domingo, octubre 31, 2010

El asunto es cómo

Un poema que Anthony de Mello incluye en su libro: “La oración de la rana” , me produjo –al leerlo– sentimientos encontrados. Parte del mismo dice lo siguiente:

“...

En el juego de naipes que llamamos "vida"
cada cual juega lo mejor que sabe
las cartas que le han tocado.


Quienes insisten en querer jugar
no las cartas que le han tocado,
sino las que creen que deberían haberles tocado,
... son los que pierden el juego.


No se nos pregunta si queremos jugar.
No es ésa la opción. Tenemos que jugar.
La opción es: cómo”


Los que lo hayan leído completo podrían decir que así –con la estrofa introductoria faltante– está fuera de contexto. Puede ser, no lo voy a negar; pero es que esta parte del poema –por más trunco y fuera de contexto que lo haya yo dejado– tiene amplias posibilidades de servirle a todos, a los que crean en lo que cree Anthony de Mello, y a los que no también. Por eso es que, sin aclarar ni confundir más, sigo con la pieza así como está.

En la primera lectura me sonó a exhortación a la pasividad, a algo así como a decir: “esto es lo que hay, y por lo tanto aquí nos quedamos”; me dio la sensación de que me proponía una conducta falta de aspiraciones.

Definitivamente no es eso lo que me enseñaron, ni lo que por una u otra razón practiqué toda mi vida. Por el contrario: buscar, esforzarse, aprender, crecer, desarrollar, y otros por el estilo, son verbos que siempre llenaron mis días. Lo que no tengo, salgo a buscarlo; lo que no me sale, me esfuerzo para poder lograrlo; lo que no sé, trato de aprenderlo; crezco, me desarrollo, me hago más de lo que soy; recomiendo esto constantemente, promuevo esto, enseño esto al que me quiera escuchar; y busco, en otros que hacen lo mismo, ejemplos de cómo hacerlo yo más y mejor.

Desde este punto de vista diría que no juego sólo con las cartas que me han tocado, me busco otras.

Pero claro, no es eso en realidad a lo que se refiere don Anthony. Es indudable que el autor nos invita a “aceptar”, pero no de cualquier manera, no con los brazos caídos, no abandonando la voluntad; y allí está el truco: en el cómo jugar las cartas, porque la capacidad de aprender, la voluntad de esforzarse, ese tipo de “cartas”, nos las han repartido a todos.

Hipotéticamente hablando cualquiera podría decir: “yo no tengo la carta de tal o cual idioma, así que no viajo”. Pero con seguridad –de mirar las que sí le tocaron– tendrá la de hacer el esfuerzo de aprender dicha lengua; el asunto es entonces si esa –la de ponerse a aprender– habrá de querer jugarla o no, y cómo.

El poema no se refiere a despreciar dones y capacidades que tenemos de ser mejores, se refiere seguramente a esas miradas que damos al jardín del vecino, que siempre se ve más verde que el nuestro –aunque no sepamos lo que gasta en fertilizante, el tiempo de arduo trabajo que le dedica, etcétera.

Una vez me dijeron –cuando mi hijo era muy chico– que había que tener cuidado con las comparaciones entre pequeños, porque uno tiende a ver al que juega bien al fútbol y a compararlo con su hijo, y luego a cotejarlo también con el que estudia mucho, y con el que es ordenado, y con la que baila ballet clásico o toca la flauta como de conservatorio desde antes de caminar, y con el que anda en bicicleta con los ojos cerrados y aparte canta el himno en ocho idiomas… claro, que todos son uno o una distintos, ninguno hace todo –como sí pretendemos muchas veces para los nuestros. El que estudia no juega, o la que toca la flauta es desordenada, o el que canta el himno en ocho idiomas hace travesuras en catorce.

Comparamos y nos comparamos con los demás, y nos frustramos por no tener –aparentemente– lo que los demás nos muestran; sin ver lo que sí tenemos, las cartas que sí nos tocaron. Anthony de Mello no nos recomienda quedarnos sentados sin intentar mejorar, lo que nos advierte es que lleva a perder el vivir mirando las manos ajenas mientras se “desprecia” la propia.

Está muy claro que hay que jugar, que nadie nos pregunta, y que muchas veces nos tocarán cartas que tal vez no consideremos las mejores –o las que hubiésemos deseado. Pero no hay porqué resignarse; porque por malas que sean las cartas, siempre queda el asunto de cómo jugarlas.

Casi en cualquier juego de naipes es lo mismo, no hace falta tener la mejor mano para ganar, sólo hace falta saber jugarla. Y lo interesante es que el juego de la vida se parece mucho a esos en los cuales no hay necesariamente que ganarle a los demás, sino simplemente ir mejorando contra uno mismo.

Alguien nos convenció –probablemente desde un televisor–, que en la vida se gana si se tiene la tele más grande, o el auto más moderno, o la mayor cantidad de ropa sin usar porque hay que comprar tanta que no alcanza el tiempo para estrenarla… pero lo cierto es que no es tan así. Al final de la vida nadie le da un premio al que se muere habiendo comprado más cosas que los demás.

Ser mejor cada día, jugando bien todas las cartas que nos tocaron para que nuestra mano sea más poderosa, más brillante, más rica –para nosotros y para los que nos rodean–, tal vez tampoco lleve premio tipo copa o medalla; pero sí llevará el reconocimiento de esos que estén a nuestro lado, y la propia satisfacción personal –que es maravillosa no sólo porque no paga impuestos, sino porque además nunca nadie nos la puede sacar.

Obviamente me gusta el poema (que es mucho más profundo que mi primer y mi segundo análisis del mismo, y me deja con ganas de seguir y de seguir…), y no me llama a la desidia, o a la pasividad desesperanzada de un “destino” que no se puede alterar.

Aceptar nos pide Anthony de alguna forma, y allí –en la forma– es donde radica en gran parte el cómo. Aceptar no es abandonar o resignarse, aceptar es transformar –en grandísima medida transformarse– y ver la realidad desde “otro” lugar, para luego encarar el juego con estrategias más adecuadas.

El asunto de cómo jugar esta vida no está sino en el cómo se usan las cartas que nos tocaron –las habilidades, los dones, las capacidades incluida la de aceptar. Y ese cómo es justamente de trabajo, y no de desidia; de actividad transformadora y de construcción esperanzada de destinos mejores, para nosotros o para los que nos siguen. Ese cómo no es de mirar a otros sino de mirarse a uno mismo y hacer, incluso de hacerse y re hacerse –en muchos casos– aceptando para poder seguir haciendo.

¡A jugar!, que el asunto es cómo, y eso sólo depende de nosotros.



J. R. Lucks


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domingo, octubre 24, 2010

El dedo y la luna

Un proverbio que se me cruzó hace un tiempo y me dejó pensando, intenta marcar una diferencia entre puntos de vista. Dice así:

“Cuando el sabio señala la luna, el idiota se fija en la punta del dedo”.

Me gustó, y no me gustó a la vez. Me pregunté instantáneamente: ¿qué querrá decir realmente?; e inclusive: ¿qué debería querer decir?

Si se toma en forma literal exalta –a priori creo que de manera algo cruel– la incapacidad de aquél al que se llama idiota. Algo en esto me produjo cierta incomodidad.

Idiota proviene de un término que se usaba en la antigua Grecia, para referirse al que no se ocupaba de lo público sino sólo de sus propios asuntos. Para esa sociedad no ocuparse de los temas de la polis no era bueno, y el idiota (o los idiotes, en griego) eran entonces personas no útiles –a la sociedad. Con el correr del tiempo, y más allá de si esto era causado por incapacidad real y concreta o por decisión personal, la palabra se comenzó a utilizar para referirse a enfermedades mentales que reducían en los pobres afectados la habilidad de socializar, o de desarrollar sus capacidades de una manera “convencional”.

No me voy a meter con los que por decisión propia no quieren ver más allá del dedo, porque eso sería cuestionar sus libertades individuales y no estaría bien (podrán no ser útiles a la sociedad, podrán ser egocéntricos o egoístas, podrán ser…, lo que sí creo –más allá de no tener derecho a criticarlos– es que hoy esa cuenta de “idiotas” a la griega daría números demasiado altos). Pero que tal los que no pueden ver más allá, los que no han sido capacitados, aquellos en los cuales no se ha despertado nunca la inquietud de…

Pensando en esto me di cuenta que el refrán se puede usar en realidad de una forma “inversa” a la literal. Si el sabio ve la luna y la señala, y si el sabio es sabio, ¿no debería intuir que el supuesto idiota (en su acepción de falto de capacidad) no verá más que la punta del dedo que la señala? ¿De quién es la culpa entonces? –si es que queremos echársela a alguien–, del “idiota” que no puede o del sabio que desde su supuesta sabiduría no logra “ver” más que un idiota en el otro, en vez de alguien con potencial de dejar de serlo. ¿Por qué juzgar de insalvable la falta de capacidad?

Por otra parte, ¿será que el sabio nació sabio?; o habrá él mismo en algún momento sido “elevado” desde su desconocimiento, por alguien que le mostró esa luna de una forma en la que pudiese verla. ¿Cómo mostrar las cosas de maneras tales en que la verdad pueda ser asimilada, sin dedos distractores?

¿En qué reside la sabiduría del sabio?, en coleccionar informaciones que no puede compartir por incapaz y limitado, o en lograr que los que aún no han podido capturar determinados conceptos se hagan capaces de hacerlo. ¿Qué incapacidad es peor?, la de aprender o la de enseñar. ¿No será la supuesta idiotez del alumno más que la excusa de un mal maestro?

Sabiduría y saber vienen etimológicamente de sabor (de la raíz sapio, saber y sabor en latín); y es maravilloso –para mí que gusto de jugar con las palabras– lo que uno puede “divertirse” con este origen común. El que sabe es el que probó. Hay que probar los saberes, tanto como los sabores. Y al que le gusta un sabor, o un saber, y por ese motivo se entusiasma, y prueba más, y más, se termina transformando en sabio, en “sabedor” de ese sabor, de ese saber.

El punto es, una vez que sé, que incorporé el saber –o el sabor–, ¿qué hago con él?, ¿lo escondo, lo señalo “nada más”, o intento compartirlo realmente? ¿Hablo solamente del saber?, o trato de hacer que otros lo prueben para gustar del mismo sabor, del mismo gusto por aquello a lo que algo sabe, a lo que de las cosas se puede saber.

Pues bien, creo que usando la definición griega de idiota (y por lo tanto sin ánimo de insultar), se puede decir que el que sabe y no logra hacer saber no es más que eso, un idiota por no ocuparse de los asuntos públicos –sea por decisión o por incapacidad–, por no com-partir; especialmente cuando se auto limita subestimando a los demás, en vez de buscar el desarrollo en sí de las capacidades adecuadas para enseñar.

Saber transmitir un saber, preocuparse por el que tiene que saber y no tanto por el saber en sí, es tal vez lo que considero el grado máximo de sabiduría: el saber hacer que otros logren saber.

Pienso que el proverbio “carga” sobre el que no puede más que fijarse en la punta del dedo, una responsabilidad que no tiene. Por eso me gustaría mucho que existiese una segunda versión del mismo que pudiese decir así:

“Si el sabio que señala la luna no logra que los que quieran conocerla vean más que la punta de su dedo, es muy probablemente –además de sabio– un idiota”.


J. R. Lucks

domingo, octubre 17, 2010

Verdades no evidentes

Hace un tiempo leí un cuentito que me resultó interesante. El susodicho tiene su lado “tierno”, así como además una notable cuota de crueldad. Dice lo siguiente:

“Un día mi madre salió, y mi padre quedó a mi cargo.

Yo tendría entre dos y tres años, y uno de mis juguetes favoritos era, por ese entonces, un juego de té que alguien me había regalado.

Mi papá estaba en el living mirando el noticiero de la noche, cuando le llevé una pequeña taza de té conteniendo en realidad no más que agua.

Después de varias tazas, y de muchas alabanzas por la riquísima bebida, mamá llegó a casa. Mi papá la hizo esperar en el living para que me viera traerle una nueva taza de té, porque a él le había parecido la cosa más tierna que había visto.

Mi mamá aguardó, me vio venir caminando por el pasillo con la taza de té para papá, y lo miró sin decir palabra mientras la tomaba.

Luego de que acabara de beberla, mi mamá, rompiendo todo el encanto y haciendo alarde de algo que en realidad sólo una madre podría saber, le dijo:

-¿No se te ocurrió que el único lugar en que la nena puede alcanzar agua es en el inodoro?"


Inmediatamente vinieron a mi mente algunos refranes, por ejemplo éste que ese padre habrá de tener en cuenta a partir de su experiencia:

“De los escarmentados nacen los avisados”.

Efectivamente, la experiencia hace que uno vea lo que mira con otros ojos; poniendo en este “ver” ya no sólo el sentido de la vista sino además otras capacidades, como la memoria, el razonamiento, etcétera. Para eso otro refrán aplica:

“La experiencia no se fía de la apariencia”.

No siempre las apariencias engañan, pero muchas veces sí; de allí que no todas las verdades son evidentes, ni todo lo que parece evidente es cierto.

¿Cuánta “agua de inodoro” tomamos hoy en día, en que lo “ofrecido” con aparente “ternura” es tanto? ¿Cuánta oferta que a los ojos resulta tentadora no es más que gato por liebre? ¿Cuánta experiencia hace falta para discernir correctamente?

Discernir es una palabra que me parece maravillosa. Pasar por un cernidor –por un “colador”–, que deje pasar lo que queremos que pase y retenga lo que queremos que quede. ¿Dónde se aprende a cernir las ofertas para retener las buenas y descartar las malas?, ¿sólo a los golpes, o se podrá pensar un poco aunque para el ansia de venta de muchos eso sea un pecado mortal?

No es cierto que como todo es “barato”, o “alcanzable”, o “accesible” en función de cuotas o financiaciones “sin interés” –aparente–, no resulta oneroso equivocarse y tomar agua de inodoro pensando que es té u otra bebida “potable”.

En fin. Ojalá que al menos en las ofertas que nos hacen hubiese algo de ternura, y no sólo intención de engañar. No se puede vivir paranoico pensando que toda agua es de inodoro, pero tampoco tan ingenuamente como para creer que todo lo que parece puro y transparente lo es, aunque sea barato –o justamente porque lo aparenta.

Algo de agua sucia habrá que estar preparados para tomar de vez en cuando; ya que aunque sea mala, sucia, o no cumpla con lo que creímos que iría a cumplir, no se puede vivir sin tomar. Para eso, y “estirándolo” para que sirva a efectos mayores, es muy cierto que:

“Nunca digas de esta agua no beberé”

… aunque sea de inodoro. Eso sí, no tan seguido, ¿no?


J. R. Lucks



domingo, octubre 10, 2010

Lo fundamental no cambia demasiado

“Tú tienes que recordar esto
un beso es todavía un beso…
las cosas fundamentales aplican de la misma manera
(aun) con el paso del tiempo”.


Así comienza el poema que da letra al tema musical “As time goes by” (que traducido del inglés se puede entender como: con el paso del tiempo). Y sigue:

“Cuando dos enamorados se cortejan
aún dicen ‘te amo’,
en eso puedes confiar.
No importa lo que el futuro depare
con el paso del tiempo ”.


El mismo fue escrito en 1931 para un musical de Brodway, por un compositor de nombre Herman Hupfeld. La canción se popularizó grandemente cuando, en 1942, se la incluyó como parte de la banda de sonido de la película “Casablanca”.

¿Seguirá siendo así como aseguró Herman? ¿Seguirán las cosas fundamentales aplicando aun a pesar del paso del tiempo?

Es definitivamente cierto que un beso sigue siendo un beso; pero ¿significa lo mismo?, ¿cuesta lo mismo obtenerlo?, ¿da el mismo placer recibirlo?

Me da la sensación de que, como con tantas otras cosas, los besos cayeron en la trampa del consumo masivo y se comoditizaron; se consiguen con mucho menos esfuerzo y por lo tanto abundan, aunque no sé si satisfacen de la misma forma.

No es crítica a los tiempos modernos. El tiempo pasa y la gente cambia, y está bien. De cualquier manera yo creo que el beso que sí importa sigue siendo tan valioso y exquisito como antes –lo cual aplica a la mayoría de las cosas en realidad, a pesar del esfuerzo de la economía de mercado por “abaratarlo” todo–; más allá de que sin mucho temor a exagerar, pueda verificarse la existencia en la actualidad de un mayor “caudal” de besos intrascendentes –o faltos de la mística que sugiere el tema musical– que los que había en el 31 o en el 42.

El “te amo” también, muy probablemente, haya perdido algo de esa mística que tenía hace setenta años, pero sólo el uso de la palabra, no el sentimiento en sí. De hecho se dice que los sentimientos, en realidad, no han cambiado desde que el hombre apareció sobre la tierra. El amor es el mismo; cambian las formas de amar, los artefactos con los que se ama (o más bien con los que se hace el amor), las maneras de demostrarlo, pero el amor en sí es el mismo.

Herman exageró un poco –probablemente a sabiendas–, pero tenía también algo de razón. Yo cuento con la ventaja de que el tiempo haya pasado, para poder ahora mirarlo en retrospectiva; lo que no quita que él haya así mismo mirado setenta o más años para atrás antes de escribir lo que escribió, fundamentando de esa manera sus dichos.

¡Es así entonces!... ¿es así entonces?

Hace muy poco leí, en un periódico , la aparición de un sitio de Internet dedicado exclusivamente al adulterio. La empresa, que utiliza este medio electrónico para ofrecer sus servicios, está “supuestamente” especializada en facilitar la infidelidad de los casados (al menos así se anuncia). El sitio WEB declara con orgullo:

“Si usted está buscando una emoción con una mujer casada en su ciudad o un amante a miles de kilómetros de casa, ¡XXXXX recibe y une a los infieles de todo el mundo! 159 países, son 159 nacionalidades que le esperan. ¿Una aventura extra-conyugal en América Latina? ¿Un amor a primera vista en Asia? ¿Una amistad a la vuelta de la esquina? Todos los encuentros infieles son posibles”.

¿Qué tal? Otro gran producido de la globalización y la tecnología. En la época de As time goes by había que ser marinero para tener un amor en cada puerto, ahora sólo hace falta una computadora y cruzarse en un aeropuerto.

En la nota, uno de sus fundadores sostiene que en realidad la iniciativa contribuye a la claridad y a la veracidad, ya que:

“La idea surgió tras comprobar, a través de estudios, que el 30% de los inscriptos en sitios de encuentros convencionales se presentan como solteros cuando en realidad están casados”.

Obviamente no está bien mentirle a la persona con la que se va a engañar al propio cónyuge. El emprendedor tiene razón, ¡la sinceridad ante todo!

El periódico donde se publicó la historia que cayó en mis manos, reportaba entre otras cosas:

“Según sus responsables, no es exclusivamente sexo lo que buscan sus miembros. ‘Sexo lo habrá, sin duda. Pero no es nuestra prioridad’, dice Thierry, un director financiero de 45 años casado desde hace 20, involucrado a través de XXXXX con Estelle, una mujer casada. ‘Yo lo que quiero es poder hablar, en casa ya nadie escucha’, agrega. Thierry había tenido aventuras, pero no una amante. ‘Ninguno de los dos ponemos en cuestión nuestra familia, no queremos romper con todo’.
Para concluir, bien vale incluir las palabras de Pixiwoo, una adúltera que desentraña las razones del éxito de XXXXX: ‘Las mujeres engañan generalmente a sus maridos con otros maridos. Los adulterios tienen así algo de conyugal, de honorable, de legal que merece la consideración general’".


Especialmente luego de leer estos comentarios de sendos felices usuarios de este servicio público (calificativo que en este caso considero aplica de mil maravillas), me terminé de convencer: Herman tenía razón.

Con o sin Internet, mintiéndole sólo a la pareja formal o además al amante, muchos Thierry en este mundo necesitan charlar con alguien (y tal vez decirle te amo), y cantidades de Pixiwoo no consiguen dejar del todo de lado su compromiso conyugal, sólo necesitan refrescarlo de vez en cuando cambiando de labios a los que besar.

Las cosas fundamentales no cambian, un beso es todavía un beso, una mentira también. La necesidad de ser reconocido, aceptado, querido y deseado no ha cambiado en esencia; y esa necesidad fue y sigue siendo en gran medida más fuerte que muchos de los compromisos que nos animamos a asumir. Los amantes (legales o ilegales, navegantes de los mares o de la WEB) se siguen diciendo te amo –sintiendo o no lo dicho–, aunque en el momento de pasión a nadie parezca realmente importarle demasiado la sinceridad.

Lo “fundamental” ahí está, intacto, sólo que ahora en grandes volúmenes, y facilitado por la tecnología, tanto besos como mentiras, tanto amores como infidelidades. Herman tenía razón… sigue teniendo razón. Menos mal, ¿o… tal vez no?


J. R. Lucks


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domingo, octubre 03, 2010

Feliz cumpleaños

Esta semana (aunque en realidad no importe mucho cuál sea la semana, porque cuando usted lea lo que sigue muy probablemente “esta” semana ya haya pasado), cumplió años un amigo muy amigo, así que fui a verlo.

Este querido ser, quién en su momento tuvo mucho que ver con que yo sea lo que soy, es también un gran amante de los refranes y del poco nocivo vicio de tratar de pensar usándolos. Siendo así, luego de saludarlo, le pedí que me contara algunos de sus favoritos o de los que significaron algo para él, y que me sugiriera cosas para pensar.

-Verás –me dijo–, un refrán que usaba yo mucho de joven, lamentablemente, aconsejaba:

“Si no puedes convencerlos, confúndelos”.

-Fue una época de mi vida en la que pensaba que podía llevarme el mundo por delante, en la que creía que todo era una competencia; en la que estaba tan seguro de mí mismo que no me daba cuenta de cuanto contenido me faltaba.

-Otro, que sostenía en mucho al anterior y que no reflejaba más que mi visión “unilateral” (mi lateral) del mundo, aseguraba:

“El que ríe el último piensa más lento”.

-Era yo un experto en desestimar y despreciar puntos de vista ajenos, no por maldad, sino por ignorancia. Obviamente el tiempo pasa, uno va creciendo, y se va dando cuenta que el mundo y la realidad son mucho más “anchos” de lo que se pensaba.

-Crecí, y sinceramente te puedo decir que me deprimí un poco de pensar en cuánto había dejado pasar. Así fue que empecé a buscar la verdad en otros, y por lo tanto un proverbio que repetía yo muy seguido era.

“Lo importante no es saber, sino tener el teléfono del que sabe”.

-¡Ja!, o no los encontré, o ninguno sabía nada de lo que a mí me hacía falta.

Pensé entonces que “adormecerme” me ayudaría, y como sabrás usé algunos métodos que para eso prometían diversión aparte del adormecimiento. Tomé un poco… bueno, en realidad muchos pocos. En algún momento el médico me dijo que no tomara más, y yo le hice caso, no tomé más pero menos tampoco, seguía tomando lo mismo. Evidentemente no entendí bien. En esa época me acuerdo que mi refrán más en boca prevenía:

“Es bueno dejar la bebida, lo malo es no acordarse dónde”.

-¡Pasaron finalmente aquellos días!, ya que como todo lo que nos pasa, a la larga o a la corta, termina pasando. Ese fue el tiempo en el que comencé a auto-consolarme, por así decirlo, entonces me acuerdo que le decía a todo el que se animaba a escucharme:

“No soy un completo inútil... por lo menos sirvo de mal ejemplo”.

-Pero bueno, el tiempo corre. La verdad es que haciendo balances (de mi vida, no de los contables) conseguí mucho, particularmente algunas cuantas cosas buenas sobre todo cuando me puse a escuchar y tratar de comprender, ya que fue allí que los demás me comprendieron y me escucharon. Empecé a tratar en ese momento de practicar otro refrán que, sinceramente, me ayudó bastante. Todas las mañanas me repetía a mí mismo:

“Si buscas una mano dispuesta a ayudarte, la encontrarás al final de tu brazo”.

-Ya sé que suena a autosuficiente, pero la idea no es vivir en un submarino, sino hacer lo que hay que hacer para que lo que tenga que pasar termine pasando, o al menos comience a ocurrir. Hacerse cargo.

-Que recorrido –le dije.

-Y con un poco de temor, porque el tono de la historia me había parecido poco feliz, le pregunté: ¿y te arrepentís de algo, harías algo distinto si pudieses?

-Ni loco –me soltó sin pensar ni medio segundo–, ¿cómo hubiera aprendido de mis errores si no me hubiese equivocado?, ¿cómo hubiera disfrutado de mis aciertos sin tener un contrapunto? Mi vida fue muy buena, como toda vida que se vive con ganas, ¿no es así?

-Supongo –le dije…

-¡Claro pibe! Pensá los refranes que te dejé. Todos pasamos por ellos en algún momento, de una u otra forma, en la secuencia en que te los conté o en la que sea. Todos en algún momento estamos encerrados en un yo que se cree omnipotente; todos en otra fase salimos a buscar afuera lo que creemos no tener adentro; no hay nadie que durante algún tiempo no pretenda adormecerse a sí mismo con algo, y mirá que hoy hay oferta para eso; y yo espero que todos, llegado el tiempo, nos demos cuenta de que hasta que no ponemos nuestra propia casa en orden y nos hacemos cargo de nosotros mismos, las cosas no se encaminan.

-Yo estoy contento –siguió después de una pausa. -Hace tiempo que dejé de lado las caretas, que me di cuenta de que el costo de mentirme a mí mismo era mucho mayor que el de dejar que los demás supiesen la verdad; y fue allí que comencé a tener relaciones verdaderas, gratificantes, útiles.

-Y si tuvieses que elegir ahora un refrán que te describa –pregunté ahora con más ánimo– ¿cuál sería?

-No sé si un refrán o más bien una frase que tal vez debería serlo, y que se le atribuye a Henry Ford, el de los autos ¿te acordás? Parece que él decía:

“Tanto si pensás que podés, como si pensás que no, vas a tener razón”

-Pensalo pibe, que por más que los dos estemos ya lejos de que los demás nos llamen así, entre nosotros podemos seguir haciéndolo; ¡ah!, y gracias por la visita.

Me fui pensando, claro, como no irme pensando. Me contó su vida en seis refranes, y una cita de: “el de los autos”. ¡Qué personaje!, pensé… y después me corregí a mí mismo, que persona… una más, nada más ni nada menos.

Y me fui, definitivamente, pensando: ¿en qué refrán estoy yo estacionado?; ¿cuáles pasé?; ¿de cuáles aprendí algo?; ¿habré desaprovechado alguno?; ¿cuáles me faltan aún?, pero no para evitarlos sino para vivirlos alertado, y como mi amigo poder aprender de mis errores y disfrutar de los contrapuntos.

Feliz cumpleaños amigo… ¡y yo que le iba a regalar un refrán!…


J. R. Lucks


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