “me dejé llevar por el momento…”, fue un impulso incontrolable…”, “es que me convencieron de que en realidad no era tan malo…”,…
Pero si el error es –casi pareciera– condición de lo humano, lo importante será entonces aprender de los errores; cosa de, sin estar condicionados como nuestros primos los monos, la próxima vez (luego de finalmente convencernos que el filo corta y la llama quema más allá de nuestra testarudez) elegir mejor. O sea, para terminar corriendo el mismo riesgo que los animales –seres no libres sino atados a sus instintos–, tenemos que pasar por problemas muchas veces muy serios causados por nuestros errores, para –si tenemos la suerte y la voluntad de aprender– no volver a correr esos peligros cayendo en los mismos pozos. Aún así, es definitivamente mejor ser libre que condicionado. Paradójico ¿no?
Errar es humano, así que a equivocarse para no ser tildado –con propiedad– de animal, o no caer en la inacción de la que nos previene Goethe. En lo único que no habría que hacerlo, es en el hecho de perder la oportunidad de aprender. Ese error en particular, es el más grave de todos. No aprovechar una oportunidad de aprender, es como ganar la lotería y no ir a buscar el premio, lo cual, sin duda, sería un grandísimo error.
J. R. Lucks
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“Errar es humano…”
Pues créanme, si errar es humano yo debo ser uno de los especimenes más humanos que habitan este planeta. Tanto he errado –y no caballos–, que de existir una universidad del error deberían haberme otorgado hace tiempo el doctorado honoris causa.
Soy especialista en errores. Por cada cosa que hago, eventualmente bien, siempre me equivoco, antes, varias veces.
Debe ser que me impresionó mucho esta frase que se le asigna a Johann Wolfgang Goethe –aunque con diversas formas también a otros, así que es casi un refrán:
“El único hombre que no se equivoca es el que nunca hace nada”.
Me he preguntado en muchas ocasiones porqué nos equivocamos tanto –bueno yo me equivoco tanto, tal vez usted no–, y debe tener que ver, efectivamente, con ser humanos; porque los animales no se equivocan con la misma frecuencia. Yo nunca ví a un perro meter dos veces el hocico en un lugar de donde va a salir lastimado (el mismo lugar), o a un gato acercarse a una persona (la misma persona) que no lo quiere y por lo tanto lo va a echar amenazándolo. Lo sorprendente es que cuando cometemos un gran error, muchos nos tildan –creo después de lo dicho que impropiamente– de animales.
Los animales se equivocan, pero menos. Por relaciones personales con veterinarios –de esos denominados patólogos que analizan de qué se murieron los que lo hicieron– sé que muchas vacas, caballos, patos y bestias por estilo, a veces se equivocan y comen cosas envenenadas, con hongos malignos, o con tóxicos que los traen –a los animales– en pequeños trozos al microscopio de mi veterinaria de cabecera; pero se podría decir que es porque no saben lo que están haciendo. Y claro, para llamar a un error de tal forma y con propiedad, hay que haber sabido que lo hecho está mal, o que iría a llevar por mal camino.
Sin conciencia del acto, no hay error. La primera vez que un niño se corta con un cuchillo, o se quema con fuego, más allá de poder calificarlo seguramente de desobediente, habrá sido porque no sabía –o no entendía acabadamente– que esa cosa tan llamativa lo iría a lastimar. Para equivocarse hay que saber que lo que se está haciendo está mal.
Aún así, después del primer encuentro con cada “clase” de dolor, muchas de las veces en vez de evitar dichas conductas riesgosas pareciera que salimos a buscar revancha; como si pretendiésemos “ganarle” al filo del cuchillo o a la temperatura de la llama; y allí, sin duda, erramos.
Da la sensación de que humanizarnos, en comparación a cuando éramos sólo animales, nos hace equivocarnos más veces con lo mismo. Paradójico ¿no? Adquirimos capacidades de razonamiento, y perdemos instinto de supervivencia. Nos emborrachamos y manejamos, comemos cosas que nos agradan pero que nos hacen mal, fumamos suicidándonos de a poco –después de todo quién está apurado–, nos excedemos con substancias o personas teniendo claro que nos estamos poniendo en peligro.
Erramos; justamente por ser humanos y por no estar condicionados a cuidarnos. Cuando nos dejan “decidir” sobre nuestra propia preservación, muchas veces, decidimos no hacerlo. Erramos.
Allí, en la repetición de la conducta errada, es donde aparecen las frases excusatorias, justificatorias, auto indulgentes: “no me di cuenta…”, “me dejé llevar por el momento…”, fue un impulso incontrolable…”, “es que me convencieron de que en realidad no era tan malo…”,…
Pero si el error es –casi pareciera– condición de lo humano, lo importante será entonces aprender de los errores; cosa de, sin estar condicionados como nuestros primos los monos, la próxima vez (luego de finalmente convencernos que el filo corta y la llama quema más allá de nuestra testarudez) elegir mejor. O sea, para terminar corriendo el mismo riesgo que los animales –seres no libres sino atados a sus instintos–, tenemos que pasar por problemas muchas veces muy serios causados por nuestros errores, para –si tenemos la suerte y la voluntad de aprender– no volver a correr esos peligros cayendo en los mismos pozos. Aún así, es definitivamente mejor ser libre que condicionado. Paradójico ¿no?
Errar es humano, así que a equivocarse para no ser tildado –con propiedad– de animal, o no caer en la inacción de la que nos previene Goethe. En lo único que no habría que hacerlo, es en el hecho de perder la oportunidad de aprender. Ese error en particular, es el más grave de todos. No aprovechar una oportunidad de aprender, es como ganar la lotería y no ir a buscar el premio, lo cual, sin duda, sería un grandísimo error.
J. R. Lucks
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domingo, agosto 15, 2010
Quedarse dolerá, pero marcharse mata
María Elena Walsh nos escribió, a todos, un maravilloso poema que se llama: “Serenata para la tierra de uno”. En él la autora le canta a su tierra, y la primera estrofa dice:
“Porque me duele si me quedo
pero me muero si me voy,
por todo y a pesar de todo, mi amor,
yo quiero vivir en vos”.
Siempre me pareció fascinante este verso que creo retrata muy gráficamente a muchos amores maduros; aquellos que, manteniendo aún o no ese maravilloso estado de “embobamiento” inicial de la relación, resultan tan pero tan sólidos que “por todo” pueden quedarse, “a pesar de todo”.
Sin ninguna intención de hacer apología de los masoquismos, en donde el dolor por el dolor mismo parece adquirir “sentido”, muchos de los que hemos pasado largo tiempo con la misma persona como pareja, sabemos que el “por todo” y el a “pesar de todo”, conviven.
En este mundo tan pero tan moderno en que la gratificación instantánea parece ser lo más buscado –como en otras épocas lo fueron el Santo Grial o La Piedra Filosofal–, la palabra compromiso suena demodé. Es cierto que en esos tiempos pasados muchas parejas, muchas uniones, se mantenían así –unidas– más por com-promiso (lo que se habían prometido en conjunto) que por amor. Ese compromiso, en casos inhibidor de tener que hacer el esfuerzo de poder amar, tampoco me parece bueno.
Lo cierto es que hoy, donde más que tiempo del compromiso (prometerse con otro) pareciera ser el del ego-promiso (prometerse a uno mismo pasarla bien cueste lo que cueste), el “a pesar de…” se torna demasiado rápido en causal de cambio.
Es muy bueno poder decir lo que canta María Elena. Ella se lo canta a un suelo, pero se le puede cantar a lo que sea. Yo –mucho más joven– en algún momento de un tiempo hace mucho pasado, le cambié algunas palabras para cantársela a mi pareja. Me parecía no poder encontrar mejores sonidos para decir lo que sentía.
Estas otras dos estrofas, creo, son también maravillosas, y así como están pueden ser aplicadas a un amor humano.
“Porque el idioma de infancia
es un secreto entre los dos,
porque le diste reparo
al desarraigo de mi corazón.
Por tus antiguas rebeldías
y por la edad de tu dolor,
por tu esperanza interminable, mi amor,
yo quiero vivir en vos”.
Por el idioma de infancia, ese que fuimos construyendo juntos desde que nos conocemos. Por esos secretos que nadie más puede compartir porque el tiempo vivido los asegura con un manto de irrepetibilidad. Por los reparos que nos hemos dado a los desarraigos, esos que nos han ido, indefectiblemente, desgarrando.
Por las antiguas rebeldías mutuas, que se han ido puliendo entre sí hasta que nuestras superficies, ya lisas, pudieron reflejarnos al uno en el otro. Por la edad de nuestros dolores conjuntos, la misma edad de nuestras alegrías compartidas.
Por tu esperanza y mi esperanza que atamos alguna vez a una estrella imaginaria en un futuro desconocido; para que nos diera camino que recorrer, para encontrar supuestos tiempos mejores que representaran horizonte, que nos dieran respiro de los presentes agobiantes que algunas veces tuvimos que pasar.
Por todo eso, y a pesar de todo eso, a un amor se le puede llamar así, mi amor, sin vergüenza ni temor a equivocarse.
Ojalá los nuevos jóvenes puedan permitirse el derecho de vivir lo que Maria Elena describe, con algo o con alguien. Mucho antes de ellos tal vez ese derecho le era negado a aquellos jóvenes, porque la obligatoriedad del compromiso hacía que no valiese la pena pensar en todo esto. Los que tuvimos la suerte de no estar obligados, ni tampoco tan desesperados por disfrutar antes de sembrar, sabemos que lo que escribe la autora es una sensación en realidad única y muy agradable.
Con el perdón de Maria Elena Walsh, dueña absoluta de las palabras que voy a re-frasear, aquí va la versión para mi amor:
Porque me duele si me quedo
pero me muero si me voy,
por todo y a pesar de todo, mi amor,
yo quiero vivir con vos”.
“Porque el idioma de infancia
es un secreto entre los dos,
porque le diste reparo
al desarraigo de mi corazón.
Por tus antiguas rebeldías
y por la edad de tu dolor,
por tu esperanza interminable, mi amor,
no puedo vivir sin vos”.
J. R. Lucks
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“Porque me duele si me quedo
pero me muero si me voy,
por todo y a pesar de todo, mi amor,
yo quiero vivir en vos”.
Siempre me pareció fascinante este verso que creo retrata muy gráficamente a muchos amores maduros; aquellos que, manteniendo aún o no ese maravilloso estado de “embobamiento” inicial de la relación, resultan tan pero tan sólidos que “por todo” pueden quedarse, “a pesar de todo”.
Sin ninguna intención de hacer apología de los masoquismos, en donde el dolor por el dolor mismo parece adquirir “sentido”, muchos de los que hemos pasado largo tiempo con la misma persona como pareja, sabemos que el “por todo” y el a “pesar de todo”, conviven.
En este mundo tan pero tan moderno en que la gratificación instantánea parece ser lo más buscado –como en otras épocas lo fueron el Santo Grial o La Piedra Filosofal–, la palabra compromiso suena demodé. Es cierto que en esos tiempos pasados muchas parejas, muchas uniones, se mantenían así –unidas– más por com-promiso (lo que se habían prometido en conjunto) que por amor. Ese compromiso, en casos inhibidor de tener que hacer el esfuerzo de poder amar, tampoco me parece bueno.
Lo cierto es que hoy, donde más que tiempo del compromiso (prometerse con otro) pareciera ser el del ego-promiso (prometerse a uno mismo pasarla bien cueste lo que cueste), el “a pesar de…” se torna demasiado rápido en causal de cambio.
Es muy bueno poder decir lo que canta María Elena. Ella se lo canta a un suelo, pero se le puede cantar a lo que sea. Yo –mucho más joven– en algún momento de un tiempo hace mucho pasado, le cambié algunas palabras para cantársela a mi pareja. Me parecía no poder encontrar mejores sonidos para decir lo que sentía.
Estas otras dos estrofas, creo, son también maravillosas, y así como están pueden ser aplicadas a un amor humano.
“Porque el idioma de infancia
es un secreto entre los dos,
porque le diste reparo
al desarraigo de mi corazón.
Por tus antiguas rebeldías
y por la edad de tu dolor,
por tu esperanza interminable, mi amor,
yo quiero vivir en vos”.
Por el idioma de infancia, ese que fuimos construyendo juntos desde que nos conocemos. Por esos secretos que nadie más puede compartir porque el tiempo vivido los asegura con un manto de irrepetibilidad. Por los reparos que nos hemos dado a los desarraigos, esos que nos han ido, indefectiblemente, desgarrando.
Por las antiguas rebeldías mutuas, que se han ido puliendo entre sí hasta que nuestras superficies, ya lisas, pudieron reflejarnos al uno en el otro. Por la edad de nuestros dolores conjuntos, la misma edad de nuestras alegrías compartidas.
Por tu esperanza y mi esperanza que atamos alguna vez a una estrella imaginaria en un futuro desconocido; para que nos diera camino que recorrer, para encontrar supuestos tiempos mejores que representaran horizonte, que nos dieran respiro de los presentes agobiantes que algunas veces tuvimos que pasar.
Por todo eso, y a pesar de todo eso, a un amor se le puede llamar así, mi amor, sin vergüenza ni temor a equivocarse.
Ojalá los nuevos jóvenes puedan permitirse el derecho de vivir lo que Maria Elena describe, con algo o con alguien. Mucho antes de ellos tal vez ese derecho le era negado a aquellos jóvenes, porque la obligatoriedad del compromiso hacía que no valiese la pena pensar en todo esto. Los que tuvimos la suerte de no estar obligados, ni tampoco tan desesperados por disfrutar antes de sembrar, sabemos que lo que escribe la autora es una sensación en realidad única y muy agradable.
Con el perdón de Maria Elena Walsh, dueña absoluta de las palabras que voy a re-frasear, aquí va la versión para mi amor:
Porque me duele si me quedo
pero me muero si me voy,
por todo y a pesar de todo, mi amor,
yo quiero vivir con vos”.
“Porque el idioma de infancia
es un secreto entre los dos,
porque le diste reparo
al desarraigo de mi corazón.
Por tus antiguas rebeldías
y por la edad de tu dolor,
por tu esperanza interminable, mi amor,
no puedo vivir sin vos”.
J. R. Lucks
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domingo, agosto 08, 2010
El valor del silencio
Vivimos en una sociedad sobre-comunicada ¿o no? Estamos constantemente recibiendo datos. Estamos expuestos –y nos exponemos por propia voluntad– a comentarios, a opiniones, a interpretaciones de las más variadas. Sabemos –o creemos saber– y pretendemos entender de muchas cosas, por eso buscamos y escuchamos a los que aparentan saber.
Por otro lado nos dicen infinidad de cosas, tratan de influir en nosotros, nos “venden”. Nos quieren in-formar –formar nuestro interior– por todos los medios posibles; y hoy, si hay algo que no falta, son medios.
A todo esto se suman las redes sociales, en donde todos somos receptores pero por sobre todo emisores. Es así como muchas páginas, blogs, perfiles, etcétera, tienen apenas unos pocos seguidores, fans o “amigos”, aunque eso no les impida a sus dueños decir, opinar, contar, mostrar. No sólo queremos escuchar, sino que queremos decir. Podría tal vez afirmarse, sin mucho temor a cometer una equivocación, que queremos hablar cada vez más, y escuchar cada vez menos.
En este contexto vino a mi mente un refrán de esos que por un lado creo es un poco controversial, aunque por otro expresa una grandísima verdad. Este refrán, o proverbio, es en realidad muy antiguo, se ha dicho y repetido en muchas épocas y culturas; ha sido tomado varias veces por grandes filósofos y escritores que a su vez le han puesto sus propias palabras, “adueñándose” así de versiones particulares del mismo. Una de las supuestamente originales aconseja:
“Cuando vayas a decir algo, procura que tus palabras sean más valiosas que el silencio que vas a perturbar”.
Según el refrán el silencio tiene valor. Me pregunto: ¿existe el silencio por sí, o es la falta de sonido? Extraño ¿no? Si no estuviésemos el silencio reinaría, o sea que aparentemente sí existe, no es como otras cosas que se definen por la falta de algo. Nosotros eliminamos el silencio: hablamos.
Hoy, además, donde las pantallas le “hablan” a nuestros ojos, éstos han ido reemplazado en mucho a los oídos, siendo así como las letras escritas –en vez de las pronunciadas– reemplazan también al silencio. En esta sociedad tan informatizada “escuchamos” con los ojos, y las imágenes se han podido difundir por las redes tanto o más que las palabras. Será por eso que también un refrán nos hace notar la cantidad de “dispositivos” que tenemos para ver, versus los que usamos para hablar:
“Tenemos dos ojos para ver mucho y una boca para hablar poco”.
Pero lo cierto es que hablar es bueno, decir está bien, por eso es que hay también refranes que tratan al silencio de mala manera, por ejemplo:
“A veces, el silencio es la peor mentira”.
U otros que le quitan al silencio valor, ya que callar implica ceder, dejar que otro tome la preponderancia; como cuando se dice:
“Quien calla otorga”.
Algunos otros le asignan al silencio el estatus de herramienta estratégica, que como toda herramienta puede usarse para bien o para mal. Con el siguiente refrán podemos percibir cómo el silencio se aconseja para imponerse, aunque tal vez de una manera que podría considerarse, en algunos casos, poco ética:
“Más hace el lobo callando que el perro ladrando”.
En otra línea de ideas, en cambio, también se asegura que guardar silencio es conveniente, por ejemplo cuando se recomienda callar porque:
“Uno es dueño de lo que calla y esclavo de lo que habla”.
Como con muchas otras cosas todo en su justa medida es lo correcto, siendo que los problemas aparecen en las exageraciones, en los excesos. Por eso me quedo con todos estos refranes, pero particularmente con el primero y con este pensamiento que asegura:
“El silencio debiera ser la cualidad de aquellos a quienes faltan las demás”.
En esta sociedad sobre-comunicada, ansiosa por decir y por escuchar, es probable que sea difícil convencer y convencernos de evaluar nuestras cualidades para luego con aguda autocrítica preferir llamarnos a silencio; aunque no por eso debiésemos dejar de intentarlo. Lo que sí más fácilmente podemos hacer es al menos “callar” –no escuchando o mirando tanto– a mucho de lo que tal vez sin darnos cuenta nos exponemos en exceso.
Pensar, reflexionar, meditar, son verbos a los cuales creo deberíamos dar todos un poco más de uso; y para eso el silencio, que tiene más valor que muchos de los “ruidos” que pululan por ahí –como muy probablemente este que yo mismo produzco–, es útil y recomendable.
Si lo que vamos a decir no es más valioso que el silencio no deberíamos decirlo. De la misma manera si lo que vamos a escuchar tampoco lo es, no deberíamos perder el tiempo escuchándolo. Hagámonos silencios para pensar, y para cultivar esas otras cualidades que, eventualmente, valdrá la pena contar o mostrar en reemplazo del algún silencio.
J. R. Lucks
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Por otro lado nos dicen infinidad de cosas, tratan de influir en nosotros, nos “venden”. Nos quieren in-formar –formar nuestro interior– por todos los medios posibles; y hoy, si hay algo que no falta, son medios.
A todo esto se suman las redes sociales, en donde todos somos receptores pero por sobre todo emisores. Es así como muchas páginas, blogs, perfiles, etcétera, tienen apenas unos pocos seguidores, fans o “amigos”, aunque eso no les impida a sus dueños decir, opinar, contar, mostrar. No sólo queremos escuchar, sino que queremos decir. Podría tal vez afirmarse, sin mucho temor a cometer una equivocación, que queremos hablar cada vez más, y escuchar cada vez menos.
En este contexto vino a mi mente un refrán de esos que por un lado creo es un poco controversial, aunque por otro expresa una grandísima verdad. Este refrán, o proverbio, es en realidad muy antiguo, se ha dicho y repetido en muchas épocas y culturas; ha sido tomado varias veces por grandes filósofos y escritores que a su vez le han puesto sus propias palabras, “adueñándose” así de versiones particulares del mismo. Una de las supuestamente originales aconseja:
“Cuando vayas a decir algo, procura que tus palabras sean más valiosas que el silencio que vas a perturbar”.
Según el refrán el silencio tiene valor. Me pregunto: ¿existe el silencio por sí, o es la falta de sonido? Extraño ¿no? Si no estuviésemos el silencio reinaría, o sea que aparentemente sí existe, no es como otras cosas que se definen por la falta de algo. Nosotros eliminamos el silencio: hablamos.
Hoy, además, donde las pantallas le “hablan” a nuestros ojos, éstos han ido reemplazado en mucho a los oídos, siendo así como las letras escritas –en vez de las pronunciadas– reemplazan también al silencio. En esta sociedad tan informatizada “escuchamos” con los ojos, y las imágenes se han podido difundir por las redes tanto o más que las palabras. Será por eso que también un refrán nos hace notar la cantidad de “dispositivos” que tenemos para ver, versus los que usamos para hablar:
“Tenemos dos ojos para ver mucho y una boca para hablar poco”.
Pero lo cierto es que hablar es bueno, decir está bien, por eso es que hay también refranes que tratan al silencio de mala manera, por ejemplo:
“A veces, el silencio es la peor mentira”.
U otros que le quitan al silencio valor, ya que callar implica ceder, dejar que otro tome la preponderancia; como cuando se dice:
“Quien calla otorga”.
Algunos otros le asignan al silencio el estatus de herramienta estratégica, que como toda herramienta puede usarse para bien o para mal. Con el siguiente refrán podemos percibir cómo el silencio se aconseja para imponerse, aunque tal vez de una manera que podría considerarse, en algunos casos, poco ética:
“Más hace el lobo callando que el perro ladrando”.
En otra línea de ideas, en cambio, también se asegura que guardar silencio es conveniente, por ejemplo cuando se recomienda callar porque:
“Uno es dueño de lo que calla y esclavo de lo que habla”.
Como con muchas otras cosas todo en su justa medida es lo correcto, siendo que los problemas aparecen en las exageraciones, en los excesos. Por eso me quedo con todos estos refranes, pero particularmente con el primero y con este pensamiento que asegura:
“El silencio debiera ser la cualidad de aquellos a quienes faltan las demás”.
En esta sociedad sobre-comunicada, ansiosa por decir y por escuchar, es probable que sea difícil convencer y convencernos de evaluar nuestras cualidades para luego con aguda autocrítica preferir llamarnos a silencio; aunque no por eso debiésemos dejar de intentarlo. Lo que sí más fácilmente podemos hacer es al menos “callar” –no escuchando o mirando tanto– a mucho de lo que tal vez sin darnos cuenta nos exponemos en exceso.
Pensar, reflexionar, meditar, son verbos a los cuales creo deberíamos dar todos un poco más de uso; y para eso el silencio, que tiene más valor que muchos de los “ruidos” que pululan por ahí –como muy probablemente este que yo mismo produzco–, es útil y recomendable.
Si lo que vamos a decir no es más valioso que el silencio no deberíamos decirlo. De la misma manera si lo que vamos a escuchar tampoco lo es, no deberíamos perder el tiempo escuchándolo. Hagámonos silencios para pensar, y para cultivar esas otras cualidades que, eventualmente, valdrá la pena contar o mostrar en reemplazo del algún silencio.
J. R. Lucks
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domingo, agosto 01, 2010
Dicen, seguramente dicen algo
El escritor y filósofo Miguel de Unamuno nos dejó entre otras cosas, dentro de su inmensa obra, un poema cuyas primeras estrofas dicen:
“Traza la niña toscos garrapatos,
de escritura remedo,
me los presenta y dice
con un mohín de inteligente gesto:
‘¿Qué dice aquí, papá?’
Miro unas líneas que parecen versos.
‘¿Aquí?’
‘Si, aquí; lo he escrito yo; ¿qué dice?
porque yo no sé leerlo...’
‘¡Aquí no dice nada!’, le contesté al momento.
‘¿Nada?’, y se queda un rato pensativa
-o así me lo parece, por lo menos,…”
Tremendo momento, ¿no?, cuando uno, con toda la franqueza de que se es capaz, devela una realidad que coarta ilusión, que limita capacidad, que enseña y que educa pero causando –de alguna manera– dolor.
Seguramente muchos no encuentran en este poema lo que estoy sugiriendo; ya que no todos tienen porqué haber caído en el error del personaje al que Unamuno hace hablar en el verso –esa misma equivocación que evidentemente a mí me sigue doliendo haber cometido. Algunos habrán contestado “correctamente”; y otros no habrán tenido aún que enfrentar a un pequeño que, pretendiendo volar desde su imaginación, nos obligase desde su pregunta a repensar el universo dejando de lado la rígida “verdad” de los crecidos.
Yo sí cometí esos errores, siempre sufriéndolos apenas terminaba de cerrar la boca luego de “subestimar” una producción, una idea, una propuesta; y casi siempre, como Unamuno, me quedaba solo masticando dudas:
“Luego, reflexionando, me decía:
¿Hice bien revelándole el secreto?
No el suyo ni el de aquellas toscas líneas,
el mío, por supuesto”.
Ese secreto –del autor y mío–, que el niño en cuestión, a su edad, no puede llegar a comprender aún. Ese secreto de mi limitación, de mi pérdida de capacidad de crear y de creer que todo pequeño tiene, y que ningún grande debería haber dejado ir.
El autor no se detiene allí, se sigue preguntando, se sigue metiendo dentro de sí para cuestionarse con qué autoridad pudo haber contestado tan ligeramente, a semejante pregunta, con una “supuesta” verdad.
“¿Sé yo si alguna musa misteriosa,
un subterráneo genio,
un espíritu errante que a la espera
para encarnar está de humano cuerpo,
no le dictó esas líneas
de enigmáticos versos?
¿Sé yo si son la gráfica envoltura
de un idioma de siglos venideros?
¿Sé yo si dicen algo?...”
Y la respuesta es no. No sabe él, no sé yo, tal vez no sepa nadie... pero sí dicen algo esas líneas, dicen seguramente,… dicen mucho en realidad… la pregunta no es si dicen algo, sino qué dicen.
La propia limitación de no saber qué es lo que algo significa, no debe otorgar el derecho de restarle el valor comunicador a lo que ese niño, esa persona, ese valiosísimo ser con capacidad de crear, amar, dar, construir, está transmitiendo desde su imaginación, desde su corazón, desde su potencial de transformar un poco de tinta y un papel en un… en un lo que sea.
Puntos de vista, formas de analizar y entender las cosas, perspectivas diversas. Desde el idioma de siglos venideros esos “garrapatos” serán tal vez estrofas que algún personaje, al que le guste la literatura, comente algún día en una columna similar a esta. Desde nuestro punto de vista, nada más que líneas toscas.
¿Cómo se hace para poder ampliar el criterio lo suficiente? ¿Alcanza con darse cuenta de lo limitado y limitante que uno es, o hace falta una educación diferente que no sé quién y cómo podría dar y darnos?
Unamuno no sólo fue un intelectual, sino un hombre involucrado en la política de su época –seguramente del lado correcto para algunos y del incorrecto para otros–, comprometido con la educación y, evidentemente, con el progreso de la mente humana –tanto desde su potencial, como desde el reconocimiento de sus limitaciones.
En un encendido discurso, defendiendo sus posturas ideológicas, se dice que dijo:
“Vencer no es convencer, y hay que convencer, sobre todo, y no puede convencer el odio que no deja lugar para la compasión”.
Hay una línea común entre el poema y esta cita, o al menos a mí me lo parece.
La discusión estéril en la que las palabras son sólo ruido; el mal llamado debate de algunas tribunas políticas a las que todos van con su posición tomada, sólo a cumplir con el tiempo del discurso sin ninguna intención de crear una realidad mejor y distinta a la postura propia; el no poder entender al otro; el no ser capaces de ver lo que los demás nos acercan desde su potencial, sino sólo desde nuestra limitada experiencia… esas malditas incapacidades… ¿no se habrán originado en negaciones a ver valor en lo que a priori no entendimos porque supuestamente a nosotros no nos decía nada? ¿Se puede realmente afirmar que algo no dice nada, sólo porque no lo entendemos? ¿Nos interesa convencer, o sólo vencer?
Con-vencer es vencer en conjunto, encontrar entre ambas partes una forma de ganar, de ser evidentemente más, de poder aceptar el valor de lo que a priori pueda parecernos “líneas toscas” o “garrapatos”.
El solo hecho de abrir la mente a posibilidades de este tipo me parece positivo; al menos a mí, que evidentemente me siento demasiado lejos de ser lo suficientemente abierto. ¿A cuántos habrá que convencer para se logre una mejora? ¿Qué “maquinaria” de promoción habrá que montar para darle vuelo a una iniciativa de cambio de este tipo? ¿Qué red social habrá que usar para poner de moda a la tolerancia creativa, en vez de a la permisividad para con la violencia de la cerrazón?
El odio –por el que no se entiende– no deja lugar a la compasión (a la pasión compartida), y por lo tanto nos hace querer vencer sin la más mínima intención de con-vencer –evitando de esta manera el “riesgo” de que en ese proceso también nosotros pudiésemos terminar convencidos de algo.
Qué tal si empezamos por mirar con otros ojos a los “garrapatos” inofensivos que nos traen hijos, primos, sobrinos, nietos, etcétera. Pero no subestimándolos con una falsa indulgencia, sino queriendo creer que dicen más de lo que podemos entender al menos por el momento. Dejémonos convencer por sus inofensivas ilusiones y fantasías ya que tal vez, sólo tal vez –y con eso es más que suficiente–, a partir de allí logremos algún día vivir un poco mejor.
J. R. Lucks
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“Traza la niña toscos garrapatos,
de escritura remedo,
me los presenta y dice
con un mohín de inteligente gesto:
‘¿Qué dice aquí, papá?’
Miro unas líneas que parecen versos.
‘¿Aquí?’
‘Si, aquí; lo he escrito yo; ¿qué dice?
porque yo no sé leerlo...’
‘¡Aquí no dice nada!’, le contesté al momento.
‘¿Nada?’, y se queda un rato pensativa
-o así me lo parece, por lo menos,…”
Tremendo momento, ¿no?, cuando uno, con toda la franqueza de que se es capaz, devela una realidad que coarta ilusión, que limita capacidad, que enseña y que educa pero causando –de alguna manera– dolor.
Seguramente muchos no encuentran en este poema lo que estoy sugiriendo; ya que no todos tienen porqué haber caído en el error del personaje al que Unamuno hace hablar en el verso –esa misma equivocación que evidentemente a mí me sigue doliendo haber cometido. Algunos habrán contestado “correctamente”; y otros no habrán tenido aún que enfrentar a un pequeño que, pretendiendo volar desde su imaginación, nos obligase desde su pregunta a repensar el universo dejando de lado la rígida “verdad” de los crecidos.
Yo sí cometí esos errores, siempre sufriéndolos apenas terminaba de cerrar la boca luego de “subestimar” una producción, una idea, una propuesta; y casi siempre, como Unamuno, me quedaba solo masticando dudas:
“Luego, reflexionando, me decía:
¿Hice bien revelándole el secreto?
No el suyo ni el de aquellas toscas líneas,
el mío, por supuesto”.
Ese secreto –del autor y mío–, que el niño en cuestión, a su edad, no puede llegar a comprender aún. Ese secreto de mi limitación, de mi pérdida de capacidad de crear y de creer que todo pequeño tiene, y que ningún grande debería haber dejado ir.
El autor no se detiene allí, se sigue preguntando, se sigue metiendo dentro de sí para cuestionarse con qué autoridad pudo haber contestado tan ligeramente, a semejante pregunta, con una “supuesta” verdad.
“¿Sé yo si alguna musa misteriosa,
un subterráneo genio,
un espíritu errante que a la espera
para encarnar está de humano cuerpo,
no le dictó esas líneas
de enigmáticos versos?
¿Sé yo si son la gráfica envoltura
de un idioma de siglos venideros?
¿Sé yo si dicen algo?...”
Y la respuesta es no. No sabe él, no sé yo, tal vez no sepa nadie... pero sí dicen algo esas líneas, dicen seguramente,… dicen mucho en realidad… la pregunta no es si dicen algo, sino qué dicen.
La propia limitación de no saber qué es lo que algo significa, no debe otorgar el derecho de restarle el valor comunicador a lo que ese niño, esa persona, ese valiosísimo ser con capacidad de crear, amar, dar, construir, está transmitiendo desde su imaginación, desde su corazón, desde su potencial de transformar un poco de tinta y un papel en un… en un lo que sea.
Puntos de vista, formas de analizar y entender las cosas, perspectivas diversas. Desde el idioma de siglos venideros esos “garrapatos” serán tal vez estrofas que algún personaje, al que le guste la literatura, comente algún día en una columna similar a esta. Desde nuestro punto de vista, nada más que líneas toscas.
¿Cómo se hace para poder ampliar el criterio lo suficiente? ¿Alcanza con darse cuenta de lo limitado y limitante que uno es, o hace falta una educación diferente que no sé quién y cómo podría dar y darnos?
Unamuno no sólo fue un intelectual, sino un hombre involucrado en la política de su época –seguramente del lado correcto para algunos y del incorrecto para otros–, comprometido con la educación y, evidentemente, con el progreso de la mente humana –tanto desde su potencial, como desde el reconocimiento de sus limitaciones.
En un encendido discurso, defendiendo sus posturas ideológicas, se dice que dijo:
“Vencer no es convencer, y hay que convencer, sobre todo, y no puede convencer el odio que no deja lugar para la compasión”.
Hay una línea común entre el poema y esta cita, o al menos a mí me lo parece.
La discusión estéril en la que las palabras son sólo ruido; el mal llamado debate de algunas tribunas políticas a las que todos van con su posición tomada, sólo a cumplir con el tiempo del discurso sin ninguna intención de crear una realidad mejor y distinta a la postura propia; el no poder entender al otro; el no ser capaces de ver lo que los demás nos acercan desde su potencial, sino sólo desde nuestra limitada experiencia… esas malditas incapacidades… ¿no se habrán originado en negaciones a ver valor en lo que a priori no entendimos porque supuestamente a nosotros no nos decía nada? ¿Se puede realmente afirmar que algo no dice nada, sólo porque no lo entendemos? ¿Nos interesa convencer, o sólo vencer?
Con-vencer es vencer en conjunto, encontrar entre ambas partes una forma de ganar, de ser evidentemente más, de poder aceptar el valor de lo que a priori pueda parecernos “líneas toscas” o “garrapatos”.
El solo hecho de abrir la mente a posibilidades de este tipo me parece positivo; al menos a mí, que evidentemente me siento demasiado lejos de ser lo suficientemente abierto. ¿A cuántos habrá que convencer para se logre una mejora? ¿Qué “maquinaria” de promoción habrá que montar para darle vuelo a una iniciativa de cambio de este tipo? ¿Qué red social habrá que usar para poner de moda a la tolerancia creativa, en vez de a la permisividad para con la violencia de la cerrazón?
El odio –por el que no se entiende– no deja lugar a la compasión (a la pasión compartida), y por lo tanto nos hace querer vencer sin la más mínima intención de con-vencer –evitando de esta manera el “riesgo” de que en ese proceso también nosotros pudiésemos terminar convencidos de algo.
Qué tal si empezamos por mirar con otros ojos a los “garrapatos” inofensivos que nos traen hijos, primos, sobrinos, nietos, etcétera. Pero no subestimándolos con una falsa indulgencia, sino queriendo creer que dicen más de lo que podemos entender al menos por el momento. Dejémonos convencer por sus inofensivas ilusiones y fantasías ya que tal vez, sólo tal vez –y con eso es más que suficiente–, a partir de allí logremos algún día vivir un poco mejor.
J. R. Lucks
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domingo, julio 25, 2010
Luchar y disfrutar, equilibrio que cuesta
No hace mucho yendo hacia el lugar donde trabajo –muy temprano por la mañana–, mientras avanzaba lentamente con el tráfico, por una “rendija” entre una serie de edificios un parque y algún lugar en el que no había nada, vi salir el sol sobre el río –una de las maravillas que pueden verse en la ciudad en la que vivo.
Era un sol rojo, inmenso, glorioso; como hacía mucho, pero mucho que no veía… y entonces me acordé, justamente, de cuánto hacía que no lo veía; de cuanto que no me “fabricaba” el tiempo para ver salir el sol; de cuanto que no me preocupaba siquiera por el hecho de no tener o hacer el momento para presenciar semejante maravilla, por la que –al menos todavía– nadie cobra.
Claro, lo que pasa es que uno está –yo estoy, ¿y usted?– muy ocupado. La vida es un trajín constante. Trabajar, hacer cosas, estudiar, mejorar, hacer trámites, evitar problemas, consumir –no hay que olvidarse de este mandato de la sociedad moderna–, y claro no hay tiempo.
“La vida es una lucha”, me encontré diciéndome a mí mismo. O será que la lucha es vivir la vida de forma tal que no la transformemos en una lucha. ¡Ja!, interesante juego de palabras que me hizo acordar de un refrán:
“No hay peor lucha que la que no se hace”.
Yo –admito que con una mezcla de orgullo y vergüenza– soy de los que cree que la vida es en muchos sentidos una lucha, un camino que hay que esforzarse en recorrer para llegar mejores personas donde sea que vayamos. Yo no soy de los que cree que la vida es sólo para disfrutar; ya que dis-frutar viene de aprovechar los frutos, o sea des-frutar (eso dicen los diccionarios de etimología), y si no se cultiva, si no se cuida la planta, no hay frutos, al menos no otros que los silvestres que eventualmente se acaban.
Pero claro, el asunto es el equilibrio, tan pero tan difícil de lograr. Es infinitamente más fácil estar desequilibrado que no estarlo, después de todo el equilibrio es sólo un punto de la escala, mientras que los desequilibrios son prácticamente infinitos. Por eso, más allá de las posturas personales, más allá de pensar que los frutos hay que cultivarlos para poder disfrutar de ellos, es cierto que hay algunos que están allí casi gratuitamente, y que por lo tanto no hace falta luchar para conseguirlos.
La vida es lucha en mucho; pero también es disfrute, sea del resultado del esfuerzo como también de lo que de alguna manera está simplemente allí, para que carguemos fuerza para seguir adelante.
Esta cita de un libro (1) que tampoco hace mucho leí, me causó en su momento la misma sensación que la que tuve el otro día viendo, de casualidad, la salida del sol sobre el río.
“-La vida es una lucha, no lo olvides.
Me respondió tristemente.
-Maestro, no me hables de lucha: ¿no has contemplado nunca el sol al amanecer sobre los campos y el Nilo? ¿Nunca has observado el crepúsculo? ¿Nunca has escuchado el ruido de los ruiseñores, ni el zureo de las palomas?... ¿Nunca has perseguido la santa alegría que se esconde en los más profundo de nuestras vidas?...”.
Equilibrio: éste es el mandato, al menos para mí; no pretender disfrutar de lo que no me esforcé por conseguir, pero no despreciar los disfrutes para los cuales mi esfuerzo no sólo no haga falta sino que además resultase intrascendente.
El amor de un ser querido, por ejemplo, para el que hay que esforzarse por obtener y mantener, pero que si es sincero es siempre más de lo que uno merece. O lo que nos ofrece la naturaleza –como ese sol de mi otro día–, a la que tenemos que cuidar con esmero y dedicación, pero que nos da infinitamente más de lo que nosotros podríamos haber logrado por nuestra cuenta.
Esta es para mí la lucha que no debo dejar de hacer, equilibrarme para disfrutar más, y tal vez luchar menos –o al menos tener a la lucha no tan presente, no tan protagonista. Tal vez la de otros sea la de “poder” pretender menos gratuitamente, y ser más capaces de hacer esfuerzos para merecer lo que desean disfrutar. No dejan de ser igual de valiosas ambas luchas, no dejan de ser igual de necesarias, no dejan de ser estas las faltas y desequilibrios que nos hacen humanos.
A luchar lo suficiente, a disfrutar lo que se presenta y lo que se consigue. Un equilibrio que al menos a mí me cuesta, pero que vale la pena. Que la vida no sea sólo una lucha, o sólo una pretensión de disfrute; que la vida sea ambas cosas.
Tal vez no se logre fácilmente un equilibrio razonable, pero como nos dice este otro refrán:
“Mientras haya vida habrá esperanza”.
J. R. Lucks
Referencias:
(1) Akhenaton El rey hereje. Naguib Mahfuz. Editorial: Edhasa Año: 2000
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Era un sol rojo, inmenso, glorioso; como hacía mucho, pero mucho que no veía… y entonces me acordé, justamente, de cuánto hacía que no lo veía; de cuanto que no me “fabricaba” el tiempo para ver salir el sol; de cuanto que no me preocupaba siquiera por el hecho de no tener o hacer el momento para presenciar semejante maravilla, por la que –al menos todavía– nadie cobra.
Claro, lo que pasa es que uno está –yo estoy, ¿y usted?– muy ocupado. La vida es un trajín constante. Trabajar, hacer cosas, estudiar, mejorar, hacer trámites, evitar problemas, consumir –no hay que olvidarse de este mandato de la sociedad moderna–, y claro no hay tiempo.
“La vida es una lucha”, me encontré diciéndome a mí mismo. O será que la lucha es vivir la vida de forma tal que no la transformemos en una lucha. ¡Ja!, interesante juego de palabras que me hizo acordar de un refrán:
“No hay peor lucha que la que no se hace”.
Yo –admito que con una mezcla de orgullo y vergüenza– soy de los que cree que la vida es en muchos sentidos una lucha, un camino que hay que esforzarse en recorrer para llegar mejores personas donde sea que vayamos. Yo no soy de los que cree que la vida es sólo para disfrutar; ya que dis-frutar viene de aprovechar los frutos, o sea des-frutar (eso dicen los diccionarios de etimología), y si no se cultiva, si no se cuida la planta, no hay frutos, al menos no otros que los silvestres que eventualmente se acaban.
Pero claro, el asunto es el equilibrio, tan pero tan difícil de lograr. Es infinitamente más fácil estar desequilibrado que no estarlo, después de todo el equilibrio es sólo un punto de la escala, mientras que los desequilibrios son prácticamente infinitos. Por eso, más allá de las posturas personales, más allá de pensar que los frutos hay que cultivarlos para poder disfrutar de ellos, es cierto que hay algunos que están allí casi gratuitamente, y que por lo tanto no hace falta luchar para conseguirlos.
La vida es lucha en mucho; pero también es disfrute, sea del resultado del esfuerzo como también de lo que de alguna manera está simplemente allí, para que carguemos fuerza para seguir adelante.
Esta cita de un libro (1) que tampoco hace mucho leí, me causó en su momento la misma sensación que la que tuve el otro día viendo, de casualidad, la salida del sol sobre el río.
“-La vida es una lucha, no lo olvides.
Me respondió tristemente.
-Maestro, no me hables de lucha: ¿no has contemplado nunca el sol al amanecer sobre los campos y el Nilo? ¿Nunca has observado el crepúsculo? ¿Nunca has escuchado el ruido de los ruiseñores, ni el zureo de las palomas?... ¿Nunca has perseguido la santa alegría que se esconde en los más profundo de nuestras vidas?...”.
Equilibrio: éste es el mandato, al menos para mí; no pretender disfrutar de lo que no me esforcé por conseguir, pero no despreciar los disfrutes para los cuales mi esfuerzo no sólo no haga falta sino que además resultase intrascendente.
El amor de un ser querido, por ejemplo, para el que hay que esforzarse por obtener y mantener, pero que si es sincero es siempre más de lo que uno merece. O lo que nos ofrece la naturaleza –como ese sol de mi otro día–, a la que tenemos que cuidar con esmero y dedicación, pero que nos da infinitamente más de lo que nosotros podríamos haber logrado por nuestra cuenta.
Esta es para mí la lucha que no debo dejar de hacer, equilibrarme para disfrutar más, y tal vez luchar menos –o al menos tener a la lucha no tan presente, no tan protagonista. Tal vez la de otros sea la de “poder” pretender menos gratuitamente, y ser más capaces de hacer esfuerzos para merecer lo que desean disfrutar. No dejan de ser igual de valiosas ambas luchas, no dejan de ser igual de necesarias, no dejan de ser estas las faltas y desequilibrios que nos hacen humanos.
A luchar lo suficiente, a disfrutar lo que se presenta y lo que se consigue. Un equilibrio que al menos a mí me cuesta, pero que vale la pena. Que la vida no sea sólo una lucha, o sólo una pretensión de disfrute; que la vida sea ambas cosas.
Tal vez no se logre fácilmente un equilibrio razonable, pero como nos dice este otro refrán:
“Mientras haya vida habrá esperanza”.
J. R. Lucks
Referencias:
(1) Akhenaton El rey hereje. Naguib Mahfuz. Editorial: Edhasa Año: 2000
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domingo, julio 18, 2010
No todo cambia
La grandísima cantante Mercedes Sosa interpretaba entre muchas otras cosas un maravilloso poema del también cantante, músico y compositor chileno Julio Numhauser, quién tuvo que exiliarse en Suecia como consecuencia de la dictadura que en ese país imperó por varios años.
Es un poema muy adecuado para la época en la que vivimos, en la que parece todo estar en movimiento, nada quedarse quieto. Sus primeras estrofas dicen así:
“Cambia lo superficial
cambia también lo profundo
cambia el modo de pensar
cambia todo en este mundo.
Cambia el clima con los años
cambia el pastor su rebaño
y así como todo cambia
que yo cambie no es extraño”.
Y claro, todo cambia y cambiamos nosotros también. No sólo cambia lo superficial, como la ropa que nos ponemos, o las costumbres en el comer; cambia también lo profundo, como los valores, el modo de pensar, el modo de educar.
El clima no sé si cambia o será que lo cambiamos, pero el pastor sí cambia su rebaño, los políticos cambian a los países, los terroristas y los tiranos cambian la faz de la tierra con sus brutalidades, las nuevas generaciones cambian las formas de comunicarse, de hablarse, de mirarse, de todo.
Y está bien, todo cambia, nada se queda como está, todo fluye. Ya lo planteó Heráclito, filósofo griego, en el 500 antes de Cristo:
“Nunca te bañarás dos veces en el mismo río”
…o algo por el estilo, ya que él creía que el mundo estaba en un constante devenir, en un constante fluir fundamentado en una estructura de contrarios. Lo único constante es el cambio y la dialéctica que lo produce, pudiera inferirse de lo que esta corriente filosófica planteaba (simplificando las cosas muy groseramente).
Por eso, como dice el autor y cantó tantas veces doña Mercedes: “así como todo cambia, que yo cambie no es extraño”.
Dejamos de pensar lo que pensábamos, nos hacemos viejos (o maduramos) y aceptamos lo que antes no aceptábamos, dejamos de hacer lo que antes decíamos no poder dejar de hacer… en fin, cambiamos. ¿Mejoramos?, ¿empeoramos?, seguramente una mezcla de ambas cosas.
Pero hay algo que no cambia, al menos no en su esencia. El autor, que escribe este tema en el exilio, agrega al final de su larga lista de cosas que cambian una estrofa que dice:
“Pero no cambia mi amor
por más lejos que me encuentre
ni el recuerdo ni el dolor
de mi pueblo, de mi gente”.
Claro, eso no cambia. El amor no cambia. Los sentimientos no cambian. Cambiamos nosotros, pero los sentimientos no. Tal vez cambiamos el objeto o al sujeto de nuestro amor, pero la forma de amar, el amor en sí, no cambia.
Una vez me hicieron notar, y lo incorporé como mío en el instante en que lo escuché, que a lo largo de la historia de la humanidad el hombre se ha desarrollado y ha evolucionado mucho –su pensamiento, sus métodos para desplazarse, su manera de trabajar, de hacer, de… –, pero que en todo ese tiempo no ha cambiado sus formas de sentir.
El amor que se sentía hace miles de años es igual que el de ahora, aunque las formas de encontrar y “hacer” el amor hayan cambiado. El maldito odio que a tanta gente ha matado, es el mismo maldito odio del que los libros más antiguos dan testimonio. La envidia es igual, la compasión también.
Los sentimientos no cambian. No sé si esto nos dé alguna seguridad, pero me gustaría pensar que sí. Con tanto avance que a veces, en mucho, nos hace retroceder; con tanta mejora tecnológica que no sabemos ahora como controlar para que no haga explotar al mundo sea de calor o de frío; saber que después de miles de años aún no pudimos destruir el amor es una especie de garantía, de que nuestro poder depredador no puede llegar tan lejos.
Lástima que, por el contrario, no hayamos querido desaparecer al odio; pero bueno eso debería poder hacerse, el día que nos decidamos, con amor.
Todo cambia y nosotros cambiamos y lo cambiamos; a pesar de eso, a pesar de nosotros, seguimos amando… Sigamos entonces amando, como siempre; que “eso” no cambie… a ver si “eso” finalmente nos cambia y, dejando un poco de lado el yo por el nosotros, logramos vivir un poco mejor.
J. R. Lucks
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Es un poema muy adecuado para la época en la que vivimos, en la que parece todo estar en movimiento, nada quedarse quieto. Sus primeras estrofas dicen así:
“Cambia lo superficial
cambia también lo profundo
cambia el modo de pensar
cambia todo en este mundo.
Cambia el clima con los años
cambia el pastor su rebaño
y así como todo cambia
que yo cambie no es extraño”.
Y claro, todo cambia y cambiamos nosotros también. No sólo cambia lo superficial, como la ropa que nos ponemos, o las costumbres en el comer; cambia también lo profundo, como los valores, el modo de pensar, el modo de educar.
El clima no sé si cambia o será que lo cambiamos, pero el pastor sí cambia su rebaño, los políticos cambian a los países, los terroristas y los tiranos cambian la faz de la tierra con sus brutalidades, las nuevas generaciones cambian las formas de comunicarse, de hablarse, de mirarse, de todo.
Y está bien, todo cambia, nada se queda como está, todo fluye. Ya lo planteó Heráclito, filósofo griego, en el 500 antes de Cristo:
“Nunca te bañarás dos veces en el mismo río”
…o algo por el estilo, ya que él creía que el mundo estaba en un constante devenir, en un constante fluir fundamentado en una estructura de contrarios. Lo único constante es el cambio y la dialéctica que lo produce, pudiera inferirse de lo que esta corriente filosófica planteaba (simplificando las cosas muy groseramente).
Por eso, como dice el autor y cantó tantas veces doña Mercedes: “así como todo cambia, que yo cambie no es extraño”.
Dejamos de pensar lo que pensábamos, nos hacemos viejos (o maduramos) y aceptamos lo que antes no aceptábamos, dejamos de hacer lo que antes decíamos no poder dejar de hacer… en fin, cambiamos. ¿Mejoramos?, ¿empeoramos?, seguramente una mezcla de ambas cosas.
Pero hay algo que no cambia, al menos no en su esencia. El autor, que escribe este tema en el exilio, agrega al final de su larga lista de cosas que cambian una estrofa que dice:
“Pero no cambia mi amor
por más lejos que me encuentre
ni el recuerdo ni el dolor
de mi pueblo, de mi gente”.
Claro, eso no cambia. El amor no cambia. Los sentimientos no cambian. Cambiamos nosotros, pero los sentimientos no. Tal vez cambiamos el objeto o al sujeto de nuestro amor, pero la forma de amar, el amor en sí, no cambia.
Una vez me hicieron notar, y lo incorporé como mío en el instante en que lo escuché, que a lo largo de la historia de la humanidad el hombre se ha desarrollado y ha evolucionado mucho –su pensamiento, sus métodos para desplazarse, su manera de trabajar, de hacer, de… –, pero que en todo ese tiempo no ha cambiado sus formas de sentir.
El amor que se sentía hace miles de años es igual que el de ahora, aunque las formas de encontrar y “hacer” el amor hayan cambiado. El maldito odio que a tanta gente ha matado, es el mismo maldito odio del que los libros más antiguos dan testimonio. La envidia es igual, la compasión también.
Los sentimientos no cambian. No sé si esto nos dé alguna seguridad, pero me gustaría pensar que sí. Con tanto avance que a veces, en mucho, nos hace retroceder; con tanta mejora tecnológica que no sabemos ahora como controlar para que no haga explotar al mundo sea de calor o de frío; saber que después de miles de años aún no pudimos destruir el amor es una especie de garantía, de que nuestro poder depredador no puede llegar tan lejos.
Lástima que, por el contrario, no hayamos querido desaparecer al odio; pero bueno eso debería poder hacerse, el día que nos decidamos, con amor.
Todo cambia y nosotros cambiamos y lo cambiamos; a pesar de eso, a pesar de nosotros, seguimos amando… Sigamos entonces amando, como siempre; que “eso” no cambie… a ver si “eso” finalmente nos cambia y, dejando un poco de lado el yo por el nosotros, logramos vivir un poco mejor.
J. R. Lucks
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