jueves, agosto 28, 2008

28-08-08. Los juegos, unplugged

Si bien el juego, como ya mencioné en la columna anterior, es muchas cosas, lo más normal es pensar en el juego como una actividad que se utiliza para producir diversión y el disfrute de los jugadores. Una de las cosas que el juego en esta acepción implica, es que hay varios participantes.

El juego es por excelencia un medio de socializar, o al menos debería serlo. En el mundo de los negocios o en la vida común, podría decirse: en la calle, muchas veces se torna difícil ver quién es egoísta, antisocial, o no colabora con el resto de los que tiene a su alrededor. En cambio en el juego, esto se percibe rápidamente. El egoísta que no pasa la pelota, el que no deja jugar a los otros, o el que no aporta un esfuerzo equivalente al del resto del equipo, se nota, y normalmente esto se le hace saber al susodicho, al punto de que si no cambia su actitud se lo saca del equipo.

Interesante, ¿no? Porqué sacaremos del equipo al que no pasa la pelota, y no al que tira papeles en la calle o no cumple con sus obligaciones ciudadanas. Parece que muchas veces nos tomamos más en serio un juego que la vida cotidiana. Debería ser al contrario.

Hablando de juego como actividad de disfrute, entendemos que proporciona felicidad, y lo cierto es que buscando frases que tengan que ver con la felicidad o alegría vemos aspectos interesantes que se verifican en los juegos. Por ejemplo esta frase de Antoine de Saint-Exupery (1), que dice:

“Si quieres comprender la palabra felicidad, tienes que entenderla como recompensa y no como fin”.

Como en el juego, la felicidad o hecho de poder pasar un rato agradable jugando, tienen que ver con el esfuerzo que uno pone para que esto ocurra. Cuando el fin es sólo jugar, o para peor: ganar, entonces las cosas se mezclan, los juegos se ponen serios –aunque esto debiera ser imposible porque un juego es justamente lo contrario de lo serio según la etimología–, y al transformarse en obligaciones, en búsquedas desesperadas, dejan de lado lo agradable.

Me pareció interesante este punto, porque si la actividad de jugar en sí, el compartir con otros un momento agradable, es lo que se busca, las chances de tener éxito pueden ser del ciento por ciento. En cambio si lo importante es ganar, las posibilidades de éxito se reducen a la mitad, ya que se puede ganar o perder, o peor, a un tercio, porque aparte de ganar o perder se puede empatar. ¿Ridículo no?

Los deportes profesionales, que se parecen mucho a lo que acabo de describir en el párrafo anterior, no deberían llamarse juegos, porque no lo son, son trabajos. No es que no sean agradables, o que alguien no los disfrute como se puede disfrutar cualquier trabajo, pero no son juegos, son otra cosa.

Otra frase que tiene que ver con la alegría o la felicidad, que me pareció interesante por lo que se puede encontrar de analogía con los juegos, es esta (2):

“Una alegría compartida es una doble alegría; un disgusto compartido es medio disgusto”.

Un buen juego tiene que ser así, como el amor o la amistad, cosas a las que esta frase aplica igualmente. Una alegría en el juego es doble, porque se comparte, y un disgusto, si lo hubiese, se reduce o no es tal, ya que se pasó un rato agradable compartiendo con compañeros. Qué lejos está esto de los deportes profesionalizados que acabo de mencionar, donde cada uno va por la suya, o por dinero, por el pase a un equipo mejor, o por la foto para la publicidad. Como dije más arriba, definitivamente creo que no deberíamos llamarlos juegos.

Para estos es mucho más adecuado el término competencia, que viene del latín petere, o sea pedir. En una competencia, los competidores “piden” la misma cosa, el trofeo, con lo cual no puede haber dos ganadores sino uno sólo. Ganar tiene raíces etimológicas que lo relacionan con codiciar, con desear con avidez. Esto sí se parece mucho a lo que vemos de deportistas que trabajan de eso. Jugar es definitivamente otra cosa.

Un aspecto fantástico del juego es que enseña. Los niños aprenden jugando. La mayor parte de los juegos, normalmente, requieren de uso mental o físico, y a menudo ambos, así es como ayudan a desarrollar determinadas habilidades o destrezas, y sirven para desempeñar una serie de ejercicios que tienen un rol de tipo educacional, psicológico o de simulación.

Incluso los juegos de computadoras o de consola enseñan. Nos quejamos porque se reduce la actividad física, y es cierto, pero los niños están aprendiendo a utilizar las herramientas con las que van a trabajar. Nosotros, o yo al menos, aprendí a patear pelotas de trapo, y después tuve que estudiar otra cosa para poder ganarme la vida. Hoy ellos utilizan computadoras, simuladores de realidad virtual, utilizan medios de comunicación en el chat, e investigan en la web buscando temas musicales o información para la escuela, y todas esas cosas son las que nosotros tuvimos que aprender de grandes para trabajar. Tendrá que ver uno como los hace correr o andar en bicicleta, pero lo cierto es que sus juegos los preparan para el mundo electrónico, y en gran parte virtual, que van a tener que vivir.

Obviamente que “jugar” en la web tiene sus peligros, pero también los tenía andar en bicicleta por el baldío de la esquina. Para nuestros padres era fácil cerrar la puerta y no dejarnos salir. Para nosotros es más difícil controlar por donde “navegan” o con quién interactúan, pero eso no es culpa de los chicos. Hagamos el esfuerzo, porque la web tampoco tiene la culpa como no la tenía la bicicleta. Somos nosotros los que debemos enseñarles a usarla, aunque nos canse tener que aprender primero, porque definitivamente es más difícil que un par de gritos y una puerta con candado.

El juego es tan importante que además es un derecho. La Declaración de los Derechos del Niño, proclamada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en su resolución 1386, del año 1959, dice entre otras cosas:

“El niño debe disfrutar plenamente de juegos y recreaciones los cuales deberán estar orientados hacia los fines perseguidos por la educación; la sociedad y las autoridades públicas se esforzarán por promover el goce de este derecho.”

Tal vez se quedaron cortos. Para los niños jugar debería ser un derecho y para los adultos una obligación. No tener sólo la obligación de garantizarles ese derecho a los niños, sino la de re-educarnos cada tanto en los valores que transmiten los juegos verdaderos, y los fines perseguidos por la educación que hagan sentido a la sociedad.

Los adultos muchas veces nos olvidamos de lo que es jugar, o de la importancia de jugar y jugar bien, por eso deberíamos tener la obligación de re-educarnos en el juego. Somos terriblemente competitivos, buscamos en el juego otras cosas aparte de diversión o aprendizaje. Esto no es lo que debemos transmitir a nuestros hijos.

Otro libro que me gustó mucho se llama El ticket de tu vida (3), y cuenta la historia de una persona que sufre una gran pérdida, que pierde el foco de lo importante, y que lo recobra en un paseo por un parque de diversiones muy especial, yendo de juego en juego y re-aprendiendo que es, y qué debe ser importante. En su viaje entre los juegos tiene un guía que lo va llevando y le va haciendo entender de qué se trata el parque y también la vida. En una de sus primeras conversaciones, cuando el protagonista está aún escéptico y no entiende que es lo que tiene que aprender, su sabio guía le dice entre otras cosas:

“Si le preguntas a la gente que sale de un parque de diversiones que les gustó más, casi todos mencionarán los entretenimientos que disparan la adrenalina. Los carros, la montaña rusa, los balancines… Las personas recuerdan los juegos que asustan antes que los placenteros. ¿No es triste, acaso?”

Claro que es triste, al menos para mí. Perdemos el sentido del juego. No es que esté en contra de las diversiones que aceleran la intensidad del pulso, pero lo que este sabio guía quiere decir va un poco más allá de lo literal, y creo que todos tenemos que pensar un poco más en este asunto para retomar la inocencia de la niñez, en la cuál un juego era muchas veces pasar un rato con alguien querido haciendo cualquier cosa que no nos hiciera llorar.

Re-aprender a jugar para que nos importe más el juego que el resultado del juego. Para que el siguiente refrán, también bastante antiguo, nos haga sentido:

“Jugar y nunca perder, no puede ser”.

Jugar…, y que perder no sea perder, sino sólo haber jugado. Haber salido de la rutina y haber hecho algo agradable, tal vez algo hasta poco serio, sin competencia, sin ponernos enfrente del otro para aplastarlo con nuestra técnica aprendida con horas de sudor, o con nuestros músculos logrados luego de innumerables horas de gimnasios en las cuales “abandonamos” a nuestras familias, sino al lado de ese otro para compartir, para divertirnos.

Las “personas mayores”, como diría El Principito (1) de Saint-Exupery, somos personas complicadas. Un último libro que me gustaría traer a colación con este tema del juego, lleva justamente esa palabra en su título. El juego de los abalorios (4), de Hermann Hesse, abusa notablemente del uso de la palabra juego, en su sentido de falto de seriedad.

La novela es maravillosa. Se desarrolla en un futuro en el cual, la gente “común”, de tanta opinión pre-digerida y divertimento soez empujados desde los medios masivos –cualquier parecido con la realidad es culpa de Hesse–, pierde interés en el verdadero conocimiento, y es así que como contra reacción se crea una especie de secta de intelectuales que terminan siendo los “guardianes” del saber. Ellos, supuestamente, inventan un juego, que en palabras de Hesse:

“Tenía la esperanza de compendiar y ordenar de modo simétrico y sinóptico todo el saber de su tiempo en torno a un centro común. No otra cosa es lo que hace el juego de los abalorios”.

El juego del saber. De todo el saber. El juego de la vida. Jugar a ser dioses y “controlar” todo lo que se sabe. Incluso, con capacidad de crear:

“Todo jugador activo de abalorios sueña con una ampliación constante del juego hasta abarcar el universo entero. Realiza constantemente esta ampliación imaginativa en sus ejercicios privados acariciando el deseo de que aquellas ampliaciones que parecen de carácter y valor verdadero pasen de ampliaciones privadas a oficiales”.

Una de las mejores aproximaciones literarias al fenómeno de internet la bosquejó maravillosamente Borges en El Aleph (5). La otra es esta de Hesse.

Ahora, quién sabe porqué llama a esto juego. Fíjense la rigurosidad con que los que trabajaban en este asunto describían, según Hesse, su trabajo:

“Hemos inventado un juego de abalorios a lo largo de siglos, y lo hemos estructurado a modo de lengua universal y método para expresar todas las ideas y todos los valores espirituales y artísticos, reduciéndolos a una especie de común denominador”.

Todo el conocimiento, la mayor rigurosidad, todo en un juego. La verdad no me suena a juego, me suena a trabajo, a desafío, a utopía, a lo que sea menos a un pasatiempo poco serio para pasar un rato agradable. Me suena a lo que sea, menos a juego. Pero somos así, transformamos los juegos en profesionales. Le ponemos seriedad, los convertimos en un trabajo, en una obligación de jugar e incluso de ganar… y después añoramos la entrega del amateur, o la frescura con la que jugábamos en el potrero.

Pero Hesse no nos deja en un callejón sin salida. No nos lleva a jugar un “no juego”. El párrafo anterior termina así:

"… común denominador. La totalidad de la vida –de la física y de la espiritual– es un fenómeno dinámico, del cual el juego de los abalorios, en el fondo, representa sólo la faz estética…”

No es el saber lo que se puede reducir, no es la vida lo que podemos cuadrar en reglas para luego “jugarlas”. Sólo estéticamente nos podría llegar esto a estar permitido, pero no en la realidad.

El protagonista de la novela de Hesse –José Knecth, que incluso llega a ser el maestro del juego, su máxima autoridad– busca de joven este control del juego de la vida, y terminará por entender –eso interpreto yo–, que no es posible. Entenderá que los juegos son juegos y son para jugar, y que la vida no se puede reglar o resumir en estructuras que puedan utilizarse para pretender vencer a otros, o a la vida misma. Entenderá, tal vez, finalmente, lo que uno de sus maestros le recomienda casi desde el principio del libro:

“–¡Oh si se pudiera llegar a saber! –Exclamó Knecth–. ¡Si hubiera una doctrina, algo en que poder creer! Todas las cosas se contradicen, todo pasa corriendo, en ningún punto hay certeza. Todo puede interpretarse de una manera y también de la manera opuesta. Cabe explicar la historia entera del mundo como desarrollo y progreso, y también considerarla sólo como ruina y sinrazón. ¿Es que no hay una verdad? ¿No hay una doctrina legítima y válida?

El maestro no había oído nunca hablar con tal vehemencia. Siguió andando un espacio más y dijo luego:

–¡La verdad existe, querido! Lo que no existe, empero, es esa ‘doctrina’ que anhelas, la doctrina absoluta, perfecta, única que da la sabiduría. Tampoco debes ansiar una doctrina perfecta, amigo mío, sino la perfección de ti mismo. La divinidad está en ‘ti’, no en los conceptos o en los libros. La verdad se vive, no se enseña. José Knecth, prepárate para luchar…”

La vida puede parecernos muchas veces un juego por lo poco seria, o incluso por lo ridícula, pero hay que vivirla. De todos modos, si la vida fuese un juego, no podemos, o al menos no deberíamos, encararla como esos partidos que jugamos a ganar o morir, porque primero eso no sería jugar, y segundo porque las chances de morir serán siempre del ciento por ciento.

Re-aprendamos a jugar, que es importante para vivir. Juguemos para aprender, que es la mejor forma en la que todos los seres vivos aprenden. Vivamos la vida con responsabilidad, sabiendo que no podemos abarcarla como los utópicos jugadores de abalorios pretendían, aunque ahora tengamos banda ancha.

Tal vez en esta columna, como en ninguna otra, jugué con las palabras. Como es un juego no me tome muy en serio… pero propóngase jugar cinco minutos por día, con quién usted quiera y por sobre todo como decía Serrat:

“… al juego que mejor juega y que más le gusta”.




J. R. Lucks


Referencias

(1) Antoine de Saint-Exupery (Lyon, 29 de junio de 1900 – Mar Mediterráneo, cerca de la costa de Marsella, 31 de julio de 1944) fue un escritor y aviador francés, autor de El Principito.
(2) Jacques Deval: (pseudónimo de Jacques Boularan, 1890 - 1972) Escritor y director francés. Conocido por su obra Tovaritch (1933).
(3) El ticket de tu vida. Brendon Burchard. Emecé, 2007.
(4) El juego de los abalorios. Hermann Hesse. Sudamericana, 2003.
(5) El Aleph. Jorge Luis Borges. Emecé 2007.


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jueves, agosto 21, 2008

21-08-08. Los juegos

Como estamos en medio de los Juegos Olímpicos, ¿a qué palabras creen que me voy a referir?... justamente de estas.

No tanto de la palabra Olímpicos, porque seguro que ya todo el mundo sabe que esta palabra viene de Olimpia, una antigua ciudad griega nombrada así por el Monte Olimpo, en donde supuestamente vivían los antiguos dioses griegos.

Aunque lo que no sé si se dijo tanto, es que olimpo significa brillante. La palabra viene de holo, que significa todo, y de lampos que significa luz o brillo. Olimpo entonces sería: lo todo brillante. Adecuado nombre para acomodar a los dioses griegos, y buen nombre también para unos juegos en los que todo debería brillar y ser una luz de paz y esfuerzo, individual y colectivo, para que vivamos como deberíamos y no tanto como lo hacemos.

Tampoco la idea es comentarles que no es lo mismo Juegos Olímpicos, que es lo que esta ocurriendo ahora, que Olimpíadas, que es el período que va entre dos juegos. O sea que las Olimpíadas terminan cuando empiezan los juegos y vuelven a comenzar al terminar los mismos. Por eso está mal decir que alguien va a competir en las olimpíadas, ya que se compite en los juegos, durante las olimpiadas se espera y se entrena.

Pero bueno basta de decirles de qué no les voy a hablar, y comencemos con lo que sí.

Hoy les quiero hablar de la palabra juego. Ésta es una palabra muy interesante que viene del latín iocus, que quiere decir lo contrario de serio. En su acepción original no necesariamente quería referirse a lo deportivo, sino más bien a lo relativo al esparcimiento o a lo divertido, incluso a lo ridículo. De esta última acepción vienen palabras como jocoso, o joke, que en inglés significa broma. También se derivan de aquí palabras como juglar, que si bien es un cantor se acerca en algunas variantes a lo ridículo o a lo gracioso, o incluso jugarreta, en el sentido de trampa, o sea de poner en ridículo a otro haciéndolo perder o caer en una artimaña.

En latín hay otras dos palabras, con significados ligeramente diferentes, pero a los cuales nosotros nos referimos hoy usando también la palabra juego. Estas son ludus, que envuelve la idea de ganancia, o sea participar de alguna competencia con intención de obtener ganancias; y la otra es lusus, que envuelve la idea de entretenimiento agradable y nada más, pero que no tiene necesariamente que ser no serio.

O sea que juego, para nosotros, que dejamos a ludus y a lusus de lado, es muchas cosas. Es algo para entretenerse, o algo para competir y ganar, incluso eventualmente dinero. También usado con sentido más negativo, o hasta peyorativo, se dice que algo no es un juego cuando se quiere decir que la cosa es en serio; o “no juegues”, al que no se lo ve dedicándose a su tarea en forma comprometida. El juego, aparte de todo lo demás, como sabemos, es una forma de aprender, los niños, y muchas veces los grandes también, aprendemos jugando.

Hay juegos de cartas, de guerra, de computadora. Juegos peligrosos y juegos divertidos. Juegos amorosos y juegos de azar, que son muy parecidos a los amorosos. Juegos por plata, juegos por jugar… e incluso, juegos olímpicos.

En función de que juego puede considerarse bueno o malo, positivo o negativo, divertido o incluso hasta revelador, es que hay en la literatura miles de frases, citas o refranes que usan al juego como protagonista.

Por ejemplo, cuando se ve al juego en sus aspectos negativo se dice:

“Afortunado en el juego, desafortunado en el amor”.
“El dinero del juego muchos lo tienen, pero pocos lo retienen”.
“Juego de manos es de villanos”.
“Si a tu amigo quieres conocer, hazlo jugar y beber”.

En todos estos refranes pareciera que el juego no es bueno, sea porque o es de villanos, o porque te absorbe tanto que no te podés dedicar al amor, o incluso, como sugiere el último, es comparable a la bebida en términos de sacar a la vista lo peor de uno.

Obviamente esta es sólo una visión del juego. El juego es sinónimo de placer y no sólo para los chiquitos, que parecieran sólo pensar en jugar, sino para los grandes también. Así es que don Joan Manuel Serrat canta:

“¿No le gustaría no ir mañana a trabajar y no pedirle a nadie excusas, para jugar al juego que mejor juega y que más le gusta...?”

Dejar de lado las responsabilidades y jugar, a lo que sea, a lo que se le ocurra que haya Serrat querido decir con esto.

Hay gente que juega también con las palabras, lo cual, como se habrán dado ya cuenta, es una de mis predilecciones. Ejemplos de estos juegos de palabras encontramos en estas supuestas frases de Woody Allen:

“Mi padre vendió la farmacia porque no le quedaba más remedio”.
“Los mosquitos mueren entre aplausos”.
“En los aviones el tiempo se pasa volando”.
“El eco siempre dice la última palabra”.

O cuando se pregunta:

“¿Cuál es el animal que después de muerto sigue dando vueltas?"

Y se contesta:

"El pollo al espiedo”.

Para jugar con las palabras, hay que apelar un poco al aspecto del ridículo que está incluido entre los sentidos del término jugar, hay que usarlo pensando en términos de oposición a lo serio. Más allá de que este supuesto ridículo, que permite usar las palabras para jugar con ellas, termine encerrando grandes verdades.

Hablando de juegos de palabras, hay un libro que me pareció fantástico que se llama: ¿Es real la realidad? (1), que utiliza, entre otros recursos, esta cuestión del ridículo para tratar de que entendamos que no siempre lo que nos parece es lo que es. En una de sus explicaciones encara este tema de la percepción parcial y subjetiva que tenemos, con un ejemplo que me pareció excepcional. Dice así:

“El científico estaba muy orgulloso de cómo la rata de laboratorio tocaba la palanca cada vez que quería comer. A su vez la rata comentaba con sus compañeras que bien amaestrado que tenía al científico, que cada vez que ella tocaba la palanca él le daba comida”.

Como muchas veces, un juego de palabras explica mejor las cosas que grandes discursos, sin llegar al extremo de Woody Allen que divierte, este pequeño ejemplo nos hace ver que tan cerrados muchas veces estamos a la realidad de otros.

Ojalá que jugando, con las palabras o con lo que más nos guste, como pedía Serrat, volvamos un poco a esa inocencia y camaradería que teníamos cuando niños, y jugar era nuestra principal actividad.




J. R. Lucks


Referencias

(1) ¿Es real la realidad? Paul Watzlawick. Editorial Herder, 1995.




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jueves, agosto 14, 2008

14-08-08. Los idiotas, unplugged

Ser idiota y no poder participar de la actividad pública, no sólo de la gubernamental, sino tampoco querer aportar a lo comunitario, no es algo deseable; pero ser idiota y tener un puesto público es mucho peor. ¿Cuántos idiotas, incapaces de lo público, tendremos como funcionarios?, ¿a cuántos habremos votado sin saber que lo eran, o, peor, aún sabiéndolo?

Tampoco es bueno el ser idiota por no querer contribuir a la sociedad aunque más no sea desde lo básico, desde lo que tiene que ver con los que comparten con nosotros el mismo techo, o la misma oficina, pero mucho peor es ir en contra de la misma, destruyéndola, corrompiéndola, ensuciándola. ¿Será que a veces no sólo no contribuimos con nada, sino que además destruimos lo que hay a nuestro alrededor?, ¿seremos tan idiotas?

Como dije en la columna anterior, idiota viene deriva del griego idiōtēs, y significa falto de capacidad –no desde la instrucción para hacerlo sino desde la voluntad para ello– para los asuntos que tienen que ver con la comunidad, originalmente con la polis griega, que era donde se usaba ese término.

No se empleaba necesariamente como un insulto, sino que era un término descriptivo de la situación de una persona. Obviamente, para un buen ciudadano de una polis griega, ser un idiōtēs no era ningún mérito, pero como digo, la palabra no se usaba necesariamente en forma peyorativa.

En nuestras lenguas modernas este significado original termina derivando en: persona normal y corriente, persona sin educación o ignorante. También se ha definido idiota como lego, que en una de sus acepciones quiere decir: falto de instrucción en una materia determinada; con sinónimos como: ignorante, profano, desconocedor, inculto, iletrado, analfabeto; y antónimos como: enterado, ducho, versado.

La tercera acepción del diccionario de la Real Academia Española (RAE) dice de idiota: tonto, corto de entendimiento. Y la cuarta: que carece de toda instrucción. Idiota también quiere decir según la RAE: engreído sin fundamento para ello.

Por último, nos queda el significado que tiene que ver con la salud mental. Idiota es el que padece de idiocia, que es un trastorno caracterizado por una deficiencia muy profunda de las facultades mentales, congénita o adquirida en las primeras edades de la vida.

En gran parte de los casos la idiocia es una enfermedad de nacimiento, sea por causas hereditarias o por trastornos durante la gestación. Los otros casos son provocados por accidentes cerebrales: golpes, ausencia de oxígeno en el cerebro, lobotomía. Se la considera incurable y sus efectos son difícilmente reversibles, es el retardo mental más agudo.

Los síntomas de los afectados suelen ser la inmovilidad, adolecen incontinencia de los esfínteres, babean, suelen ser mudos o sólo emiten sonidos sin sentido, son en general asociales y no tiene noción del mundo exterior.

No es esta la definición de idiota que estoy usando, aunque el término se utilizó para describir una afección que de alguna forma, lamentablemente para los que la padecen, describe la conducta o el estado de alguien que no puede ser útil a otros, como también, más desde lo social que desde lo físico, describe a los idiōtēs griegos.

Tanto en esta columna como en la anterior, cuando uso la palabra idiota, no lo hago tampoco en forma peyorativa. Me refiero al que por estar tan ensimismado, por mirarse sólo o mayormente a sí, no es capaz de contribuir a la sociedad en la que vive. Me refiero al que no es capaz de aportar a la comunidad porque no quiere, porque decide no hacerlo.

No estoy hablando de los que no pueden contribuir por no haber tenido la instrucción, o por estar privados por exclusión. Esta gente, que lamentablemente es cada día más en el mundo en el que vivimos, es justamente la que reclama de nosotros que no seamos idiotas, y tienen razón en hacerlo. Su exclusión, sus eventuales incapacidades y sus privaciones no son elegidas por ellos. Seguramente en algunos casos pueda haber algo de responsabilidad propia, pero lo cierto es que en la mayoría de los casos están en callejones sin salida para ellos. No tienen otras opciones. Los que estamos fuera de esos callejones somos los que, si no fuésemos tan idiotas, deberíamos ayudarlos a salir.

El idiota moderno al que me refiero, no al que padece idiocia sino el que decide serlo, es un ser que no se dedica a lo público porque no desea aportar nada al otro. Sólo se dedica a lo privado, a su satisfacción personal ya que no le interesa aportar a un fin superior a él o ella, al crecimiento de la comunidad, del grupo, del pueblo, de la ciudad. Su mundo empieza y termina en sí mismo, en sus necesidades, básicas obviamente, ya que las que tienen que ver con la comunidad, que también son necesidades propias aunque no las reconozca, tienen que ser satisfechas por otro que sí tenga capacidades o voluntades desarrolladas para tal fin. El idiota que cree que sólo puede o debe satisfacerse a sí mismo, moriría si no hubiese otras personas, no idiotas, aplicándose a lo que él no se dedica. Pero es que el idiota por decisión está tan ensimismado que probablemente ni sepa que esto es así.

El modelo económico social en el que vivimos tiene desgraciadamente mucho que ver en esto. Al menos yo pienso así. No es que crea en una conspiración global de los mercados, pero sí creo que es un efecto secundario de la forma en que nuestras economías se comportan. El daño a la ecología es algo similar. El agujero de ozono no se hizo porque cientos de miles de personas conspiraron para perforarlo usando desodorantes en aerosol, y el calentamiento global no se produjo porque un grupo de enfermos terroristas decidieron emitir gases contaminantes, ocurrió porque la sociedad no se fijó, al menos hasta ahora, en los efectos secundarios de una industrialización que llevó las cosas un poco más allá de lo que el planeta aguantaba.

El individualismo que idiotiza, en el sentido que los griegos le daban, tiene que ver con esto también. Un gran autor en mi opinión, Eric Fromm (1), decía esto hace algunos años:

“El capitalismo moderno necesita hombres que cooperen mansamente y en gran número; que quieran consumir cada vez más; y cuyos gustos estén estandarizados y puedan modificarse y anticiparse fácilmente. Necesita hombres que se sientan libres e independientes, no sometidos a ninguna autoridad principio o conducta moral, a los que se pueda guiar sin recurrir a la fuerza […].


¿Cuál es el resultado? El hombre moderno está enajenado de sí mismo de sus semejantes y de la naturaleza”.

¿Cómo es que nos pasa esto?, ¿cómo nos vamos enajenando y cerrando sobre nuestro sí?, ¿cómo nos va idiotizando este mundo en el que vivimos?, ¿cómo nos vamos enterrando en una soledad que termina por abrumarnos, y que nos hace salir a buscar relaciones casuales, o a transformar a otras personas en objetos “consumibles” para sentir que no estamos solos? Fromm propone algunas ideas:

“Nuestra civilización ofrece muchos paliativos que ayudan a la gente a ignorar conscientemente esa soledad: en primer término la rutina del trabajo burocratizado y mecánico, que ayuda a la gente a no tomar conciencia de sus deseos de sus deseos humanos mas fundamentales, del anhelo de trascendencia y unidad.


En la medida en que la rutina sola no basta para lograr ese fin, el hombre se sobrepone a su desesperación inconsciente por medio la rutina de la diversión, la consumición pasiva de sonidos y visiones que ofrece la industria del entretenimiento; y además, por medio de la satisfacción de comprar siempre cosas nuevas y cambiarlas inmediatamente por otras


La felicidad del hombre moderno consiste en “divertirse”. Divertirse significa la satisfacción de consumir y asimilar artículos, espectáculos, comida, bebidas, cigarrillos, gente, conferencias, libros, películas, todo se consume, se traga. El mundo es un gran objeto de nuestro apetito”.

Fromm escribió esto que usted acaba de leer en 1959. Hace casi cincuenta años él ya estaba preocupado por esto. ¿Qué diría si viviese aún hoy? ¿Hacia dónde iremos si seguimos así?

Nietzsche, un filósofo que terminó su vida exaltando el egoísmo, escribió unos años antes de morir de locura lo siguiente:

“Tal vez toda la humanidad no sea más que una fase de la evolución de una especie determinada de animales de duración limitada; de suerte que el hombre haya provenido del mono y vuelva otra vez al mono, aunque hoy no haya nadie que tenga interés en este maravilloso desenlace de la comedia.


[…] así también, merced a la ruina eventual de la civilización terrestre en su conjunto, pueda producirse una deformación mucho mayor y, y por último, un embrutecimiento del hombre hasta que lo restituya a su naturaleza simiesca. Precisamente porque podemos abarcar con la mirada esta perspectiva, estamos quizá en situación de prevenir semejante desenlace”.

Estas palabras las escribió en un libro de transición en su forma de pensar: Humano demasiado Humano (2). Éste es el libro en el que comienza, fuertemente, a criticar a la moral, a la religión, y al hombre que según el se estanca en estas tradiciones, mayormente comunitarias, y no ve por sí mismo.

Es probable que mi querido amigo Friedrich, con el que no coincido en muchas cosas, se enojase conmigo si me lee usando sus palabras para defender la sociabilización en vez del egoísmo, pero el mundo pareciera haberle hecho bastante caso y no se perciben muchas mejoras.

Por eso, tal vez, si seguimos como vamos, terminemos involucionando a una naturaleza más animal, menos humana, como forma de la naturaleza de preservarnos a pesar de nosotros mismos. Después de todo, los animales son más comunitarios y, definitivamente, más ecológicos que nosotros. Sólo espero, como dice Nietzsche, que por poder abarcar esta perspectiva con la mirada, estemos a tiempo de prevenirla.

Somos sociables por naturaleza, tanto como que el mundo no debería autodestruirse, o la capa de ozono agujerearse por sí sola. Creo que el individualismo a ultranza que nos idiotiza y los desastres ecológicos son efectos secundarios eventualmente reversibles. La conciencia ecológica comenzó a aparecer y con suerte podremos compensar los efectos nocivos que causamos en el planeta. Tal vez, con un poco de suerte y mucho de conciencia, podamos salir de la idiotez que nos rodea y dejar de privarnos de lo público para poder vivir menos solos en una sociedad mejor.

Fíjense en esta última cita (3) como se combina un poco el tema de convivir con el del mundo en el que nos toca hacerlo:

“Hace más de dos siglos, en 1784, Kant observó que el planeta que habitamos es esférico, y consideró con detenimiento las consecuencias de ese hecho banal: como todos estamos y nos movemos sobre la superficie de esa esfera, señaló Kant, no tenemos otro lugar donde ir y estamos por lo tanto obligados a vivir para siempre en proximidad y compañía de otros. Mantener distancia entre uno y los otros, y aún más ampliarla, es a la larga imposible […] Y esa es la manera como la naturaleza nos ordena aceptar la hospitalidad (recíproca) como precepto supremo, precepto que debemos abrazar y obedecer como modo de dar fin a la larga cadena de ensayos y errores, a las catástrofes causadas por los errores y a la devastación que las catástrofes van dejando a su paso”.

Si no nos convencen las razones sentimentales o de carácter sociológico, que nos convenza la geografía. No se puede decir otra cosa más que: por favor, no seamos idiotas.





J. R. Lucks


Referencias


(1) El arte de amar. Erich Fromm
(2) Humano demasiado Humano. Friedrich Nietzsche
(3) Amor líquido. Zygmunt Barman






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jueves, agosto 07, 2008

07-08-08. Los idiotas

Idiota deriva del griego idiōtēs, y significa: persona que carece de capacidad profesional y por lo tanto no es técnico en una profesión. Se trataba de un ciudadano privado o particular. Podría decirse, en cierta forma, egoísta, ya que sólo veía su ego, o sea por su yo. Era entonces el que no se ocupaba de los asuntos públicos, no era útil a la polis, o sea a la comunidad.

Como el que vive apartado suele adquirir pocos conocimientos, idiota pasó a significar rústico, ignorante, aunque más por decisión que por deficiencia, negado a lo público. Era el hombre que vivía apartado de los negocios, o sea, de la negación de ocio, era el hombre que no se ocupaba.

A su vez este término viene, de idios, que quiere decir: privado, propio, referido a uno mismo. Fíjense que privado, lo privado, que hoy tanto se exalta, significa: falto de. El que esta privado de algo, es que no tiene ese algo.

No deja de sorprenderme como nos confundimos a veces. El hombre que más busca su privacidad, es el que más se priva; y ¿de qué se priva?, justamente de lo público.

Irónicamente, los excluidos, son hoy los más privados. Los que por no tener acceso, sea a la salud, a la educación, a la alimentación correcta, en fin, a lo que sea, terminan siendo los más privados, los que tienen más privaciones.

Por un lado tenemos a infinidad de gente con abundantes recursos materiales buscando la privacidad, privarse de, para terminar compartiendo, hasta cierto punto, lo mismo que tienen los que no tienen nada, privaciones. Unos por ser excluidos, y otros por decisión, ambos terminan privados. Me pregunto: ¿cuánto las privaciones que unos sufren no tendrán que ver con la búsqueda de privacidad de los otros?

Vamos a ver que nos dice la literatura. Hay un libro que me gustó mucho que se llama: Si Aristóteles dirigiera General Motors (1). Es uno de estos libros en los cuales autores típicamente de temas de negocios, toman principios e ideas básicas y tradicionales de la filosofía griega y las aplican al mundo de hoy, al mundo moderno, al frenesí en el que vivimos. Uno de los párrafos dice así:

“Aristóteles se planteó en La política la naturaleza básica de la vida humana en comunidad. ¿Por qué viven juntos los humanos? ¿Qué ocurre cuando los seres humanos se organizan y estructuran sus actividades con otros seres humanos, en vez de intentar volar solos por la vida? A Aristóteles le interesaba, sobre todo, comprender el funcionamiento de las polis, las ciudades-estado de la Grecia de su tiempo; pero a un nivel más general, quería comprender algo universal. Después de pensar mucho tiempo en la polis, llegó a la conclusión siguiente: ‘La ciudad […] es una asociación para el bienestar’”.

La ciudad, una asociación para el bienestar. O sea, la comunidad, debe ser un lugar en el que asociados, a otros obviamente, busquemos el bienestar. Donde juntos, públicamente, busquemos estar bien. Y me puso a pensar esto, no hay que ser idiota, no es en lo privado, y obviamente no es en las privaciones, en donde se encuentra el bienestar, al menos para Aristóteles y para el autor del libro que estoy citando que se llama Tom Morris, sino en la ciudad, en la polis, en la comunidad.

Seguramente hoy se inclina uno a decir que la ciudad es un desastre: tráfico, cortes de calle, miles de líos y agresividades…en definitiva hoy la ciudad parece teatro de conflicto. Veamos que dice Morris basado en lo que ya se pensó hace más de dos mil años:

“La armonía social no sólo es un estado de ausencia de conflictos, sino una consonancia positiva y vibrante y una fortaleza interpersonal, una relación en la que los individuos puedan lograr el desarrollo de sus dones más elevados y disfrutar de la plenitud de la vida en común”.

No es en lo privado que evitaremos los conflictos que muchas veces, por desesperación de ser escuchados, se generan a través de los que sufren privaciones. No seamos idiotas, un piso veinte, o un barrio cerrado, por muy privado que sea, no nos aleja lo suficiente, no nos evita los conflictos, no nos priva.

Hay que buscar la armonía social a través de lo inter-personal, no persiguiendo lo privado, no ejerciendo de la idiotez que nos aleja de lo público. Lo inter-personal, lo que es entre personas, la vida en común, debería llevarnos más rápido a la armonía social que lo privado, que el privarnos o privar a otros.

No hace falta arreglar al mundo todo de una sola vez, que tal si empezamos por el prójimo, que no quiere decir otra cosa que próximo. ¿Por que no empezar por el que tenemos más cerca?

Propongo, como en los programas de ejercicios, empezar con cinco minutos por día de cambiar algo privado, algo idiota, por algo inter-personal, algo entre personas, algo comunitario con el próximo: hijos, esposa, pareja, tío, madre, padre, compañero de oficina,… nada demasiado heroico. A ver si no logramos con eso un poco más de armonía y un poco más de bienestar, que con las privaciones a las que nos sometemos porque nos dicen que está de moda.


J. R. Lucks



Referencias:

(1) Si Aristóteles dirigiera General Motors. Tom Morris. Editorial Planeta, 2005.


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