Es un poema muy adecuado para la época en la que vivimos, en la que parece todo estar en movimiento, nada quedarse quieto. Sus primeras estrofas dicen así:
“Cambia lo superficial
cambia también lo profundo
cambia el modo de pensar
cambia todo en este mundo.
Cambia el clima con los años
cambia el pastor su rebaño
y así como todo cambia
que yo cambie no es extraño”.
Y claro, todo cambia y cambiamos nosotros también. No sólo cambia lo superficial, como la ropa que nos ponemos, o las costumbres en el comer; cambia también lo profundo, como los valores, el modo de pensar, el modo de educar.
El clima no sé si cambia o será que lo cambiamos, pero el pastor sí cambia su rebaño, los políticos cambian a los países, los terroristas y los tiranos cambian la faz de la tierra con sus brutalidades, las nuevas generaciones cambian las formas de comunicarse, de hablarse, de mirarse, de todo.
Y está bien, todo cambia, nada se queda como está, todo fluye. Ya lo planteó Heráclito, filósofo griego, en el 500 antes de Cristo:
“Nunca te bañarás dos veces en el mismo río”
…o algo por el estilo, ya que él creía que el mundo estaba en un constante devenir, en un constante fluir fundamentado en una estructura de contrarios. Lo único constante es el cambio y la dialéctica que lo produce, pudiera inferirse de lo que esta corriente filosófica planteaba (simplificando las cosas muy groseramente).
Por eso, como dice el autor y cantó tantas veces doña Mercedes: “así como todo cambia, que yo cambie no es extraño”.
Dejamos de pensar lo que pensábamos, nos hacemos viejos (o maduramos) y aceptamos lo que antes no aceptábamos, dejamos de hacer lo que antes decíamos no poder dejar de hacer… en fin, cambiamos. ¿Mejoramos?, ¿empeoramos?, seguramente una mezcla de ambas cosas.
Pero hay algo que no cambia, al menos no en su esencia. El autor, que escribe este tema en el exilio, agrega al final de su larga lista de cosas que cambian una estrofa que dice:
“Pero no cambia mi amor
por más lejos que me encuentre
ni el recuerdo ni el dolor
de mi pueblo, de mi gente”.
Claro, eso no cambia. El amor no cambia. Los sentimientos no cambian. Cambiamos nosotros, pero los sentimientos no. Tal vez cambiamos el objeto o al sujeto de nuestro amor, pero la forma de amar, el amor en sí, no cambia.
Una vez me hicieron notar, y lo incorporé como mío en el instante en que lo escuché, que a lo largo de la historia de la humanidad el hombre se ha desarrollado y ha evolucionado mucho –su pensamiento, sus métodos para desplazarse, su manera de trabajar, de hacer, de… –, pero que en todo ese tiempo no ha cambiado sus formas de sentir.
El amor que se sentía hace miles de años es igual que el de ahora, aunque las formas de encontrar y “hacer” el amor hayan cambiado. El maldito odio que a tanta gente ha matado, es el mismo maldito odio del que los libros más antiguos dan testimonio. La envidia es igual, la compasión también.
Los sentimientos no cambian. No sé si esto nos dé alguna seguridad, pero me gustaría pensar que sí. Con tanto avance que a veces, en mucho, nos hace retroceder; con tanta mejora tecnológica que no sabemos ahora como controlar para que no haga explotar al mundo sea de calor o de frío; saber que después de miles de años aún no pudimos destruir el amor es una especie de garantía, de que nuestro poder depredador no puede llegar tan lejos.
Lástima que, por el contrario, no hayamos querido desaparecer al odio; pero bueno eso debería poder hacerse, el día que nos decidamos, con amor.
Todo cambia y nosotros cambiamos y lo cambiamos; a pesar de eso, a pesar de nosotros, seguimos amando… Sigamos entonces amando, como siempre; que “eso” no cambie… a ver si “eso” finalmente nos cambia y, dejando un poco de lado el yo por el nosotros, logramos vivir un poco mejor.
J. R. Lucks
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