“No sabes lo que tienes hasta que lo pierdes, pero tampoco sabes lo que te has estado perdiendo hasta que lo encuentras”.
Cuanta razón en la primera parte. Así somos lamentablemente, en muchos casos aprendemos a apreciar lo que tenemos cuando dejamos de tenerlo.
¿Por qué es esto? Yo creo que tiene que ver con que en realidad no hay nada ni bueno ni malo. O más bien, todo tiene algo bueno y algo malo a la vez.
Por ejemplo, es muy bueno ser ordenado, pero también es cierto que muchas veces los ordenados no son espontáneos, o son predecibles y por lo tanto aburridos en algún aspecto, son rutinarios (porque todo está siempre en su lugar o se hace a la misma hora).
Virtud y defecto son muchas veces -casi todas las veces- dos caras de la misma moneda.
Cuando tenemos algo, damos lo bueno de ese algo por garantizado, y nos molesta lo malo. Al perderlo, lo que extrañamos es sólo lo bueno, que ahora nos falta; olvidamos lo malo, porque cuando no está no nos molesta.
No es un problema de ingratitud, es un problema de memoria. Apreciamos las cosas cuando se pierden porque al estar perdidas no nos acordamos de lo molestas que eran las contracaras de las virtudes que disfrutábamos sin darnos cuenta.
¿Entonces?, cuando algo está perdido, ¿es sólo cuestión de recordar que no debería ser tan apreciado ya que también tenía defectos? Puede ser una solución para sufrir menos. Pero lo más lógico sería poder encontrar en los defectos de lo que tenemos la contracara de la virtud que representan, antes de perderlo.
Esto me hace recordar otra frase famosa:
“Cuidado con lo que se pide, porque te lo pueden otorgar”
Si se pide un ordenado se está pidiendo también un probable aburrido, predecible, falto de espontaneidad. No es un problema de ingratitud, ni de memoria, es un problema de lógica, de coherencia, de razón. No se puede ser ordenado con algunas cosas y no con otras, como no se puede ser espontáneo para las salidas, pero metódico para pagar las cuentas o llevar el balance de la chequera. Simple y sencillamente hay que tener cuidado con lo que se pide o se busca.
Pero fue la segunda parte del refrán la que más me impactó, el hecho de no saber lo que uno se está perdiendo hasta encontrarlo.
Tiendo yo a ser un fanático del control, y frases como estas me ponen nervioso porque implican que no lo tengo. Si no sé lo que me pierdo hasta encontrarlo, ¿cómo saber lo que hay que buscar?, ¿cómo saber que hay que buscar algo? Preocupante, al menos para mí.
Yo sabía otra cosa en cuanto a este asunto, y tiene que ver con la felicidad que produce la ignorancia. Si no sé lo bueno que es algo, no sufro por no tenerlo. Fácil, podría decirse que hasta económico. No sé, no sufro. Así vivimos muchos, desgraciadamente, en un montón de aspectos. Así nos hacen vivir, en algunos casos, gobernantes y guías de la comunidad cívica o religiosa. Así educamos hijos por demasiadas generaciones.
La ignorancia es fuente de felicidad. Si sabemos que algo es bueno tenemos que conseguirlo, eso requiere un esfuerzo, y eso no es ser feliz en esta moderna época en la que nos toca vivir. A pesar de esto, nuestra bienamada sociedad de consumo está constantemente mostrándonos de lo que nos perdemos al no tener el último modelo de auto, o el par de zapatillas perfecto, o el televisor para el cual hay que agrandar la sala de estar porque es demasiado inmenso. Nos promete felicidad para cuando tengamos lo que nos quiere vender, pero apenas compramos nos hace infelices de vuelta por alertarnos de que hay algo nuevo que nos estamos perdiendo, o por el esfuerzo que tenemos que hacer por conseguirlo.
No, no es así, la ignorancia no es fuente de felicidad. Es verdad que en muchos casos el no saber nos mantiene en un estado de felicidad, o al menos de ilusión de felicidad. Es probable que ser ignorante de qué tan bueno sea caminar o correr con el último modelo de zapatillas sea una felicidad que podemos darnos el lujo de tener, a pesar de que este pensamiento sea sacrílego para la religión del consumo masivo. Pero sacando esto, la felicidad que produce la ignorancia no es la que debemos perseguir.
Es cierto que cuando sé que estudiando voy a llegar a cierto nivel en el que voy a disfrutar de lo que aprendí, hasta llegar allí voy a tener que esforzarme, y por lo tanto no voy a gozar de la tranquilidad y paz de la felicidad ignorante. Pero el refrán tiene razón, no sé de lo que me pierdo hasta que no llego, y para llegar hay que ir.
Entonces mi pregunta anterior era relevante: ¿dónde ir?, si no sé de lo que me estoy perdiendo. La respuesta es: a todos los lugares posibles. Hay dos o tres mil años de historia previa en cuanto a lugares donde hombres y mujeres han ido en busca de felicidades que tal vez encontraron o tal vez no. El saber, el esforzarse, el buscar la verdad, el conocer, el entender, son cosas que seguramente son buenas, y que nos perdemos si no intentamos.
La felicidad se alcanza en la inconciencia, no en la ignorancia. Aprendo que algo es bueno y no lo tengo, entonces sufro por no tenerlo. Pero me esfuerzo, trabajo para conseguirlo. El proceso es duro, no soy del todo feliz tratando de conseguir lo que busco porque es trabajoso, complejo, arduo. Finalmente lo logro, lo disfruto, lo doy por hecho, lo incorporo a mi vida, lo transformo en algo inconsciente, lo practico o lo uso inconscientemente. Nuevamente soy feliz. Pero un inconsciente feliz, no un ignorante que cree ser feliz.
Y volvimos así a la primera parte del refrán, en este estado de inconsciencia, sólo nos damos cuenta de lo que tenemos cuando lo perdemos. ¿Paradójico?
Cada uno debe decidir donde quiere estar. En la ignorancia, en la inconsciencia, en la ingratitud, en la coherencia de entender que lo bueno siempre tiene algo malo y por lo tanto es probable que la felicidad no deba buscarse ni en el ignorante inicio del camino, ni en el inconsciente final del mismo, sino en el esfuerzo y en la búsqueda por mejorar que representa el moverse constantemente. Tal vez la felicidad deba buscarse sólo en el vivir, en el ir, no en el haber llegado, ni en el antes de empezar.
J. R. Lucks
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