domingo, agosto 29, 2010

Secretos por olvidados

Jorge Luis Borges, escritor y poeta argentino, le escribió a un barrio –Barrio Norte– un poema que comienza de esta manera:

“Esta declaración es la de un secreto
que está vedado por la inutilidad y el descuido,
secreto sin misterio ni juramento
que sólo por la indiferencia lo es:
hábitos de hombres y de anocheceres lo tienen,
lo preserva el olvido, que es el modo más pobre de misterio”.

Triste, sin duda. Un secreto que se torna en tal por el descuido. Un secreto por el que no velan ni el misterio –fabricado para asustar– ni un juramento –propuesto y aceptado para hacer valer el honor. Un secreto que toma su fuerza, desgraciadamente, sólo de la indiferencia.

Esta estrofa, sobre todo sus últimas palabras: “el olvido, que es el modo más pobre de misterio”, me hicieron acordar de una frase que me “golpeó” cuando la leí en Las Crónicas del Angel Gris (1), del para mí majestuoso filósofo Alejandro Dolina. Él, también refiriéndose a un olvidado, se lamenta:

“Su nombre se ha perdido, y ya quedamos pocos, muy pocos que recordamos su olvido”.

Siempre me gustaron las palabras, y los juegos de palabras me gustan más. Recordar, al menos el olvido. Tener clara nuestra ingratitud para con algo o alguien que sólo por haber sido –aun en sus errores– debería ser recordado.

Pero es que hoy no hay tiempo para recordar a los demás. Estamos demasiado ocupados en que nos recuerden a nosotros, en mostrarnos, en exponernos, en publicarnos, en expresarnos. Todos contra todos, y me incluyo (aunque algo trate yo de evocar a terceros, desempolvando sus escritos con los cuales desolvidar y pensar).

Ahora me planteo, si seguimos así: ¿quién ha de ser el que escuche para recordar? ¿Seguirá habiendo en el futuro historiadores que se dediquen a contar epopeyas ajenas?, o sólo habrá “productores” de historia que nadie toma muy en serio.

Hemos cambiado en este mundo moderno trayectoria por fama. Solidez y coherencia, por escándalo y notoriedad. Consumimos tanto que lo hacemos también con personas y lugares; desechando recuerdos para tener capacidad de volver a consumir las versiones actualizadas, de los eventos impactantes que se renuevan cada día.

El mundo moderno es así, pasajero, descartable, olvidadizo; poco misterioso porque todo está a la vista, expuesto. Los chicos crecen rápido y ya no se sostienen aquellos secretos de cigüeñas, navidades, cucos u otros por el estilo –los cuales no sólo no se escondían sino que, por el contrario, se exaltaban para fascinar– con los que antes jugaban padres, hijos, abuelos, tíos y vecinos. ¿Será mejor de esta manera?...

El maestro Dolina, con su sabiduría secretística, nos da una pista más que, aunque no hayamos podido experimentar en carne propia, seguramente comprenderemos:

“La revelación de todo secreto es un desengaño. El jeroglífico virgen lo contiene todo en su potencialidad. En sus trazos puede estar la clave de la vida y del amor. Podemos soñar cualquier significado, el que más nos convenga, el más hermoso, el más terrible, el más grande. Pero después aparecen las Rosetas y los Champolliones y aquel símbolo, ya usurpado, se empequeñece y apenas indica el nombre de un rey, la gloria de un imperio, la acuñación de una injusticia”.

No sé que tanto guardar secretos por sólo guardarlos sea bueno, pero seguro que puede ser divertido. De lo que sí estoy seguro es de que hay cosas que sí vale la pena recordar, y transformarlas en secreto por indiferencia, descuido u olvido, es claramente una afrenta.

¡Tanto queremos “quedarnos” en los demás!, ¡tanto pretendemos perpetuarnos en fotos, en videos, en comentarios!… probablemente no más que para pronto caer en un misterio solamente preservado por el olvido y la indiferencia.

Tal vez valga la pena pensar en qué es lo que tiene sentido no olvidar, de los demás y de nosotros mismos –particularmente de nosotros, para no perder la oportunidad de hacer algo realmente digno de ser hecho y recordado. Tal vez valga la pena preguntarnos de vez en cuando: ¿qué hacemos para no caer “justificadamente” en el olvido?, o al menos para retardarlo lo más posible.

Preguntas sobre misterios, indiferencias, descuidos, olvidos… respuestas para hacer la diferencia, para dejar marca, para aprender y enseñar. No pretendo hacerlos llegar a ninguna conclusión preconcebida, ni imponer conjeturas para recordar; sólo compartir ideas para pensar, y sobretodo para pensarse.




J. R. Lucks


Referencias:

(1) Las Crónicas del Angel Gris. Alejandro Dolina. Ediciones de la Urraca, 1988.




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domingo, agosto 22, 2010

Errar y ¿aprender?

Un refrán que siento he vivido casi cada día de mi vida, al menos la primera parte del mismo, asegura:

“Errar es humano…”

Pues créanme, si errar es humano yo debo ser uno de los especimenes más humanos que habitan este planeta. Tanto he errado –y no caballos–, que de existir una universidad del error deberían haberme otorgado hace tiempo el doctorado honoris causa.

Soy especialista en errores. Por cada cosa que hago, eventualmente bien, siempre me equivoco, antes, varias veces.

Debe ser que me impresionó mucho esta frase que se le asigna a Johann Wolfgang Goethe –aunque con diversas formas también a otros, así que es casi un refrán:

“El único hombre que no se equivoca es el que nunca hace nada”.

Me he preguntado en muchas ocasiones porqué nos equivocamos tanto –bueno yo me equivoco tanto, tal vez usted no–, y debe tener que ver, efectivamente, con ser humanos; porque los animales no se equivocan con la misma frecuencia. Yo nunca ví a un perro meter dos veces el hocico en un lugar de donde va a salir lastimado (el mismo lugar), o a un gato acercarse a una persona (la misma persona) que no lo quiere y por lo tanto lo va a echar amenazándolo. Lo sorprendente es que cuando cometemos un gran error, muchos nos tildan –creo después de lo dicho que impropiamente– de animales.

Los animales se equivocan, pero menos. Por relaciones personales con veterinarios –de esos denominados patólogos que analizan de qué se murieron los que lo hicieron– sé que muchas vacas, caballos, patos y bestias por estilo, a veces se equivocan y comen cosas envenenadas, con hongos malignos, o con tóxicos que los traen –a los animales– en pequeños trozos al microscopio de mi veterinaria de cabecera; pero se podría decir que es porque no saben lo que están haciendo. Y claro, para llamar a un error de tal forma y con propiedad, hay que haber sabido que lo hecho está mal, o que iría a llevar por mal camino.

Sin conciencia del acto, no hay error. La primera vez que un niño se corta con un cuchillo, o se quema con fuego, más allá de poder calificarlo seguramente de desobediente, habrá sido porque no sabía –o no entendía acabadamente– que esa cosa tan llamativa lo iría a lastimar. Para equivocarse hay que saber que lo que se está haciendo está mal.

Aún así, después del primer encuentro con cada “clase” de dolor, muchas de las veces en vez de evitar dichas conductas riesgosas pareciera que salimos a buscar revancha; como si pretendiésemos “ganarle” al filo del cuchillo o a la temperatura de la llama; y allí, sin duda, erramos.

Da la sensación de que humanizarnos, en comparación a cuando éramos sólo animales, nos hace equivocarnos más veces con lo mismo. Paradójico ¿no? Adquirimos capacidades de razonamiento, y perdemos instinto de supervivencia. Nos emborrachamos y manejamos, comemos cosas que nos agradan pero que nos hacen mal, fumamos suicidándonos de a poco –después de todo quién está apurado–, nos excedemos con substancias o personas teniendo claro que nos estamos poniendo en peligro.

Erramos; justamente por ser humanos y por no estar condicionados a cuidarnos. Cuando nos dejan “decidir” sobre nuestra propia preservación, muchas veces, decidimos no hacerlo. Erramos.

Allí, en la repetición de la conducta errada, es donde aparecen las frases excusatorias, justificatorias, auto indulgentes: “no me di cuenta…”, “me dejé llevar por el momento…”, fue un impulso incontrolable…”, “es que me convencieron de que en realidad no era tan malo…”,…

Pero si el error es –casi pareciera– condición de lo humano, lo importante será entonces aprender de los errores; cosa de, sin estar condicionados como nuestros primos los monos, la próxima vez (luego de finalmente convencernos que el filo corta y la llama quema más allá de nuestra testarudez) elegir mejor. O sea, para terminar corriendo el mismo riesgo que los animales –seres no libres sino atados a sus instintos–, tenemos que pasar por problemas muchas veces muy serios causados por nuestros errores, para –si tenemos la suerte y la voluntad de aprender– no volver a correr esos peligros cayendo en los mismos pozos. Aún así, es definitivamente mejor ser libre que condicionado. Paradójico ¿no?

Errar es humano, así que a equivocarse para no ser tildado –con propiedad– de animal, o no caer en la inacción de la que nos previene Goethe. En lo único que no habría que hacerlo, es en el hecho de perder la oportunidad de aprender. Ese error en particular, es el más grave de todos. No aprovechar una oportunidad de aprender, es como ganar la lotería y no ir a buscar el premio, lo cual, sin duda, sería un grandísimo error.


J. R. Lucks




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domingo, agosto 15, 2010

Quedarse dolerá, pero marcharse mata

María Elena Walsh nos escribió, a todos, un maravilloso poema que se llama: “Serenata para la tierra de uno”. En él la autora le canta a su tierra, y la primera estrofa dice:

“Porque me duele si me quedo
pero me muero si me voy,
por todo y a pesar de todo, mi amor,
yo quiero vivir en vos”.


Siempre me pareció fascinante este verso que creo retrata muy gráficamente a muchos amores maduros; aquellos que, manteniendo aún o no ese maravilloso estado de “embobamiento” inicial de la relación, resultan tan pero tan sólidos que “por todo” pueden quedarse, “a pesar de todo”.

Sin ninguna intención de hacer apología de los masoquismos, en donde el dolor por el dolor mismo parece adquirir “sentido”, muchos de los que hemos pasado largo tiempo con la misma persona como pareja, sabemos que el “por todo” y el a “pesar de todo”, conviven.

En este mundo tan pero tan moderno en que la gratificación instantánea parece ser lo más buscado –como en otras épocas lo fueron el Santo Grial o La Piedra Filosofal–, la palabra compromiso suena demodé. Es cierto que en esos tiempos pasados muchas parejas, muchas uniones, se mantenían así –unidas– más por com-promiso (lo que se habían prometido en conjunto) que por amor. Ese compromiso, en casos inhibidor de tener que hacer el esfuerzo de poder amar, tampoco me parece bueno.

Lo cierto es que hoy, donde más que tiempo del compromiso (prometerse con otro) pareciera ser el del ego-promiso (prometerse a uno mismo pasarla bien cueste lo que cueste), el “a pesar de…” se torna demasiado rápido en causal de cambio.

Es muy bueno poder decir lo que canta María Elena. Ella se lo canta a un suelo, pero se le puede cantar a lo que sea. Yo –mucho más joven– en algún momento de un tiempo hace mucho pasado, le cambié algunas palabras para cantársela a mi pareja. Me parecía no poder encontrar mejores sonidos para decir lo que sentía.

Estas otras dos estrofas, creo, son también maravillosas, y así como están pueden ser aplicadas a un amor humano.

“Porque el idioma de infancia
es un secreto entre los dos,
porque le diste reparo
al desarraigo de mi corazón.


Por tus antiguas rebeldías
y por la edad de tu dolor,
por tu esperanza interminable, mi amor,
yo quiero vivir en vos”.


Por el idioma de infancia, ese que fuimos construyendo juntos desde que nos conocemos. Por esos secretos que nadie más puede compartir porque el tiempo vivido los asegura con un manto de irrepetibilidad. Por los reparos que nos hemos dado a los desarraigos, esos que nos han ido, indefectiblemente, desgarrando.

Por las antiguas rebeldías mutuas, que se han ido puliendo entre sí hasta que nuestras superficies, ya lisas, pudieron reflejarnos al uno en el otro. Por la edad de nuestros dolores conjuntos, la misma edad de nuestras alegrías compartidas.

Por tu esperanza y mi esperanza que atamos alguna vez a una estrella imaginaria en un futuro desconocido; para que nos diera camino que recorrer, para encontrar supuestos tiempos mejores que representaran horizonte, que nos dieran respiro de los presentes agobiantes que algunas veces tuvimos que pasar.

Por todo eso, y a pesar de todo eso, a un amor se le puede llamar así, mi amor, sin vergüenza ni temor a equivocarse.

Ojalá los nuevos jóvenes puedan permitirse el derecho de vivir lo que Maria Elena describe, con algo o con alguien. Mucho antes de ellos tal vez ese derecho le era negado a aquellos jóvenes, porque la obligatoriedad del compromiso hacía que no valiese la pena pensar en todo esto. Los que tuvimos la suerte de no estar obligados, ni tampoco tan desesperados por disfrutar antes de sembrar, sabemos que lo que escribe la autora es una sensación en realidad única y muy agradable.

Con el perdón de Maria Elena Walsh, dueña absoluta de las palabras que voy a re-frasear, aquí va la versión para mi amor:

Porque me duele si me quedo
pero me muero si me voy,
por todo y a pesar de todo, mi amor,
yo quiero vivir con vos”.

“Porque el idioma de infancia
es un secreto entre los dos,
porque le diste reparo
al desarraigo de mi corazón.
Por tus antiguas rebeldías
y por la edad de tu dolor,
por tu esperanza interminable, mi amor,
no puedo vivir sin vos”.



J. R. Lucks


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domingo, agosto 08, 2010

El valor del silencio

Vivimos en una sociedad sobre-comunicada ¿o no? Estamos constantemente recibiendo datos. Estamos expuestos –y nos exponemos por propia voluntad– a comentarios, a opiniones, a interpretaciones de las más variadas. Sabemos –o creemos saber– y pretendemos entender de muchas cosas, por eso buscamos y escuchamos a los que aparentan saber.

Por otro lado nos dicen infinidad de cosas, tratan de influir en nosotros, nos “venden”. Nos quieren in-formar –formar nuestro interior– por todos los medios posibles; y hoy, si hay algo que no falta, son medios.

A todo esto se suman las redes sociales, en donde todos somos receptores pero por sobre todo emisores. Es así como muchas páginas, blogs, perfiles, etcétera, tienen apenas unos pocos seguidores, fans o “amigos”, aunque eso no les impida a sus dueños decir, opinar, contar, mostrar. No sólo queremos escuchar, sino que queremos decir. Podría tal vez afirmarse, sin mucho temor a cometer una equivocación, que queremos hablar cada vez más, y escuchar cada vez menos.

En este contexto vino a mi mente un refrán de esos que por un lado creo es un poco controversial, aunque por otro expresa una grandísima verdad. Este refrán, o proverbio, es en realidad muy antiguo, se ha dicho y repetido en muchas épocas y culturas; ha sido tomado varias veces por grandes filósofos y escritores que a su vez le han puesto sus propias palabras, “adueñándose” así de versiones particulares del mismo. Una de las supuestamente originales aconseja:

“Cuando vayas a decir algo, procura que tus palabras sean más valiosas que el silencio que vas a perturbar”.

Según el refrán el silencio tiene valor. Me pregunto: ¿existe el silencio por sí, o es la falta de sonido? Extraño ¿no? Si no estuviésemos el silencio reinaría, o sea que aparentemente sí existe, no es como otras cosas que se definen por la falta de algo. Nosotros eliminamos el silencio: hablamos.

Hoy, además, donde las pantallas le “hablan” a nuestros ojos, éstos han ido reemplazado en mucho a los oídos, siendo así como las letras escritas –en vez de las pronunciadas– reemplazan también al silencio. En esta sociedad tan informatizada “escuchamos” con los ojos, y las imágenes se han podido difundir por las redes tanto o más que las palabras. Será por eso que también un refrán nos hace notar la cantidad de “dispositivos” que tenemos para ver, versus los que usamos para hablar:

“Tenemos dos ojos para ver mucho y una boca para hablar poco”.

Pero lo cierto es que hablar es bueno, decir está bien, por eso es que hay también refranes que tratan al silencio de mala manera, por ejemplo:

“A veces, el silencio es la peor mentira”.

U otros que le quitan al silencio valor, ya que callar implica ceder, dejar que otro tome la preponderancia; como cuando se dice:

“Quien calla otorga”.

Algunos otros le asignan al silencio el estatus de herramienta estratégica, que como toda herramienta puede usarse para bien o para mal. Con el siguiente refrán podemos percibir cómo el silencio se aconseja para imponerse, aunque tal vez de una manera que podría considerarse, en algunos casos, poco ética:

“Más hace el lobo callando que el perro ladrando”.

En otra línea de ideas, en cambio, también se asegura que guardar silencio es conveniente, por ejemplo cuando se recomienda callar porque:

“Uno es dueño de lo que calla y esclavo de lo que habla”.

Como con muchas otras cosas todo en su justa medida es lo correcto, siendo que los problemas aparecen en las exageraciones, en los excesos. Por eso me quedo con todos estos refranes, pero particularmente con el primero y con este pensamiento que asegura:

“El silencio debiera ser la cualidad de aquellos a quienes faltan las demás”.

En esta sociedad sobre-comunicada, ansiosa por decir y por escuchar, es probable que sea difícil convencer y convencernos de evaluar nuestras cualidades para luego con aguda autocrítica preferir llamarnos a silencio; aunque no por eso debiésemos dejar de intentarlo. Lo que sí más fácilmente podemos hacer es al menos “callar” –no escuchando o mirando tanto– a mucho de lo que tal vez sin darnos cuenta nos exponemos en exceso.

Pensar, reflexionar, meditar, son verbos a los cuales creo deberíamos dar todos un poco más de uso; y para eso el silencio, que tiene más valor que muchos de los “ruidos” que pululan por ahí –como muy probablemente este que yo mismo produzco–, es útil y recomendable.

Si lo que vamos a decir no es más valioso que el silencio no deberíamos decirlo. De la misma manera si lo que vamos a escuchar tampoco lo es, no deberíamos perder el tiempo escuchándolo. Hagámonos silencios para pensar, y para cultivar esas otras cualidades que, eventualmente, valdrá la pena contar o mostrar en reemplazo del algún silencio.


J. R. Lucks

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domingo, agosto 01, 2010

Dicen, seguramente dicen algo

El escritor y filósofo Miguel de Unamuno nos dejó entre otras cosas, dentro de su inmensa obra, un poema cuyas primeras estrofas dicen:

“Traza la niña toscos garrapatos,
de escritura remedo,
me los presenta y dice
con un mohín de inteligente gesto:

‘¿Qué dice aquí, papá?’

Miro unas líneas que parecen versos.
‘¿Aquí?’
‘Si, aquí; lo he escrito yo; ¿qué dice?
porque yo no sé leerlo...’


‘¡Aquí no dice nada!’, le contesté al momento.

‘¿Nada?’, y se queda un rato pensativa
-o así me lo parece, por lo menos,…”


Tremendo momento, ¿no?, cuando uno, con toda la franqueza de que se es capaz, devela una realidad que coarta ilusión, que limita capacidad, que enseña y que educa pero causando –de alguna manera– dolor.

Seguramente muchos no encuentran en este poema lo que estoy sugiriendo; ya que no todos tienen porqué haber caído en el error del personaje al que Unamuno hace hablar en el verso –esa misma equivocación que evidentemente a mí me sigue doliendo haber cometido. Algunos habrán contestado “correctamente”; y otros no habrán tenido aún que enfrentar a un pequeño que, pretendiendo volar desde su imaginación, nos obligase desde su pregunta a repensar el universo dejando de lado la rígida “verdad” de los crecidos.

Yo sí cometí esos errores, siempre sufriéndolos apenas terminaba de cerrar la boca luego de “subestimar” una producción, una idea, una propuesta; y casi siempre, como Unamuno, me quedaba solo masticando dudas:

“Luego, reflexionando, me decía:
¿Hice bien revelándole el secreto?
No el suyo ni el de aquellas toscas líneas,
el mío, por supuesto”.


Ese secreto –del autor y mío–, que el niño en cuestión, a su edad, no puede llegar a comprender aún. Ese secreto de mi limitación, de mi pérdida de capacidad de crear y de creer que todo pequeño tiene, y que ningún grande debería haber dejado ir.

El autor no se detiene allí, se sigue preguntando, se sigue metiendo dentro de sí para cuestionarse con qué autoridad pudo haber contestado tan ligeramente, a semejante pregunta, con una “supuesta” verdad.

“¿Sé yo si alguna musa misteriosa,
un subterráneo genio,
un espíritu errante que a la espera
para encarnar está de humano cuerpo,
no le dictó esas líneas
de enigmáticos versos?


¿Sé yo si son la gráfica envoltura
de un idioma de siglos venideros?
¿Sé yo si dicen algo?...”


Y la respuesta es no. No sabe él, no sé yo, tal vez no sepa nadie... pero sí dicen algo esas líneas, dicen seguramente,… dicen mucho en realidad… la pregunta no es si dicen algo, sino qué dicen.

La propia limitación de no saber qué es lo que algo significa, no debe otorgar el derecho de restarle el valor comunicador a lo que ese niño, esa persona, ese valiosísimo ser con capacidad de crear, amar, dar, construir, está transmitiendo desde su imaginación, desde su corazón, desde su potencial de transformar un poco de tinta y un papel en un… en un lo que sea.

Puntos de vista, formas de analizar y entender las cosas, perspectivas diversas. Desde el idioma de siglos venideros esos “garrapatos” serán tal vez estrofas que algún personaje, al que le guste la literatura, comente algún día en una columna similar a esta. Desde nuestro punto de vista, nada más que líneas toscas.

¿Cómo se hace para poder ampliar el criterio lo suficiente? ¿Alcanza con darse cuenta de lo limitado y limitante que uno es, o hace falta una educación diferente que no sé quién y cómo podría dar y darnos?

Unamuno no sólo fue un intelectual, sino un hombre involucrado en la política de su época –seguramente del lado correcto para algunos y del incorrecto para otros–, comprometido con la educación y, evidentemente, con el progreso de la mente humana –tanto desde su potencial, como desde el reconocimiento de sus limitaciones.

En un encendido discurso, defendiendo sus posturas ideológicas, se dice que dijo:

“Vencer no es convencer, y hay que convencer, sobre todo, y no puede convencer el odio que no deja lugar para la compasión”.

Hay una línea común entre el poema y esta cita, o al menos a mí me lo parece.
La discusión estéril en la que las palabras son sólo ruido; el mal llamado debate de algunas tribunas políticas a las que todos van con su posición tomada, sólo a cumplir con el tiempo del discurso sin ninguna intención de crear una realidad mejor y distinta a la postura propia; el no poder entender al otro; el no ser capaces de ver lo que los demás nos acercan desde su potencial, sino sólo desde nuestra limitada experiencia… esas malditas incapacidades… ¿no se habrán originado en negaciones a ver valor en lo que a priori no entendimos porque supuestamente a nosotros no nos decía nada? ¿Se puede realmente afirmar que algo no dice nada, sólo porque no lo entendemos? ¿Nos interesa convencer, o sólo vencer?

Con-vencer es vencer en conjunto, encontrar entre ambas partes una forma de ganar, de ser evidentemente más, de poder aceptar el valor de lo que a priori pueda parecernos “líneas toscas” o “garrapatos”.

El solo hecho de abrir la mente a posibilidades de este tipo me parece positivo; al menos a mí, que evidentemente me siento demasiado lejos de ser lo suficientemente abierto. ¿A cuántos habrá que convencer para se logre una mejora? ¿Qué “maquinaria” de promoción habrá que montar para darle vuelo a una iniciativa de cambio de este tipo? ¿Qué red social habrá que usar para poner de moda a la tolerancia creativa, en vez de a la permisividad para con la violencia de la cerrazón?

El odio –por el que no se entiende– no deja lugar a la compasión (a la pasión compartida), y por lo tanto nos hace querer vencer sin la más mínima intención de con-vencer –evitando de esta manera el “riesgo” de que en ese proceso también nosotros pudiésemos terminar convencidos de algo.

Qué tal si empezamos por mirar con otros ojos a los “garrapatos” inofensivos que nos traen hijos, primos, sobrinos, nietos, etcétera. Pero no subestimándolos con una falsa indulgencia, sino queriendo creer que dicen más de lo que podemos entender al menos por el momento. Dejémonos convencer por sus inofensivas ilusiones y fantasías ya que tal vez, sólo tal vez –y con eso es más que suficiente–, a partir de allí logremos algún día vivir un poco mejor.


J. R. Lucks



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