domingo, septiembre 19, 2010

Ya va a pasar

Hay un conjunto de refranes “esperanzadores” que por mucho tiempo me ha llamado la atención. Por ejemplo:

“Siempre que llovió paró”

¿Y qué pasa si mi casa se inundó, y perdí todo lo que tenía antes de que parase de llover? ¿O si mi campo se transformó en una laguna, y todo mi ganado se ahogó o mi cosecha se arruinó antes de que volviese a salir el sol?…

Por si con el ejemplo anterior no alcanza, que tal este otro proverbio que da hasta fechas “ciertas” de terminación de las calamidades:

“No hay mal que dure cien años”

¿Y si yo sólo vivo noventa y nueve años más?, ¿qué pasa entonces?, ¿qué hago?
¡Ja!, duro para empezar a pensar, ¿no? Pero es así. Es inevitablemente así. Estos refranes son para intentar consolarse, no para resolver. El asunto –en mi opinión– no es cuándo va a parar la “malaria”, sino qué hago con ella mientras la tengo encima. ¿Cómo me comporto?, ¿cómo la tomo?

En la misma línea de los anteriores –o tal vez a la inversa aunque sirve de todos modos a idéntico propósito–, qué tal este:

“Todo lo que sube, baja”

¿Cómo, sin perder la esperanza de que lo que subió ha de bajar, logra uno pasar el momento lo mejor posible? (sin connotaciones sexuales ya que sino sería exactamente al revés).

¿Qué se puede aprender en el medio de la inundación o del mal?, ¿hay algo para “aprovechar”, para “madurar”?...

Ya sé que no es fácil –¿debería tal vez usar la palabra posible en vez de fácil?–, pero al menos de esta manera se propone uno a sí mismo algo útil en qué pensar, mientras se espera que pasen los cien años o pare de llover.

Así es que: ¿qué hago con “esto”?, me resulta mejor pregunta que: ¿cuándo se terminará?
¿Para qué se puede “usar” lo que me está pasando?, ¿cómo se “aprovecha” esta dificultad para crecer, para ser mejor, más duro –o más blando–, más seguro de mí –o más abierto a las coyunturas, más flexible?

Yo pasé por alguna situaciones de este tipo durante mi vida, y sólo cuando me relajé, y me puse a pensar de esta forma, las cosas cambiaron o se “suavizaron” lo suficiente como para poder tolerarlas y así encontrarme con capacidades que no creía poseer, o posibilidades que nunca imaginé probables.

Ésta –como presuntamente todas las otras– es una de esas cuestiones en las que la experiencia ajena no le sirve a nadie, con lo cual no pretendo convencer al lector de que las cosas son así como digo. Pero: ¿por qué no darle una chance a esta idea?, ¿qué se podría perder, además de lo ya perdido o en proceso de?

La doctora Elisabeth Kübler Ross, psiquiatra suizo-estadounidense, una de las mayores expertas mundiales en la muerte –definitivamente una mala experiencia–, enunció hace ya varios años un ciclo de estados de ánimo por los que según ella se transita el camino hacia ese particular momento de la vida. Ella dice que los estadíos por los que se pasa son: negación (“¡esto no me puede estar pasando a mí!”), negociación (“bueno, ¡hago algo!, dejo de fumar, me cuido…”), ira (¡maldita sea!), depresión (no hace falta aclarar demasiado), y aceptación.

Más allá de si se aplica o no a la muerte –muy probablemente sí pero no puedo atestiguarlo porque aún no fallecí–, me parece bastante parecido a lo que nos sucede cuando nos enfrentamos a algo que consideramos negativo, a algo para lo cual los refranes nos prometen futuros mejores.

Podremos negarlo, tratar de negociarlo, enojarnos o deprimirnos, pero lo cierto es que la aceptación (cambio de actitud hacia el evento tratando de encontrar cómo sacar del mismo algo positivo, o al menos transitarlo en paz) es la única fase en la que, de existir alguna posibilidad, podríamos hallar la forma de crecer, de incorporar capacidades, de madurar, de aprender para que en el futuro las cosas sean mejores, etcétera.

Seguramente es demasiado pedir el actuar consistentemente de esta forma, lo que podría no serlo es al menos intentar pensar en el asunto; después de todo esta columna sólo intenta eso, dejar temas para pensar. Si ni siquiera eso se puede, pues bueno, nos quedan los refranes.



J. R. Lucks





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