“¡Escucha! Oye el canto del pájaro,
el viento entre los árboles,
el estruendo del océano…;
mira un árbol, una hoja que cae o una flor.
como si fuera la primera vez.
Puede que, de pronto,
entres en contacto con la Realidad,
con ese paraíso del que
nos ha arrojado nuestro saber
por haber caído desde la infancia
…”.
Parece que, tanto sabemos, que creemos no tener nada más por aprender, por conocer. Tanto hemos visto, que damos por hecha la inexistencia de algo que pueda sorprendernos, maravillarnos… ¡Qué triste!, si esto realmente nos pasa.
El autor nos dice que nuestro saber nos ha arrojado del “paraíso”, y que fue porque caímos (supuestamente en el saber) desde la infancia.
Este saber pareciera, entonces, habernos hecho perder la inocencia de la niñez; ésa que hace ver todas las cosas con asombro, con un regocijo de primerizos que no tiene precio, que padres y abuelos disfrutan –y disfruto– casi sin entender, por el hecho de no haberlo experimentado en carne propia en largos años, probablemente demasiado largos.
Inocencia. Apenas pronuncié la palabra me di cuenta de que no sólo la usamos para describir ese estado de la niñez en el que “no saber” permite el asombro.
Uno de esos usos adicionales se vale el mismo significado, pero le da un tono peyorativo. Cuando por ejemplo nos referimos a alguien –adulto normalmente– diciendo: “…ese es un inocente, se cree todo”, estamos queriendo decir que es un sujeto pasible de abuso, que no está “avivado”, que es un tonto. Inclusive usamos la palabra para despreciar: “…a ese ni lo escuches, es un inocentón”, “…no ves la cara de inocente que tiene, lo que diga no vale la pena”.
Muchas palabras se usan así; representan por un lado algo bueno, pero también sirven para “insultar”. Me pregunto: ¿por qué algo bueno insulta?, ¿por qué se supone que sólo se puede ser inocente de niño; y si se lo es en la adultez se transforma uno en objeto de insulto o desprecio?, ¿es saber una obligación y perder por ende la inocencia una consecuencia inevitable?
Además la palabra se usa también –y en realidad mucho más frecuentemente– para nombrar al que no es culpable. O sea que –jugando con los significados– los niños no son culpables (¿de qué, de saber?), pero los adultos tenemos la “obligación” de serlo (ya que crecer y ser inocentón esta mal visto).
Inocente viene de nocivo. El i-nocente es pues el que no es nocivo, palabra que a su vez deriva de un término en latín que significa perjudicar. El inocente no perjudica. El que lo hace –el que sí perjudica a otro–, es culpable.
Está claro –para mí– que el saber en sí no tiene la culpa, sino el que para mal lo usa. Entonces: ¿por qué nos creemos que “inevitablemente” el que sabe abusará de ese saber? ¿Por qué Anthony de Mello nos tiene que pedir, casi como favor, el volver a la inocencia de la infancia?
Es que lamentablemente sí somos culpables. Lo somos de crearnos preconceptos, prejuicios. Lo somos de creer que por haber visto algo, o por haber creído entender alguna cosa, todo lo demás ha de ser igual. En eso, muchos, hemos perdido la inocencia y por lo tanto somos culpables, perjudiciales para otros pero particularmente para con nosotros mismos.
Saber es bueno, lo perjudicial y nocivo es no querer seguir aprendiendo; no permitirnos continuar mirando con asombro y con la curiosidad inocente de los niños, por el solo hecho de creer que con lo que sabemos ya no necesitamos saber más nada.
Que tal si intentamos recuperar la inocencia. La llave de la celda en la que nuestra culpabilidad nos encerró la tenemos nosotros, no hay otro carcelero que nuestra propia voluntad de volver a querer mirar las cosas como realmente son, nuevas; porque las que vimos ya pasaron, y el que las vió –nosotros en algún momento pasado– tampoco existe más. Somos nuevos a cada momento. El saber nos debe hacer nuevos pero no para cerrarnos, sino para volver a mirar –aún lo mismo– desde un peldaño más alto en la escalera del ser mejores.
Mirar las cosas nuevamente como si fuese la primera vez, un recurso que alguien me indicó una vez como requisito para ser poeta. ¿Cómo se hace si no para describir una rosa, o un amor, o lo que sea con la pasión de un poeta cuando compone, si lo descripto no es visto con el asombro de la inocencia?
Nosotros tenemos la llave de la celda en la que “penamos” por la culpabilidad de haber perdido la inocencia. No hay demasiado peligro en abrir esa celda –sólo el de que algún “culpable” nos tilde de inocentones–, y me parece que el potencial placer que nos puede brindar el recuperar la inocencia, bien vale la pena el riesgo.
J. R. Lucks
Referencias
(1) La oración de la rana. Anthony de Mello. Editorial Sal Térrea, 1988.
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