domingo, mayo 30, 2010

Ni la una ni la otra, las dos

Uno de esos refranes que me hace pensar –como si fuera muy difícil lograrlo–, dice algo que da la impresión de ser simple; aunque según como se lo interprete pudiera llevar a conductas no de lo más recomendables. El susodicho aconseja:

“Donde fueres haz lo que vieres”

A priori parece una excelente sugerencia, con una base sólida de tolerancia y un fuerte requerimiento de adaptabilidad. Implica respeto por los demás, por su forma de vivir y de ser, por sus tradiciones y sus usos y costumbres.

No pareciera poder reprochársele nada. Qué mejor que aconsejar las virtudes que acabo de enumerar: tolerancia, respeto… Por desgracia no siempre lo tenemos presente, ¿no? ¿Cuántas veces queremos cambiar a los demás, no porque el cambio sea mejor para ellos sino porque lo puede ser para nosotros? ¿Cuántas veces para evitar el esfuerzo de adaptarnos a algo, que no necesariamente es malo o nos afecta demasiado, descalificamos conductas de otros, simplemente las ignoramos, o hasta incluso las impedimos?

Percibo, subyacente en el refrán, una pregunta fundamental que demanda saber: ¿quién nos garantiza la sabiduría y la ecuanimidad necesarias como para juzgar las conductas de otros con la intención de cambiarlas? El citado pareciera implicar que nadie, y por lo tanto exhorta a adaptarse.

Donde fueres haz lo que vieres destila consideración, paciencia… hay que incorporar y practicar lo bueno que tiene el proverbio. Pero que tal si decimos que también pudiera estar proponiendo conformismo, despreocupación, aguante, consentimiento, complicidad…

Una frase que siempre me impactó mucho, más allá de tener que correr el riesgo que nos plantea una de las preguntas que acabo de hacernos –¿Quién nos garantiza la sabiduría y la ecuanimidad necesarias como para juzgar las conductas de los otros?–, es de don Johann Wolfgang Goethe y dice:

“Trata a un hombre tal como es, y seguirá siendo lo que es; trátalo como puede y debe ser, y se convertirá en lo que puede y debe ser”.

Esta suena bien también, ¿no?... pero implica todo lo contrario de lo que enseña la frase anterior. Si se va a algún lado, o se encuentra a alguien, y no se lo mira con la idea de su potencial de mejora, no se lo podrá ayudar a desarrollarse. Al hacer lo que se ve, si lo que se ve no es lo mejor, ¿se estará hablando de tolerancia o de chatura, de respeto o de falta de coraje?

Hay una frase de un escritor español que vivió durante la primera mitad del siglo pasado, Pío Baroja, que resulta graciosa más allá de estar o no de acuerdo con todo lo que el amigo Pío pensaba. La frase describe al hombre de la siguiente manera:

“El hombre: un milímetro por encima del mono cuando no un centímetro por debajo del cerdo”.

Cuantas madres, padres, maestros, mentores, etcétera, nos han sacado de esta aparente condena pesimista de don Pío, por su “intolerancia” para con nuestra animalidad.

Qué difícil ser ecuánime, porque respetar al otro es básico pero también lo debe ser ayudarlo a mejorar, a desarrollar su potencial.

Hay que volver indefectiblemente a la pregunta que, creo, no tiene respuesta, o al menos no una fácil de encontrar: ¿Quién nos garantiza la sabiduría y la ecuanimidad necesarias como para juzgar las conductas de los otros?

La búsqueda de equilibrio, la paciencia, la prudencia y por sobre todo las mejores intenciones, tal vez ayuden a equivocarse lo menos posible entre estas dos verdades a las que hay que hacerle caso –aunque no garanticen la infalibilidad.

Por eso, sin respuestas ni recetas, sólo con ganas de pensar y de tratar de ser y de hacer lo mejor posible: Ni la una ni la otra, las dos.





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domingo, mayo 23, 2010

Aprender a vivir de nuevo

Una poetisa rusa de nombre Anna Ajmátova, perseguida política (no importa a los fines de este artículo quién la perseguía, todas las persecuciones son malas, las políticas, las religiosas, las que sea), llegó a escribir en el prólogo de uno de sus versos:

“…. fue la época en que sólo los muertos podían sonreír, felices de descansar al fin”

“Confundir” la muerte con descanso, más allá de ser un excelente recurso poético, no es algo poco “común”. Como no llegamos a poder comprender acabadamente lo que la muerte significa no nos llegamos a creer muertos del todo después de muertos, y es por eso que nos vemos “descansando”, o “extrañados”, o “justificados”, etcétera. Fácilmente caemos en la tentación de pensar que las cosas que nos pasan o queremos que nos pasen en vida –descansar, ser extrañados o queridos, etcétera– las vamos a poder “experimentar” desde un más allá que mantiene lazos con el más acá.

Ese poema, de nombre “Réquiem”, consta de varias partes ya que fue escrito a lo largo de un período de tiempo –oscuro, muy oscuro– que Anna vivió. Con su obra la poetisa va contando la historia, y uno de los trozos del trabajo, que se llama “La Sentencia”, dice así:

“Y cayó la palabra de piedra
sobre mi pecho todavía vivo.
No importa. Estaba preparada.
De alguna manera me las apañaré.


Hoy tengo que hacer muchas cosas:
hay que matar la memoria,
hay que petrificar el alma,
hay que aprender de nuevo a vivir”.


La sentencia, el punto final… o hasta el punto y aparte. Un nuevo comienzo. Duro, desgarrante, terrible... pero por otro lado, aprovechable, motivante, liberador.

Esta mujer, que no la pasó para nada bien, en una de sus horas más oscuras y a pesar de tener que “petrificar su alma” escribe: “hay que aprender de nuevo a vivir”.

Seguramente una vida distinta, sin algo querido, con cicatrices de heridas grandes y dolorosas, pero vivir. Si no dejamos que la sentencia nos transforme en cínicos y rencorosos, el aprender a vivir de nuevo puede resultar hasta un ejemplo para otros, un modelo, una guía.

Es casi siempre el hombre el que pone a otro hombre en la situación de Anna. Somos la especie con mayor poder de autodestrucción (sino la única). Pero ninguna otra como nosotros puede aprender a vivir; y menos, aprender de nuevo a vivir.

Por no ser entes autómatas y condicionados a repetir rutinas de alimentarnos y reproducirnos nada más somos capaces de aberraciones increíbles, pero también de las más grandes maravillas en términos de hacer y hacernos el verdadero bien.

¿Somos Anna o sus perseguidores? ¿Sentenciamos o nos liberamos con una sentencia para poder aprender de nuevo a vivir?

Nuestra poetisa terminó sus días fuera de la oscuridad que la hizo escribir “Réquiem”, recibiendo premios a su trayectoria y siendo reconocida con doctorados honoris causa. Evidentemente aprendió de nuevo a vivir, seguramente sin olvidar cicatrices y dolores pero con mucho que decir y diciéndolo, no sólo con poemas sino con su vida y su alma –seguramente no del todo petrificada.

Que nadie a nuestro lado deba decir que somos, aunque más no sea en parte, responsables de una época en la que: “sólo los muertos podían sonreír, felices de descansar al fin”. Si hace falta aprendamos a vivir de nuevo.


J. R. Lucks


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domingo, mayo 16, 2010

Sin límites

En un canal de televisión de mi país volvió a empezar, unos días antes de escribir esta columna, uno de esos concursos en los que varias parejas compiten bailando para ganar algo. Más allá de cuánto me guste o disguste el programa, o que tanto el concurso se use para un fin noble o no, me vino inmediatamente a la cabeza una frase de uno de los bailarines más importantes de todos los tiempos, Mikhail Baryshnikov. Se dice que el dijo alguna vez:

“No intento bailar mejor que nadie. Sólo trato de bailar mejor que yo mismo”.

Siempre me pareció muy poderosa la sentencia. A algunos (particularmente a los que no vieron bailar a don Mikhail) les suena como “blanda”, como proveniente de alguien que no tiene el fuego “sagrado” de la competencia en su corazón. A mí, por el contrario me parece maravillosa porque elimina las orillas. Bailar mejor que otro es un límite concreto, cuando se logra no hay más que hacer. Bailar mejor que uno mismo no tiene tope, se puede mejorar todos los días de la vida y aún así al siguiente habrá un objetivo nuevo, fresco.

No es un refrán –aún– pero debería serlo, así que aquí lo propongo a los lectores:

“No intentes ser mejor que nadie. Sólo trata de ser mejor que tú mismo”.

Lejos está este “recién nacido” refrán del espíritu aparente de los concursos que me llevaron a pensar y escribir esto, llenos de escándalos, peleas, celos, etcétera, etcétera. Lástima y lastima... Pero con cambiar de canal alcanza, por eso cambio –o apago– y me pongo a mirar, buscar, leer otra cosa.

Así fue que leyendo un libro sobre negociación (1), cuyo autor –un conocido mío– me obsequió, encontré esto:

“La excelencia no es ser el número uno en algo, sino ocupar algún lugar digno en todo”.

Somos como somos, pero podemos tratar de desarrollar aquellas cosas que quisiéramos para nosotros. Es magnífico aceptarnos tal cual somos, valorarnos y querernos, pero también es importante pensar que podemos ser mejores todavía y que hay determinados aspectos de nuestra persona o conocimientos nuevos que quisiéramos mejorar e incorporar. Esta decisión es la que quiebra la opción entre ser o no ser conformistas. No debemos serlo, porque el mundo en el que vivimos es dinámico, por lo tanto o nos movemos, adaptamos y crecemos con él o nos quedamos fuera del tiempo real”.


Me pareció una cita muy apropiada para acompañar a la frase de Baryshnikov. Ser número uno versus ser mejor cada día hasta ser lo mejor que podamos ser, sin límite de tiempo; porque hasta el número uno puede mejorar con respecto a sí, si mira para adelante en vez de mirar a los que dejó en el camino.

Ocupar un lugar digno del potencial que tenemos dice el autor es la excelencia. Llegar a ese lugar dignamente y seguir en la búsqueda de nuevos horizontes. Aceptarnos y querernos pero para usar esa aceptación como plataforma de confianza, no como sarcófago.

¿Y cuándo disfrutamos de haber llegado? Tal vez nunca; pero no debería importar, porque hay que aprender a disfrutar el ir. Llegar no es destino, es consecuencia.

Hoy, que vivimos en una sociedad a la que no le gustan los límites, qué mejor que no ponerlos en algo que sí vale la pena, o sea el afán de ser mejores. Tantos límites útiles desdeñamos e ignoramos todos los días; porqué no buscar la infinitud de posibilidades en el dignamente intentar ocupar un lugar cada día mejor, pero no contado desde la cuenta bancaria o desde el televisor y el auto que tenemos, sino desde la colección de virtudes o capacidades que practicamos y adquirimos.

Ojalá el refrán propuesto “pegue” y se haga popular. Tal vez se podría acompañar de algunas frases introductorias, como:

“Te gusta vivir sin límites”, “Querés vivir tu vida sin que nadie te diga hasta donde llegar”, “Sos de los que no se siente cómodo encerrado entre contornos marcados por otros”,… entonces.

“No intentes ser mejor que nadie. Sólo trata de ser mejor que tú mismo”.

J. R. Lucks



Referencias:

(1) Negociando con la vida. Alberto Guida. Grupo Abierto Comunicaciones, 2008.



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domingo, mayo 09, 2010

Aún no es tarde para hablar el mismo idioma

Hay una poesía que da letra a un tema que escuché cantar muchas veces a Gloria Estefan; y que, si bien tiene un sentido particular, me pareció siempre muy bueno como para “estirarlo”, y así poder darle uso en muchas situaciones de cada una de nuestras vidas.

El tema incita a los latinoamericanos a verse como un conjunto de personas a las que une un idioma común, y no como una colección de países que no comparten más que el continente. Más allá de esto, que es obviamente muy deseable, el poema nos enfrenta a una realidad que es más general, y tiene que ver con no querer entendernos a pesar de hablar la misma lengua. El tema empieza de la siguiente manera:

“En la vida hay tantos senderos
por caminar,
qué ironía que al fin
nos llevan al mismo lugar,
a pesar de las diferencias
que solemos buscar.
Respiramos el mismo aire,
despertamos al mismo sol.
Nos alumbra la misma luna,
necesitamos sentir amor.
…"


Nos une mucho más de lo que nos separa, de eso no debería haber duda. Sin embargo nos centramos tanto en nuestra individualidad –haciéndonos así individualistas, adoradores de la individualidad–, que perdemos de vista la raíz común y el hecho de que en realidad “no somos” sin los demás.

Transformamos al otro en audiencia en vez de en complemento, sin darnos del todo cuenta que en realidad para él o ella no somos más que audiencia también. Emitimos sonidos que parecen similares –al hablarnos–, pero como nos preocupamos más por soltar lo nuestro que por recibir lo del otro, no nos comunicamos.

El poema se va directamente a este asunto del hablar, del comunicarse, del porqué producimos conflicto sin razón o no resolvemos los que debemos.

“Hay tanto tiempo que
hemos perdido por discutir,
por diferencias que entre nosotros
no deben existir.

Las palabras se hacen fronteras,
cuando no nacen de corazón,
hablemos el mismo idioma
y así las cosas irán mejor.

Hablemos el mismo idioma,
que hay tantas cosas porque luchar.

Hablemos el mismo idioma,
que nunca es tarde para empezar”.


Más allá de arreglar los problemas entre pueblos latinoamericanos, o europeos, o los que sea –para el caso da lo mismo–, ¿no aplica esto a nuestro entorno más cercano?, ¿no perdemos tiempo discutiendo por diferencias que no deben existir con nuestra pareja, o nuestros hijos o padres?, ¿no tenemos cosas por la que luchar a las cuales podríamos enfrentar mejor si no nos vemos como enemigos que no somos, o como audiencias que no deberíamos ser?

“Nunca es tarde para empezar” es la frase que me quiero quedar. Nunca es tarde para empezar a escuchar, a tratar de comprender, a buscar los puntos de acuerdo antes que enfatizar los de desacuerdo.

Nunca es tarde para darnos cuenta de que perdemos el tiempo intentando sobresalir en lugares en los que no hace falta, porque es mejor ser iguales. Si no sale en el continente, por ser demasiado grande, ¿qué tal en cada uno de nuestros países, o ciudades, o barrios, o al menos en nuestros hogares y en nuestras familias?...

En realidad creo que tal vez sí haya un momento en el que se va a hacer tarde, cuando lleguemos a ese mismo lugar –o tiempo– al que hace referencia la primera estrofa de la canción: al final de nuestra vida. ¿Queremos llegar sin haber entendido nada, sin haber realmente hablado con nadie, sin haber bajado nunca de un escenario en el cuál actuamos un individualismo estéril?

Como no estoy convencido realmente de que nunca sea tarde, para hacerme caso a mí mismo no me voy a enfocar en ese punto de “disidencia” con la letra de la canción. Voy a tratar de hablar el mismo idioma que el autor del poema porque de lo que sí estoy seguro es que si está leyendo esto, y está en algo de acuerdo, pues entonces al menos aún no es tarde, y con eso es suficiente para empezar.


J. R. Lucks




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domingo, mayo 02, 2010

No seamos ataúdes andantes

Hay algunos pseudo-refranes irónicos, o frases “graciosas” que terminan rodando tanto que se semi-inmortalizan, y que no por “poco serias” dejan de dar buenos consejos o postular grandes y nobles verdades. Uno de estos aconseja:

“En procesión fúnebre cualquier lugar es bueno, menos dentro del ataúd”

La muerte, gran tema. Sobre todo cuando nos enfrentamos a la idea de nuestra propia muerte.

Vivimos gran parte de la vida ignorando la muerte, creyendo que es para otros, no para nosotros. Aunque si pensamos un poco en el asunto es probable que venga a nuestra memoria algún momento en el que la deseamos.

Una pequeña cita de un libro llamado La insoportable levedad del ser (1), de Milan Kundera, nos da un ejemplo de sentimientos que muy probablemente alguna vez en la vida hayamos experimentado.

“La desesperanza que se había apoderado del país penetraba por las almas hasta los cuerpos y los destrozaba. Algunos huían desesperadamente del favor del régimen que quería obsequiarles honores y obligarles así a aparecer junto a los nuevos gobernantes. Así murió, huyendo del amor del partido, el poeta Frantisek Hrubin. El ministro de Cultura, ante el cual se escondía desesperadamente, lo alcanzó cuando ya estaba en el ataúd. Pronunció ante él un discurso sobre el amor del poeta a… Quizá pretendiera despertar a Hrubin con aquel escándalo. Pero el mundo era tan feo que nadie tenía ganas de levantarse de entre los muertos”.

Los puntos suspensivos, que colocan un manto de pudor sobre el nombre del país o régimen objeto del supuesto amor del poeta, están simplemente colocados para no poner el énfasis en el quién sino en el qué. Para que más allá de a quién el poeta le escapaba pongamos atención en la desesperanza que sentía. Para no perder de vista la contundencia de la última frase que la situación –cualquiera fuese– le arrancó al autor del libro.

¿Se sintieron así alguna vez? ¿Sufrieron esa desesperanza que hacía de la muerte una seductora tentación? Tal vez… ojalá que no. ¿Tenemos conciencia de cuántos se sienten así en el mundo en el que vivimos? ¿Son más o menos que nosotros? ¿Cuánto hacemos nosotros para que ellos se sientan así –o cuánto dejamos de hacer para evitarlo?

Situaciones como la descripta son críticas, graves. Se desea perder la conciencia, no saber más, no tener que enfrentar por más tiempo una realidad que destroza, que lastima. Se sale de estas situaciones o no. Se las soporta o se les escapa con valor o cobardía, sea cual sea la que lleva a vivir o a morir; cada uno de los que tuvo que enfrentarlas sabrá.

Pero pienso, ¿no vivimos así un montón de otras situaciones sin enfrentar tanta presión? ¿No intentamos perder la conciencia cotidianamente con cosas no tan contundentes como una soga o un revolver pero que causan un efecto similar? Me refiero al alcohol, a las drogas, a perdernos en situaciones o relaciones pasatistas que nos “sacan” del mundo al que no queremos enfrentar.
No es un fenómeno moderno aunque ahora tenga más difusión. La humanidad se emborrachó, se drogó y se dedicó a evadirse de la realidad desde hace miles de años. ¿Será el querer no ser parte de nuestro ser?

No tengo ninguna respuesta, sólo preguntas. Sólo ganas de pensar en esto y tal vez conversarlo… todo lo contrario a evadirme del tema, de esconderlo detrás de una bala o de una botella de cualquier bebida alcohólica.

Ojalá nunca sintamos lo que parecen haber tenido que afrontar Kundera y su poeta. Ojalá que la desesperanza nunca nos cubra como para no querer levantarnos de entre los muertos. Ojalá entendamos que hacer el mundo tan feo como para que eso pase es algo que está en nuestras manos y no en las de otros. Ojalá que no decidamos vivir nuestra vida evadiéndola, matándonos de a poco perdiendo la conciencia con “ayudas” que nos duermen de a minutos.

Suicidarse de a poco, matarse sólo ante ciertos temas que no nos gustan no tiene ninguna posibilidad de no ser cobardía.

Vivamos la vida haciéndole caso al refrán: cualquier lugar es mejor que el ataúd. No seamos pues ataúdes andantes, muertos matándonos de a pedacitos o de a ratos por haber hecho el mundo tan feo que no queramos verlo… tal vez así logremos además hacerlo menos desesperante para otros que tienen menos opciones.


J. R. Lucks


Referencias:

(1) La insoportable levedad del ser. Milan Kundera. Tusquets, 1993.


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