domingo, abril 25, 2010

Hagamos experiencia que valga la pena

Vamos creciendo y a los golpes la vida nos va enseñando cosas. Nos vamos “cayendo” y de vez en cuando, muy de vez en cuando, aprovechamos la caída. Vamos aprendiendo de a poco, vamos “ganando” experiencia que muchas veces nos indica qué no hacer, cómo no hacer, porqué no hacer... Vamos perdiendo la inocencia, la frescura impetuosa de la juventud.

Para “coronar” esta visión negativa del desarrollo de la vida hay una especie de proverbio que dice:

“Un pesimista es un optimista con experiencia”.

Pareciera que esa experiencia es mejor no tener que adquirirla. Por eso es que algunos autores y corrientes de pensamiento recomiendan no perder (más bien recuperar) la visión de niño que todos alguna vez tuvimos, cuando no había forma de que tuviésemos experiencia, como si pudiésemos borrar nuestra memoria.

Otra versión –diría que más cruel– postula que la experiencia sólo llega después de lo necesario. Los que la sostienen aseguran que cuando nos equivocamos, cuando nos va mal, cuando erramos, ya es tarde porque el daño está hecho. Una versión representativa de esta línea de ideas es la que hizo popular el boxeador argentino Oscar Bonavena, cuando con sorna decía.

“La experiencia es como un peine que la vida te da cuando te quedaste pelado”.

Como si la vida, sádicamente, disfrutara de nuestras equivocaciones que no ha luego de permitirnos enmendar.

¿Será que es mejor quedarse chiquito? O vivir como si uno fuese chiquito, sin pensar demasiado y dejándose llevar por lo que otros dicen o hacen, ya que de esa forma habrá siempre a quién echarle la culpa.

Pesimismo. Irresponsabilidad. Inexorable sensación de que vamos a perder y sólo en el mejor de los casos nos vamos a dar cuenta tarde, para así poder coronar con amargura el sufrimiento.

Por suerte hay otras visiones del asunto. Particularmente una que rueda por allí y que se atribuye a un escritor y novelista inglés de nombre Aldous Huxley, autor, entre otros trabajos, de Un mundo feliz (1); una visión futurista del mundo pensada en 1932, que se parece demasiado a la sociedad en la que vivimos. Él dice de la experiencia:

“Experiencia no es lo que te pasa; sino lo que tú haces con lo que te pasa”.

Y esta es de las que me gusta, porque me devuelve el control. La experiencia no es algo fortuito que me pasa, no es lo que la vida me depara, no es algo que ocurre… el algo que yo hago ocurrir.

El libro de Huxley no es necesariamente optimista en cuanto a cómo nos habríamos de desarrollar como sociedad; pero evidentemente era su forma de “protestar” contra la experiencia que le parecía a él iríamos a ganar si seguíamos como íbamos.

Pues lamentablemente algo de razón tuvo. Me parece por desgracia que su visión no estaba tan errada. Están pasándonos cosas que “tal vez” no sean buenas como: despersonalización creciente de las relaciones humanas, consumismo al punto de consumirnos consumiendo, idiotización con drogas de todo tipo, y más… Pero por suerte la cuestión no es lo que nos pasa, sino lo que hacemos con eso.

La pregunta es, para los que creen como yo que algunas de las cosas que nos están pasando como sociedad (a nivel mundial) no son buenas: ¿Qué vamos a hacer con eso?

Y está bien pensar las cosas así: no es lo que ocurre, es lo que hacemos ocurrir. No es el por qué nos pasa algo (que tal vez podamos averiguar o no) es el para qué. Qué vamos a hacer con lo que nos pasó. Para qué vamos a usar una caída, un golpe o un error. ¿Para deprimirnos?, ¿para transformar el optimismo en pesimismo? ¿Para comportarnos como niños dependientes de las ideas de otros?... o para algo útil.

La humanidad ha construido y dejado desvanecer ya muchas veces grandes imperios, sociedades y formas de vida superiores que por dejadez y desidia se corrompieron hasta su desaparición. Si se las estudia un poco se encuentran siempre factores comunes que no son muy diversos a los que hoy nos afectan, y que Huxley proyectó hace casi ochenta años. Me parece que vale la pena pensarlo en términos de qué vamos a hacer con “esto”, para que sea buena experiencia y no sólo causa de pesimismos o regresiones infantiles.

Un gran escritor argentino, Roberto Arlt, nos da una pista de por donde empezar a “hacer” para tal vez, sólo tal vez, no volver a caer nuevamente con la misma piedra.

“Si estoy de buen humor, compro un diario y me entero de lo que pasa en el mundo, y siempre me convenzo de que es inútil que progrese la ciencia de los hombres si continúan manteniendo duro y agrio su corazón como era el corazón de los seres humanos hace mil años”.

Para que la experiencia no nos haga peder el optimismo, y podamos usarla antes de quedarnos pelados, me parece que vale la pena pensarlo e intentar al menos hacer algo.



J. R. Lucks


Referencias:

(1) Un Mundo feliz. Aldous Huxley. Ed. Geminis 2003


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domingo, abril 18, 2010

Hablan, hablan, hablan.

Una vez no hace mucho, la persona a cargo de la presidencia de uno de los países en los que vivimos, pronunciando un discurso (de los que normalmente da a diario) dijo:

“…dejemos esa vocinglería que aturde…”

No me tomo el tiempo de aclarar de cual de los países en los que vivimos se trata, porque realmente creo que son más o menos todos iguales –tanto los países como sus políticos. De haber diferencias sólo se deben a que en algunos las barbaridades se cometen más prolijamente, o simplemente a que se ejecutan en territorios extranjeros. Igualmente, de sentir curiosidad, no es difícil investigar cuál es este país y su gobernante.

Examiné varias fuentes en búsqueda de la cita exacta, incluso la agencia oficial de noticias de ese querido país, y la verdad es que la frase, dentro del contexto del discurso –y evidentemente por haber sido dicha en el calor de la alocución–, no queda del todo clara en términos de si se lo propone a su propio equipo y seguidores –por la conjugación del verbo dejar en primera persona del plural–, a la oposición –según lo interpretan casi todos los medios gráficos–, o a todos los habitantes del país; aunque a mis fines en realidad no importa.

La frase trajo inmediatamente a mi memoria una poesía de Javier Calamaro (1) que dice:

“Hablan Hablan Hablan
yo dudo
Hablan Hablan Hablan
¿Qué habrá detrás de tanta palabrería?
Hablan Hablan Hablan
me adormece
Hablan Hablan Hablan
¿Por qué no hacen una pausa y se dedican a escuchar?
Hablan Hablan Hablan
¿Será porque hablar es gratis?
Hablan
me aturden”.

Cuando la leí en su momento, no hace mucho tampoco, lo primero que me vino a la cabeza fueron justamente los “supuestos” debates parlamentarios de mi querido país (¿el mismo del gobernante pidiendo dejar la vocinglería?... cierto que no importa porque son todos iguales), en donde por horas diputados y senadores a los que le pagamos el sueldo entre todos, se hablan, se insultan, se gritan, se ríen –en general de las necesidades del pueblo–, y para qué, para finalmente votar lo que los jefes de sus bancadas negociaron normalmente a espaldas de la opinión pública.

También me hizo pensar en muchos programas “periodísticos”, de investigación o de opinión, en donde se habla, habla, habla, y se vende ideología de una manera tan grosera, que la mayoría de las veces terminan resultando más obscenos que los que se pueden ver en canales pornográficos.
Y después nos preguntamos –¿nos preguntamos todavía?– ¿por qué los programas sin contenido más allá de algo de carne y siliconas bamboleantes tienen tanto rating? Claro, es que nos adormecen, nos aturden con tanto hablar, hablar, hablar, y nos “escapamos”.

Calamaro dice, y yo también, “hablan, hablan, hablan… yo dudo”. Claro, dudamos: ¿por qué hablan tanto y no hacen más? Pero también: ¿por qué hablamos tanto y no hacemos más?, ¿nunca dudamos de nosotros mismos?

¿Qué habrá detrás de tanta palabrería?: ¿nada?, ¿envidia?, ¿egolatría?, ¿intereses espurios?, ¿odio?, ¿sadismo?… pues no pareciera haber amor, voluntad de mejorar, o cosas por el estilo.

Lo que no creo es que hablen tanto por ser gratis –sobretodo pensando en políticos–, porque de no serlo nos cobrarían un impuesto a nuestro hablar, y con ese dinero financiarían el suyo, ¿no hacen eso con el resto de las cosas?

¡No!, no es por eso. Es porque hablar es más fácil que hacer. Hablarían aunque tuviesen que pagar –con nuestro dinero por supuesto– antes que transpirar haciendo algo. Es por que como tenemos tan poca memoria nos olvidamos de lo que dijeron un par de días antes, y no los defenestramos por desdecirse. Es por eso.

Todos los políticos de mi país pierden imagen positiva apenas ganan las elecciones o se acercan a cargos ejecutivos –o sea cuando dejan de solamente hablar y quedan obligados a hacer algo. Pero ahí quedan, por años, y les pagamos para que nos sigan hablando, hablando, hablando, aún con imágenes negativas cercanas al ciento por ciento.

En realidad la pregunta más importante, para todos pero fundamentalmente para cada uno de nosotros, es la que en la letra de Calamaro interroga:

“¿Por qué no hacen una pausa y se dedican a escuchar?”

Se puede cambiar el “hacen” por hacemos, el “se” por nos y el “dedican” por dedicamos, y queda personalizada la pregunta para cada uno de nosotros. El asunto es que hablan, hablan, hablan, o hablamos, hablamos, hablamos, y lo que habría que hacer es escuchar, hablar, escuchar, hablar, escuchar, hablar… ¡Si hasta es más fácil!, ya que para hablar hay que esforzarse, gastar saliva… para escuchar ni eso.

Un estudioso del tema negociación escribió en uno de sus libros (2) éste párrafo que me pareció interesante compartir:

“Muchos conflictos se solucionarían si las partes, en vez de pelearse y tironear de un recurso escaso, combinaran sus capacidades para generar valor y así tuvieran suficiente para satisfacer los intereses de todos. Y la paradoja, en este caso, es que cuando llamamos conflicto a un problema es porque ya se han dado ciertas características que son las condiciones opuestas a las que requiere el desarrollo de la creatividad. Esas características inhibidoras son el miedo, la desconfianza, la demonización del otro y la falta de comunicación o trabajo en equipo. En un medio se de esas condiciones la creatividad sufre y muere como una babosa en una salina”.

Creatividad, creación de valor, combinación de capacidades, satisfacción de los intereses de todos… parecen términos y expresiones sacadas de una bolsa de utopías. Claro, sin escuchar sería muy difícil todo esto, por eso, ¿porqué no pensar un poco en esta cita y hacer que deje de ser una utopía?

No seamos como los que hablan, hablan, hablan. Dejemos la vocinglería, pero todos ¿no? Y si no, al menos dejémosla nosotros e ignoremos a los que continúen vocinglereando, sean porque no quieren dejar de hacerlo o por que no saben hacer otra cosa.

¡Que no nos aturdan más!, ni los oficialistas de turno ni los opositores de turno. Ya que como sugiere la cita: el miedo, la demonización del otro, y la desconfianza que ellos se tienen, los inutiliza en términos de crear valor.


J. R. Lucks




Referencias:

[1] Mi amigo Jack. Javier Calamaro. Editorial Distal, 2000.
[2] Relaciones Creativas. Francisco Ingouville. Gran Aldea Editores, 2008.





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domingo, abril 11, 2010

Sinceridad pero sin espinas

Hay un refrán bastante conocido, y que según pienso se hace honor a sí mismo. El susodicho pregona:

“La verdad no ofende, pero puede lastimar”.

Digo que se hace honor a sí mismo porque contiene verdad, pero podría resultar peligroso, terminar lastimando. Pues no sería difícil acabar torciendo su sentido para “justificar” mentiras y falsedades, con la excusa de no herir.

Tal vez debería siempre decirse acompañado de otro que prevenga: “aún así, ojo que mentir es peor”.

Por eso me puse a pensar un poco más, reconozco que sin mucho orden, en el sentido profundo del dicho, o lo que yo creo fue la buena intención con la que se concibió. Al final, creo haber llegado a una síntesis armoniosa. Usted dirá.

La primera cuestión que me interesó resolver es el asunto de si la verdad puede ofender o no. Para eso fui a buscar el significado de la palabra ofender, y según el diccionario de la Real Academia Española es, en su primera acepción:

“Humillar o herir el amor propio o la dignidad de alguien, o ponerlo en evidencia con palabras o con hechos”.

O sea que ofender es una forma de lastimar (herir), o de causar dolor (humillar), por lo tanto en realidad es lo mismo. Podría decirse que ofensa y lastimadura son dos caras de la misma moneda, o casi que son la misma cara de la moneda.

En un libro (1) que habla de diversos arquetipos de varón, según la opinión de una mujer, leí una vez esta descripción del “Sincero” –especialmente del que usa la verdad para lastimar y ofender– que me pareció muy buena:

“Es ese que tiene la costumbre de decir la verdad, ese que se cree no sólo con la obligación sino con el derecho de decir la maldita verdad. No hay muchos, por suerte. Casi todos sus congéneres se desempeñan exitosamente en el arte del eufemismo, la indirecta, el silencio prudente o el meloneo descarado, cuando no en el malhumor, que como todo el mundo sabe o debería sospechar, es un claro mensaje al que le falta el texto: un hombre malhumorado nos está diciendo algo que no nos gustaría escuchar, así que no lo provoquen, no lo tienten, no le pregunten qué le pasa, si están hablando por teléfono y corta, no vuelvan a llamarlo, si están tomando un café y se levanta para irse no lo detengan. Porque, con toda su insoportable densidad, el malhumor es casi siempre más benigno que aquello que enmascara”.

El libro, entre risas y “verdades”, tipifica conductas de nosotros varones que no siempre son apreciadas por las damas, como ésta por ejemplo de sentirse con “derecho de decir la maldita verdad”.

Es muy interesante como para la autora “…el arte del eufemismo, la indirecta, el silencio prudente o el meloneo descarado, cuando no el mal humor…”, se configuran en virtudes frente a la insensibilidad del que usa la verdad para herir. Y claro, así es, hasta el mal humor termina muchas veces siendo una buena salida para no decir algo que, aunque verdadero, sólo tuviese poder para destruir y lastimar. Pero nótese que nunca sugiere la mentira, sólo algo de “sana” hipocresía con la que no se puede dejar de estar de acuerdo, a falta de hasta aquí mejores herramientas.

El refrán al que estamos practicando una disección tiene múltiples versiones, pero me gusta particularmente una española que asegura:

“La verdad es como la rosa, siempre tiene sus espinas”.

Un libro de filosofía y negocios (2), escrito en estos últimos años en que parece haberse redescubierto el valor de lo que nunca dejó de serlo, pone las palabras del refrán en términos más académicos de la siguiente forma:

“La verdad tiene un gran poder para el bien, pero es igualmente importante ver que el principio del doble poder también se aplica a ella, como a todo lo demás. Si se hace un mal uso de la verdad, si se utiliza para la creación de fealdad, mal y desunión, los resultados pueden ser terribles”.

El autor expone aquí el punto más importante a tener en cuenta, la intención del que usa la verdad al usarla. La rosa tiene espinas y no es mala por eso, pero si el que la regala frota el tallo de la misma por la mano del que la recibe, la transforma en una herramienta de tortura.

La verdad puede lastimar tanto como la mentira, y no tiene mayor justificación el que hiere con la primera que el que lo hace con la segunda. Pero la verdad no lastima per se, lo que lastima es la forma en la que se dice, el momento en el que se devela, etcétera. No pretendo haber descubierto nada nuevo al decir lo que acabo de decir. Pero es que la letra del refrán no necesariamente deja esto claro y por eso me parece que hay que “ayudarlo”, sea porque algunos sólo se agarran de la primera parte y terminan dando letra y razón a esta frase de Tennessee Williams:

“Todas las personas crueles se consideran a sí mismas ejemplos de franqueza”.

O porque usando mal (desde mi punto de vista) las ideas de Maquiavelo, justifican medios como la mentira con supuestos fines altruistas de no lastimar.

El punto es que la verdad es la verdad (otra gran revelación pensará el lector), pero es así, no digo que haya que usarla para lastimar, pero como garantiza este otro refrán:

“La verdad es como el aceite, siempre sale a flote”.

Por lo tanto, habiendo dejado ya de lado la idea de usar la verdad para lastimar, y más allá de los pseudo virtuosos eufemismos, indirectas, malos humores o cualquiera otro de los recursos sugeridos por el primer libro citado, a la verdad, como a las rosas, habrá que no tenerle miedo y tratarla con “cariño”, porque siempre ha de salir a flote.

¿Y entonces?... Justo en este punto del pensar fue que vino a mi mente una perla de sabiduría de Confucio, que asegura:

“La sinceridad, sin las normas de la educación, se convierte en rudeza”.

Claro, para no ser rudo o cruel, para no lastimar ofendiendo: educación. No sólo buenas intenciones, sino además educación. Para sacar una verdad a flote, antes de que salga por sí sola en cualquier momento o de la mano de un cruel disfrazado de sincero, educación.

Maravilloso ¿no?, no hace falta mentir u ocultar, valerse de eufemismos indirectas o meloneos, hace falta educarse, ¿en qué? En el respeto a los demás, en las formas adecuadas de comunicarse, en la compasión, en el arte de la paciencia,… en tantas cosas.

A las rosas hay que saber tomarlas con cuidado y ofrecerlas con cariño, con eso alcanza para que embellezcan sin lastimar. A la verdad también. Habrá educarse para saber manejarla, y ofrecerla siempre con buena intención. A nadie se le ocurriría esconder una rosa, o “disfrazarla” para que parezca otra flor. Pues si la verdad es como una rosa, tampoco lo hagamos con la ella.


J. R. Lucks


Referencias:

[1] Arquetipos. Sandra Russo. Editorial Sudamericana, 2003.
[2] Si Aristóteles dirigiera General Motors. Tom Morris. Editorial Planeta, 2006.




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domingo, abril 04, 2010

Igualando luces y oscuridades

Hay un día del año más largo que los demás… Bueno, en realidad no, todos los días miden lo mismo, 23 horas, 59 minutos y casi 60 segundos, pero se dice que uno es más largo porque durante dicha jornada el tiempo de luz es máximo y el de oscuridad mínimo. Por supuesto, también hay un día más breve –siguiendo la lógica del tiempo iluminado–, con luces cortas y oscuridades largas. Esto, todo el mundo lo tiene claro.

Lo que me sorprendió a mí una vez, a pesar de que es impresionantemente obvio, es que hay dos días por año en que el tiempo de luz y el de oscuridad son exactamente iguales. Claro, naturalmente, para que haya un día más largo y otro más corto, las luces y las oscuridades tienen que acortarse y alargarse de forma tal que en algún punto, en dos concretamente, inevitablemente habrán de ser iguales.

Los dos días “simétricos” se denominan, equinoccio de primavera y de otoño. De hecho la palabra equinoccio viene del latín, y quiere decir justamente eso: días y noches iguales.

¿Por qué será que estos días, en que luces y oscuridades son iguales, tienen menos “marketing” que el más largo y el más corto? Es más, ¿por qué no llaman más la atención si en realidad son los únicos dos días así entre los 365?, siendo que todos los demás –363, o 364 en los años bisiestos– son “desiguales”. Estos “equi” deberían aparecer como más llamativos, son “el caso raro”.

Pero esto no es lo que me llamó más la atención, sino que aparte estos dos días ocurren en todo el mundo al mismo tiempo . Hay dos jornadas durante el año en que para todos los que estamos en esta piedra dando vueltas alrededor del sol, las luces y las oscuridades son iguales. ¡Ja!

Sé que es obvio lo de los equinoccios. Que tal vez todos lo tenían presente y solamente yo nunca lo había considerado, o sí aunque lo tenía condenado al olvido. Pero la idea de que para todos…, todos…, los casi siete mil millones de personas que habitamos este mundo, dos días al año “luces y oscuridades” fuesen las mismas, me pareció muy poderosa.

Imagínese que esos dos días se nos ocurra hacer que el resto de las cosas también sean iguales. Que todos comamos lo mismo, que todos viajemos en los mismos medios de transporte, que todos tengamos la misma cantidad de esperanzas y posibilidades. Las mismas luces y las mismas oscuridades. ¡Ja!, de vuelta.

He escrito cosas utópicas, pero esta se sale de la gráfica, ¿no? Tal vez, pero no me importa, hoy tengo ganas de soñar.

¿Qué comeríamos ese día?, lo de los millones que mueren de hambre, o alguna especialidad de restaurante gourmet. ¿En qué viajaríamos?, en autos o a pie. ¿Miraríamos todos alguna película en un televisor de ya no se cuántas pulgadas?, o la nada a la que inmensas cantidades de humanos parecieran estar condenados. Serían dos días al año nada más… Sólo pensar en esto ya es un ejercicio interesante.

La mayor parte de los países occidentales, y una gran cantidad de los orientales occidentalizados, vivimos en sociedades con regímenes políticos inmensamente influidos por los preceptos de la Revolución Francesa: Libertad, Fraternidad, y la nunca bien ponderada Igualdad. Y son justamente estas sociedades, occidentales u occidentalizadas, las que han entronizado al individualismo casi como “valor” supremo.

Los seres humanos somos distintos por naturaleza, no soy de los que no aprecian la individualidad, la maravilla que cada uno de nosotros puede ser y hacerse gracias a su propio esfuerzo, a su voluntad y a su libertad; pero me gusta tenerla y “ejercerla” para tratar de ponerla al servicio del grupo en el que vivo. Somos animales sociales, no individualistas que como no podemos vivir aislados nos alimentamos parasitariamente de una sociedad que sólo nos importa en la medida en que mira y consume las últimas fotos que subimos a la más moderna “red social”.

El individualismo es el culto a la individualidad. Es la individualidad por la individualidad misma, es cerrarse en ella, no desarrollarla para compartirla. No nos confundamos. No es lo mismo.

La Igualdad de los franceses no era tampoco ignorar la individualidad. Se referían a la igualdad ante la ley. Pretendían instaurar un estado en el cual todos tuviesen los mismos derechos, porque venían de sociedades en las cuales algunos tenían más que otros. El movimiento revolucionario comenzó porque obviamente los que tenían menos un día se cansaron, aparte de terminar de darse cuenta de que eran muchos más en cantidad.

Y lo lograron. Hoy, por ejemplo, en estos países de los que venimos hablando todos tienen el mismo derecho a la educación y a la salud, ¿no es cierto? Lo que no gozan es del mismo acceso, y en esto tiene mucho que ver, si no me equivoco, el individualismo.

(Acotación, “al margen”: son muchísimos más los que no tienen acceso y seguramente ya se dieron cuenta, lo que no sé es cuándo terminarán de cansarse).

Yo creo que aparte del individualismo –o por su causa– hay mucho de ignorancia. Por eso, con fines educativos, vuelvo a mi utópica idea de proponer un par de días de equi-consumos sobre los equinoccios. O sea un par de días en que los que tienen más acceso consuman lo de los que tienen menos, y porque no viceversa. Para realmente compartir luces y oscuridades, para saber en serio lo que significa una y otra cosa.

“¡No se puede!” –me dirán–, “sería demasiado complejo… más bien imposible”. Bajemos un poco el grado de utopía. ¿Qué tal si un par de días al año al menos pensamos en esto?, dejamos de lado el individualismo y nos damos una vuelta por la Fraternidad de los franceses, porque si tal vez nos diéramos una mano un poco más generosa entre todos, a lo mejor las igualdades de acceso serían algo menos utópicas.

Estamos lejísimos, creo, de poder hacer algo como esto. Es casi más probable que a alguien se le ocurra prohibir los equinoccios, antes que promover un par de equi-consumos por año.

Por eso, empecemos a tomar conciencia en el plano individual, que es el que parece más nos gusta. Que “al menos” un par de veces por año nos de vergüenza que sólo el largo del día y el de la noche se puedan igualar, y ese par de días hablémosle a alguien de eso, por ejemplo a nuestros hijos si tenemos.

Tantos días instaurados por quién sabe quién celebramos en los que se mueven fortunas: el de los enamorados, el de las madres, el del estudiante, el del arquero… y gastamos, y compramos flores, y tarjetas, y chocolates, y nos disfrazamos en el día de brujas, y nos emborrachamos de cerveza para recordar a un santo. Alguien debería ganar unos pesos por instaurar un par de días de la igualdad.

El sistema solar, en lo que puede aportar, ya hizo dos días así: especiales, un par al año, diferentes de los demás; no hace falta mucho esfuerzo para fijar las fechas. Sólo propongo pensar en el asunto, educar sobre el tema, y juntar la misma cantidad de dinero que gastamos en pavadas alguno de los otros días “celebrables”, para ponerla a la causa de la igualdad de luces y reducción de oscuridades.

¡Ja!, por tercera vez… ¿No sería buen negocio?

La igualdad de los equinoccios y la de los franceses, y el gusto de pensar con poesías, me llevaron a la Marsellesa.

"¡A las armas, ciudadanos!
¡Formad vuestros batallones!
Marchemos, marchemos,
¡Que una sangre impura
empape nuestros surcos!"

Empecemos antes de que sea demasiado tarde, para que en vez de que millones tengan que cantar este estribillo, los que nos siguen puedan entonar con orgullo las últimas estrofas de ese himno.

"Nosotros tomaremos el camino
cuando nuestros mayores ya no estén,
allí encontraremos sus cenizas
y la huella de sus virtudes.

¡nosotros tendremos el sublime orgullo
de … seguirles!"




J. R. Lucks


Referencias

(1) Astrónomos y estudiosos de los movimientos celestiales, por favor abstenerse de mediciones muy exactas.



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