jueves, octubre 23, 2008

23-10-08. El capitalismo, unplugged

El Muro de Berlín cayó en la noche del 9 al 10 de noviembre de 1989. En estas semanas de octubre de 2008, casi veinte años después, estamos presenciando la caída de muchísimas de las bolsas de comercio de todos los países capitalistas del mundo. Vemos “desaparecer” del mercado cientos de miles de millones de dólares, o euros, en supuesto valor de empresas que siguen fabricando y vendiendo lo mismo que antes, pero que ahora para los inversionistas valen mucho menos que hace unas semanas.

La caída del muro de Berlín se consideró el principio del fin de los sistemas comunistas. Desde ese entonces el mundo sólo sería capitalista. La crisis económica mundial que acaba de empezar puede llegar a ser el principio del fin de un sistema capitalista que “se la creyó demasiado”, dando nacimiento a uno un poco menos acelerado, y seguramente, al menos por un tiempo, más regulado.

Cuando me referí a las crisis, en otra columna hace unos meses, dije que el término significaba momento de decisión. Definitivamente este momento que vivimos es para decidir.

En el plano personal habrá que ver que hace uno para preservar lo que pudo juntar y ahorrar como fruto de su trabajo. Ahí no hay ni comunismos ni capitalismos que cuenten. Desde un punto de vista más “sociológico”, deberíamos decidir en qué mundo queremos vivir, si en uno en el que el capitalismo nos lleve a subastar virginidades por internet –como en el ejemplo de la señorita de la columna pasada–; en uno en el que de un día para otro la mayor parte de los activos valgan un décimo de lo que creíamos que valían; o en uno en el que todos trabajemos, podamos ahorrar, podamos tener un buen pasar y planificar para el futuro.

Capitalismo o comunismo, los excesos son malos en ambos lados. Este capitalismo desbocado que hemos vivido últimamente, en el que consumir pareciera haberse transformado en el fin de la existencia del ser humano sobre la tierra, nos ha traído a esta época “oscura” que estamos iniciando. La historia de la humanidad nos ha dado cientos de ejemplos de cómo los excesos terminan en barbarie. Les pasó a los griegos, a los romanos, a todos los grandes imperios. Esperemos no caer tanto, esperemos no llegar a que desaparezca la cultura que conocemos, o tengamos que visitar las ruinas del mundo que construimos. Aún si evitamos esto, es seguro que para muchos, el no poder mantener el nivel de consumo a crédito que tenían antes de esta crisis, va a ser tan doloroso como fue para algún griego o romano la invasión de los imperios en los que vivían. Que nos baste con eso.

Una periodista llamada Ximena Casas inició una nota sobre tendencias de consumo publicada en el diario El Cronista Comercial del 1° de Septiembre de 2008 de la siguiente manera:

“Para las empresas, es clave detectar una nueva tendencia en las costumbres, expectativas y gustos de sus consumidores y transformarla en el producto adecuado antes que su competencia. Por ejemplo, el crecimiento del número de personas que viven solas provocó la aparición de productos en porciones más chicas. Y el aumento de los artículos premium es una respuesta al deseo de la gente de diferenciarse”.

Este párrafo solo me llevó a pensar varias cosas. Primero: ¿de qué pretende la gente diferenciarse comprando productos? No sabe esta gente que cada ser humano es, de por sí, único. ¿Qué producto –que seguramente no se fabrica exclusivamente para un consumidor– puede diferenciar a alguien más que su intelecto, que sus sentimientos, que su capacidad creativa, en fin, que su personalidad?

Es que nos han convencido de que nada de esto que acabo de enumerar es importante; o al menos no más importante que un perfume, que un desodorante, que un auto o que una camisa. La mentira en la tentación de la manzana de Eva es realmente ingenua. ¿Cierto?

Pero la primera parte del párrafo es fundamental, las empresas necesitan transformar en productos cualquier cosa que tengamos como expectativa o gusto, porque todo el sistema se sostiene siempre y cuando ellos me puedan vender algo, y yo quiera o acepte comprarlo. ¿Qué pasa si no tengo nuevos gustos o expectativas? Alguien se encargará de creármelas, alguien se encargará de cambiar el modelo de lo que tengo, la norma de transmisión, el sistema operativo o lo que sea, y, con o sin expectativas o gustos diferentes, terminaré teniendo algo que comprar.

Este capitalismo ultramoderno que vivimos se basa en un consumismo cada vez mayor y más rápido. Eso hace “inflar” los precios de las cosas. Se inflan burbujas de precio y de crédito –el ahorro se transformó en dinosaurio camino a ser fósil–, y tarde o temprano toda burbuja explota.

Sergio Sinay, escritor, periodista, especialista y consultor en vínculos humanos publicó una columna llamada: “El consumidor consumido”, en el diario La Nación del 27 de junio de 2006. La misma comenzaba de la siguiente forma:

“Occidente ha pasado del capitalismo de producción al capitalismo de consumo y, también, de la cultura del trabajo a la cultura del maquillaje. En el capitalismo de producción, como lo indica su nombre, el énfasis estaba puesto en el desarrollo de las fuerzas y los medios productivos, en la creación y fabricación de bienes. Había mucho trabajo puesto en esos productos y el orgullo del productor, ya fuere empresario u operario, nacía en la calidad y durabilidad del bien. En cierto modo, el capitalismo de producción era también de permanencia, de arraigo”.

Es auto explicativo, ¿cierto?, no suena para nada mal, trabajo, orgullo, arraigo, permanencia, durabilidad, calidad,… pero sigue:

“El capitalismo de consumo se sustenta en la creación constante y creciente de deseos para proponer su satisfacción, antes que en la producción de bienes. Se trata de crear un deseo, hacerlo pasar por necesidad y ofrecerse a aplacarlo. Lo importante ya no es lo que se fabrica, sino lo que se promete. Donde antes había bienes concretos, ahora hay intangibles. Si antes el productor ocupaba el centro de la escena, ahora la clave es el consumidor. De hecho, el desarrollo tecnológico, más otras características de la era globalizada, han hecho que cada vez más productores de carne y hueso (operarios, obreros, técnicos) hayan sido y sean reemplazados por máquinas, mientras los mercados crecen. En la fase anterior, la palabra durabilidad era medular: el bien debía durar”.

Hoy que algo dure es aburrido. El capitalismo de hoy es de volumen, no de calidad, la gente cambia las cosas antes de que se gasten, antes de que se rompan; porque antes de que todo eso pase alguien cambió la moda; además, la nueva unidad es “tan barata”, que porqué no cambiarla.

Andar en bicicleta depende de la velocidad. Si uno va muy despacio se cae. Hay que avanzar con una cierta aceleración. De esa velocidad para arriba no hay problema, excepto que “nos hacemos más livianos”, y a mucha velocidad, una pequeña piedrita en el camino puede resultar fatal.

El capitalismo no debe ser malo. Tal vez no sea ideal pero, al menos hasta ahora, resultó ser de todos los probados el sistema más razonable. Ojalá que el mundo se de cuenta de que el capitalismo es como una bicicleta –de hecho es una bicicleta–, si vamos lento nos caemos pero si vamos demasiado rápido, tarde o temprano también, y los golpes son peores.

Eso sí, como no se si el “mundo” va a leer esta columna o no, el asunto de la bicicleta lo deberíamos tomar a título personal. Nuestros capitalismos personales también son bicicletas. Las ruedas de esa bicicleta son nuestras tarjetas de crédito, y la velocidad la ponemos nosotros dejándonos convencer de que realmente tenemos gustos y expectativas nuevas, o de que el último modelo de teléfono móvil, de televisor de pantalla plana, de perfume o de auto, es “realmente” indispensable para nuestra condición de seres humanos, o nos “diferencia”.

Las crisis son momentos de decisión. Vivimos –y vamos a vivir por un tiempo–una crisis de tamaño impresionante y de orden mundial. Tomemos alguna decisión. No vamos a arreglar al mundo individualmente, pero no nos dejemos convencer por los que necesitan vender algo que la solución para el problema es la misma que lo causó: comprar demasiado, consumir demasiado.

Dejo para cerrar dos frases, una de Dolina (1), con quién también me proveí para la columna anterior. Me pareció una excelente reflexión para un momento de decisión, para una crisis:

“El Universo quiere hablarnos. Los astros se esfuerzan por dejar un recado en la puerta del alma. No entenderlo es nuestro destino. No prestarle atención es pecado. Pero lo peor es comprenderlo mal”.

La otra es de Stephen Covey (2):

“Entre el estímulo y la respuesta está nuestro mayor poder, la libertad de elegir”.

En la frase de Covey tal vez se podría haber puesto que entre el estímulo y la respuesta “debería estar” el poder de elegir, en vez de “está”, pero él es un optimista. Escuchemos, comprendamos y ejercitemos nuestra libertad de elegir. De nosotros depende que esta libertad de elegir, nuestra, esté donde tiene que estar.



J. R. Lucks



Referencias:
(1) Crónicas del Ángel Gris. Alejandro Dolina. Editorial Planeta, 2003.
(2) Los 7 hábitos de las personas altamente efectivas. Stephen Covey. Simon & Shuster, 1989.


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