domingo, julio 25, 2010

Luchar y disfrutar, equilibrio que cuesta

No hace mucho yendo hacia el lugar donde trabajo –muy temprano por la mañana–, mientras avanzaba lentamente con el tráfico, por una “rendija” entre una serie de edificios un parque y algún lugar en el que no había nada, vi salir el sol sobre el río –una de las maravillas que pueden verse en la ciudad en la que vivo.

Era un sol rojo, inmenso, glorioso; como hacía mucho, pero mucho que no veía… y entonces me acordé, justamente, de cuánto hacía que no lo veía; de cuanto que no me “fabricaba” el tiempo para ver salir el sol; de cuanto que no me preocupaba siquiera por el hecho de no tener o hacer el momento para presenciar semejante maravilla, por la que –al menos todavía– nadie cobra.

Claro, lo que pasa es que uno está –yo estoy, ¿y usted?– muy ocupado. La vida es un trajín constante. Trabajar, hacer cosas, estudiar, mejorar, hacer trámites, evitar problemas, consumir –no hay que olvidarse de este mandato de la sociedad moderna–, y claro no hay tiempo.

“La vida es una lucha”, me encontré diciéndome a mí mismo. O será que la lucha es vivir la vida de forma tal que no la transformemos en una lucha. ¡Ja!, interesante juego de palabras que me hizo acordar de un refrán:

“No hay peor lucha que la que no se hace”.

Yo –admito que con una mezcla de orgullo y vergüenza– soy de los que cree que la vida es en muchos sentidos una lucha, un camino que hay que esforzarse en recorrer para llegar mejores personas donde sea que vayamos. Yo no soy de los que cree que la vida es sólo para disfrutar; ya que dis-frutar viene de aprovechar los frutos, o sea des-frutar (eso dicen los diccionarios de etimología), y si no se cultiva, si no se cuida la planta, no hay frutos, al menos no otros que los silvestres que eventualmente se acaban.

Pero claro, el asunto es el equilibrio, tan pero tan difícil de lograr. Es infinitamente más fácil estar desequilibrado que no estarlo, después de todo el equilibrio es sólo un punto de la escala, mientras que los desequilibrios son prácticamente infinitos. Por eso, más allá de las posturas personales, más allá de pensar que los frutos hay que cultivarlos para poder disfrutar de ellos, es cierto que hay algunos que están allí casi gratuitamente, y que por lo tanto no hace falta luchar para conseguirlos.

La vida es lucha en mucho; pero también es disfrute, sea del resultado del esfuerzo como también de lo que de alguna manera está simplemente allí, para que carguemos fuerza para seguir adelante.

Esta cita de un libro (1) que tampoco hace mucho leí, me causó en su momento la misma sensación que la que tuve el otro día viendo, de casualidad, la salida del sol sobre el río.

“-La vida es una lucha, no lo olvides.
Me respondió tristemente.
-Maestro, no me hables de lucha: ¿no has contemplado nunca el sol al amanecer sobre los campos y el Nilo? ¿Nunca has observado el crepúsculo? ¿Nunca has escuchado el ruido de los ruiseñores, ni el zureo de las palomas?... ¿Nunca has perseguido la santa alegría que se esconde en los más profundo de nuestras vidas?...”.


Equilibrio: éste es el mandato, al menos para mí; no pretender disfrutar de lo que no me esforcé por conseguir, pero no despreciar los disfrutes para los cuales mi esfuerzo no sólo no haga falta sino que además resultase intrascendente.

El amor de un ser querido, por ejemplo, para el que hay que esforzarse por obtener y mantener, pero que si es sincero es siempre más de lo que uno merece. O lo que nos ofrece la naturaleza –como ese sol de mi otro día–, a la que tenemos que cuidar con esmero y dedicación, pero que nos da infinitamente más de lo que nosotros podríamos haber logrado por nuestra cuenta.

Esta es para mí la lucha que no debo dejar de hacer, equilibrarme para disfrutar más, y tal vez luchar menos –o al menos tener a la lucha no tan presente, no tan protagonista. Tal vez la de otros sea la de “poder” pretender menos gratuitamente, y ser más capaces de hacer esfuerzos para merecer lo que desean disfrutar. No dejan de ser igual de valiosas ambas luchas, no dejan de ser igual de necesarias, no dejan de ser estas las faltas y desequilibrios que nos hacen humanos.

A luchar lo suficiente, a disfrutar lo que se presenta y lo que se consigue. Un equilibrio que al menos a mí me cuesta, pero que vale la pena. Que la vida no sea sólo una lucha, o sólo una pretensión de disfrute; que la vida sea ambas cosas.

Tal vez no se logre fácilmente un equilibrio razonable, pero como nos dice este otro refrán:

“Mientras haya vida habrá esperanza”.


J. R. Lucks



Referencias:

(1) Akhenaton El rey hereje. Naguib Mahfuz. Editorial: Edhasa Año: 2000




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domingo, julio 18, 2010

No todo cambia

La grandísima cantante Mercedes Sosa interpretaba entre muchas otras cosas un maravilloso poema del también cantante, músico y compositor chileno Julio Numhauser, quién tuvo que exiliarse en Suecia como consecuencia de la dictadura que en ese país imperó por varios años.

Es un poema muy adecuado para la época en la que vivimos, en la que parece todo estar en movimiento, nada quedarse quieto. Sus primeras estrofas dicen así:

“Cambia lo superficial
cambia también lo profundo
cambia el modo de pensar
cambia todo en este mundo.


Cambia el clima con los años
cambia el pastor su rebaño
y así como todo cambia
que yo cambie no es extraño”.


Y claro, todo cambia y cambiamos nosotros también. No sólo cambia lo superficial, como la ropa que nos ponemos, o las costumbres en el comer; cambia también lo profundo, como los valores, el modo de pensar, el modo de educar.

El clima no sé si cambia o será que lo cambiamos, pero el pastor sí cambia su rebaño, los políticos cambian a los países, los terroristas y los tiranos cambian la faz de la tierra con sus brutalidades, las nuevas generaciones cambian las formas de comunicarse, de hablarse, de mirarse, de todo.

Y está bien, todo cambia, nada se queda como está, todo fluye. Ya lo planteó Heráclito, filósofo griego, en el 500 antes de Cristo:

“Nunca te bañarás dos veces en el mismo río”

…o algo por el estilo, ya que él creía que el mundo estaba en un constante devenir, en un constante fluir fundamentado en una estructura de contrarios. Lo único constante es el cambio y la dialéctica que lo produce, pudiera inferirse de lo que esta corriente filosófica planteaba (simplificando las cosas muy groseramente).

Por eso, como dice el autor y cantó tantas veces doña Mercedes: “así como todo cambia, que yo cambie no es extraño”.

Dejamos de pensar lo que pensábamos, nos hacemos viejos (o maduramos) y aceptamos lo que antes no aceptábamos, dejamos de hacer lo que antes decíamos no poder dejar de hacer… en fin, cambiamos. ¿Mejoramos?, ¿empeoramos?, seguramente una mezcla de ambas cosas.

Pero hay algo que no cambia, al menos no en su esencia. El autor, que escribe este tema en el exilio, agrega al final de su larga lista de cosas que cambian una estrofa que dice:

“Pero no cambia mi amor
por más lejos que me encuentre
ni el recuerdo ni el dolor
de mi pueblo, de mi gente”.

Claro, eso no cambia. El amor no cambia. Los sentimientos no cambian. Cambiamos nosotros, pero los sentimientos no. Tal vez cambiamos el objeto o al sujeto de nuestro amor, pero la forma de amar, el amor en sí, no cambia.

Una vez me hicieron notar, y lo incorporé como mío en el instante en que lo escuché, que a lo largo de la historia de la humanidad el hombre se ha desarrollado y ha evolucionado mucho –su pensamiento, sus métodos para desplazarse, su manera de trabajar, de hacer, de… –, pero que en todo ese tiempo no ha cambiado sus formas de sentir.

El amor que se sentía hace miles de años es igual que el de ahora, aunque las formas de encontrar y “hacer” el amor hayan cambiado. El maldito odio que a tanta gente ha matado, es el mismo maldito odio del que los libros más antiguos dan testimonio. La envidia es igual, la compasión también.

Los sentimientos no cambian. No sé si esto nos dé alguna seguridad, pero me gustaría pensar que sí. Con tanto avance que a veces, en mucho, nos hace retroceder; con tanta mejora tecnológica que no sabemos ahora como controlar para que no haga explotar al mundo sea de calor o de frío; saber que después de miles de años aún no pudimos destruir el amor es una especie de garantía, de que nuestro poder depredador no puede llegar tan lejos.

Lástima que, por el contrario, no hayamos querido desaparecer al odio; pero bueno eso debería poder hacerse, el día que nos decidamos, con amor.

Todo cambia y nosotros cambiamos y lo cambiamos; a pesar de eso, a pesar de nosotros, seguimos amando… Sigamos entonces amando, como siempre; que “eso” no cambie… a ver si “eso” finalmente nos cambia y, dejando un poco de lado el yo por el nosotros, logramos vivir un poco mejor.


J. R. Lucks


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domingo, julio 11, 2010

Prendamos las velas que hagan falta

Uno de esos refranes sencillos, que con pocas palabras simples dice mucho e invita a moverse, propone:

“No maldigas la oscuridad, enciende la vela”.

Bárbaro ¿no? ¡No te quejes, hacé algo!

En una conferencia que el gran filósofo y escritor José Ortega y Gasset diera en la Universidad de la Plata –en Argentina–, hace ya más de 60 años, de una manera soberbia le recomendó a ese pueblo (me recomendó) lo siguiente:

“¡Argentinos, a las cosas, a las cosas! Déjense de cuestiones previas personales, de suspicacias, de narcisismos. No presumen ustedes del brinco magnífico que dará este país el día que sus hombres se resuelvan de una vez, bravamente, a abrirse el pecho a las cosas, a ocuparse y preocuparse de ellas directamente y sin más, en vez de vivir a la defensiva, de tener trabadas y paralizadas sus potencias espirituales, que son egregias, su curiosidad, su perspicacia, su claridad mental secuestradas por los complejos de lo personal”.

La verdad es que tanto el refrán como la cita del discurso de Ortega aplican a cualquiera.

Dejar de lado la mezquindad para hacer cosas grandes. Dejar la oscuridad para ver y ser visto. No buscar (culpas ajenas) donde no hay (más que responsabilidades propias).

Podríamos imaginar una serie de cuestiones hipotéticas (para no ofender ni ofenderme), y si alguna nos resultase demasiado cercana tal vez pudiéramos intentar hacer algo para evitarla. ¿Qué les parece esta lista?:

• Queremos vivir en un país justo, pero apenas podemos nos pasamos un semáforo en rojo o circulamos por las banquinas para ganar segundos en nuestro viaje.
• Queremos un país educado, pero no le pagamos bien a los maestros.
• Queremos que nuestro equipo nacional de fútbol juegue como tal, como equipo, pero somos individualistas al extremo y nos enorgullecemos de serlo.
• Queremos que los jubilados ganen mucho, pero no queremos pagar impuestos.
• Queremos que nos traten con respeto, pero nos encantan los programas de televisión en los cuales se hace “humor” abusando de la gente.
• Queremos que nos den, pero no damos nunca nada o damos sólo lo que nos sobra o molesta.

¿Cómo se cambia la mentalidad de todo un pueblo? ¿Cuánto tiempo se tarda? ¿Se puede?

Degradarla hasta llegar a extremos en que haya que contestar que sí a los “queremos” que acabo de enumerar, evidentemente se puede. ¿Será posible recorrer el camino inverso? O será que la única salida es la destrucción social hasta un punto en el que “haya que comenzar de nuevo”. En el que “mejorar” deje de ser algo deseable para transformarse en obligatorio.

En la historia de la humanidad tenemos varios ejemplos de civilizaciones que terminaron desapareciendo, o siendo “fagocitadas” por otras, por el simple hecho de haberse corrompido a extremos inimaginables, echándole las culpas a la oscuridad en vez buscar velas para prender. Algunas –no todas– renacieron, aunque tardaron siglos e incluso, otras, milenios.

Tal vez tenga sentido hacer caso y dejarnos de cuestiones previas personales, de suspicacias y narcisismos. Tal vez convenga resolverse de una vez, bravamente, a abrirnos el pecho a las cosas, a ocuparnos y preocuparnos de lo que sabemos está mal, directamente y sin más, en vez de vivir a la defensiva, en vez de tener trabadas y paralizadas nuestras potencias buscando que otros solucionen problemas que nosotros mismos creamos, siendo como somos y criando a nuestros hijos con palabras que no se condicen con nuestros actos.

¡Todos a las cosas!, de una vez. Pensemos individualmente que vela tenemos que encender, ya que cada uno sabrá a qué oscuridad le ha estado echando la culpa. Prendamos la luz y paremos esta carrera al vacío que estamos corriendo en la oscuridad más absoluta. Tal vez se pueda, y si no, al menos habrá valido la pena el esfuerzo.




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domingo, julio 04, 2010

A no rendirse

El grandísimo Mario Benedetti nos dejó, entre muchas otras maravillas, un poema que con el nombre de “No te rindas” empieza así:

“No te rindas, aún estás a tiempo
de alcanzar y comenzar de nuevo,
aceptar tus sombras,
enterrar tus miedos,
liberar el lastre,
retomar el vuelo”.


Cada línea es una invitación a pensar, pero por sobretodo a pensarse.

Aceptar las propias sombras; las faltas de claridad que nos hacen tomar malas decisiones, pero que son nuestras y hay que asumir para poder “fabricar” la valentía de pedir y escuchar consejo, ayuda, soporte, complemento. “Usar” las sombras para “hacernos” más, incorporando las luces de otros para aclararnos y ver.

Enterrar los miedos. Dejar de lado lo que nos bloquea el hacer; a cambio de correr ciertos riesgos que en caso de fracaso dolerán, pero que son la única forma de obtener un logro que la abstinencia impedirá con seguridad.

Liberar el lastre, los prejuicios, los condicionamientos –muchas veces autoimpuestos sin necesidad o lógica. Lastres propios, paredes entre las que nos encerramos y que tienen mucho que ver con los miedos y las sombras.

Retomar el vuelo… pero ¿por qué? Bueno, don Mario en la segunda estrofa nos propone una idea:

“No te rindas que la vida es eso,
continuar el viaje,
perseguir tus sueños,
destrabar el tiempo,
correr los escombros,
...”


La vida es viaje, no arribo. Tal vez suene mal, pero el arribo es la muerte; por lo tanto la única forma de vivir es viajar, ir, caminar… Aun sin morir el sentir que se ha llegado –y creer por lo tanto que no existe un donde ir o que ya no se puede avanzar– es en alguna medida una forma de muerte, de asesinato de posibilidades a las que tenemos derecho y también –de alguna forma– estamos obligados.

Siguen algunos versos sueltos, que a pesar de haberlos sacado de distintas estrofas no pierden del todo el ritmo:

“… hay vida en tus sueños...
… la vida es tuya y tuyo también el deseo…
… no hay heridas que no cure el tiempo…
… Vivir la vida y aceptar el reto,
recuperar la risa, …
… celebrar la vida…
… cada día es un comienzo nuevo…”


Algunos viajan, siguen sus sueños, se sienten dueños de su vida y de sus deseos. Los mismos, seguramente, se curan las heridas con el tiempo, aceptan los retos y, por sobre todo, celebran la vida porque cada día es un comienzo nuevo. Esos, como Mario Benedetti, siguen viviendo aun después de haber dejado de viajar, aun cuando una muerte biológica nos los haya arrebatado.

Viajemos la vida, recuperemos la risa –sobretodo los que la hayamos perdido por ahí. La risa, aun de nosotros mismos en situaciones que nos exceden –en vez del enojo, la bronca, la desesperanza–, es en mucho el combustible que necesitamos para continuar viajando.

Una vez, en una situación compleja de mi vida en la que no podía dejar de discutir agriamente y con mucha frecuencia con gente muy querida, alguien me dijo:

–Pero si vieras esta situación en una película, ¿no te reirías? –Y la verdad es que imaginé una escena en la que dos personas, a pesar de amarse mutuamente, no dejaban de discutir por cosas menos importantes que las que las unían, y no pude evitar la contestación afirmativa.

Nada se soluciona mágicamente, pero lo cierto es que en la siguiente situación tensa con esa gente querida pensé en lo que mi amigo me había dicho, me sonreí internamente y me afloje; ese día la discusión no fue tan agria, y al día siguiente volver a empezar el viaje fue mucho menos difícil.

“… Vivir la vida y aceptar el reto,
recuperar la risa, …
Celebrar la vida…
… cada día es un comienzo nuevo…”




J. R. Lucks



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