domingo, octubre 24, 2010

El dedo y la luna

Un proverbio que se me cruzó hace un tiempo y me dejó pensando, intenta marcar una diferencia entre puntos de vista. Dice así:

“Cuando el sabio señala la luna, el idiota se fija en la punta del dedo”.

Me gustó, y no me gustó a la vez. Me pregunté instantáneamente: ¿qué querrá decir realmente?; e inclusive: ¿qué debería querer decir?

Si se toma en forma literal exalta –a priori creo que de manera algo cruel– la incapacidad de aquél al que se llama idiota. Algo en esto me produjo cierta incomodidad.

Idiota proviene de un término que se usaba en la antigua Grecia, para referirse al que no se ocupaba de lo público sino sólo de sus propios asuntos. Para esa sociedad no ocuparse de los temas de la polis no era bueno, y el idiota (o los idiotes, en griego) eran entonces personas no útiles –a la sociedad. Con el correr del tiempo, y más allá de si esto era causado por incapacidad real y concreta o por decisión personal, la palabra se comenzó a utilizar para referirse a enfermedades mentales que reducían en los pobres afectados la habilidad de socializar, o de desarrollar sus capacidades de una manera “convencional”.

No me voy a meter con los que por decisión propia no quieren ver más allá del dedo, porque eso sería cuestionar sus libertades individuales y no estaría bien (podrán no ser útiles a la sociedad, podrán ser egocéntricos o egoístas, podrán ser…, lo que sí creo –más allá de no tener derecho a criticarlos– es que hoy esa cuenta de “idiotas” a la griega daría números demasiado altos). Pero que tal los que no pueden ver más allá, los que no han sido capacitados, aquellos en los cuales no se ha despertado nunca la inquietud de…

Pensando en esto me di cuenta que el refrán se puede usar en realidad de una forma “inversa” a la literal. Si el sabio ve la luna y la señala, y si el sabio es sabio, ¿no debería intuir que el supuesto idiota (en su acepción de falto de capacidad) no verá más que la punta del dedo que la señala? ¿De quién es la culpa entonces? –si es que queremos echársela a alguien–, del “idiota” que no puede o del sabio que desde su supuesta sabiduría no logra “ver” más que un idiota en el otro, en vez de alguien con potencial de dejar de serlo. ¿Por qué juzgar de insalvable la falta de capacidad?

Por otra parte, ¿será que el sabio nació sabio?; o habrá él mismo en algún momento sido “elevado” desde su desconocimiento, por alguien que le mostró esa luna de una forma en la que pudiese verla. ¿Cómo mostrar las cosas de maneras tales en que la verdad pueda ser asimilada, sin dedos distractores?

¿En qué reside la sabiduría del sabio?, en coleccionar informaciones que no puede compartir por incapaz y limitado, o en lograr que los que aún no han podido capturar determinados conceptos se hagan capaces de hacerlo. ¿Qué incapacidad es peor?, la de aprender o la de enseñar. ¿No será la supuesta idiotez del alumno más que la excusa de un mal maestro?

Sabiduría y saber vienen etimológicamente de sabor (de la raíz sapio, saber y sabor en latín); y es maravilloso –para mí que gusto de jugar con las palabras– lo que uno puede “divertirse” con este origen común. El que sabe es el que probó. Hay que probar los saberes, tanto como los sabores. Y al que le gusta un sabor, o un saber, y por ese motivo se entusiasma, y prueba más, y más, se termina transformando en sabio, en “sabedor” de ese sabor, de ese saber.

El punto es, una vez que sé, que incorporé el saber –o el sabor–, ¿qué hago con él?, ¿lo escondo, lo señalo “nada más”, o intento compartirlo realmente? ¿Hablo solamente del saber?, o trato de hacer que otros lo prueben para gustar del mismo sabor, del mismo gusto por aquello a lo que algo sabe, a lo que de las cosas se puede saber.

Pues bien, creo que usando la definición griega de idiota (y por lo tanto sin ánimo de insultar), se puede decir que el que sabe y no logra hacer saber no es más que eso, un idiota por no ocuparse de los asuntos públicos –sea por decisión o por incapacidad–, por no com-partir; especialmente cuando se auto limita subestimando a los demás, en vez de buscar el desarrollo en sí de las capacidades adecuadas para enseñar.

Saber transmitir un saber, preocuparse por el que tiene que saber y no tanto por el saber en sí, es tal vez lo que considero el grado máximo de sabiduría: el saber hacer que otros logren saber.

Pienso que el proverbio “carga” sobre el que no puede más que fijarse en la punta del dedo, una responsabilidad que no tiene. Por eso me gustaría mucho que existiese una segunda versión del mismo que pudiese decir así:

“Si el sabio que señala la luna no logra que los que quieran conocerla vean más que la punta de su dedo, es muy probablemente –además de sabio– un idiota”.


J. R. Lucks

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