El juego es por excelencia un medio de socializar, o al menos debería serlo. En el mundo de los negocios o en la vida común, podría decirse: en la calle, muchas veces se torna difícil ver quién es egoísta, antisocial, o no colabora con el resto de los que tiene a su alrededor. En cambio en el juego, esto se percibe rápidamente. El egoísta que no pasa la pelota, el que no deja jugar a los otros, o el que no aporta un esfuerzo equivalente al del resto del equipo, se nota, y normalmente esto se le hace saber al susodicho, al punto de que si no cambia su actitud se lo saca del equipo.
Interesante, ¿no? Porqué sacaremos del equipo al que no pasa la pelota, y no al que tira papeles en la calle o no cumple con sus obligaciones ciudadanas. Parece que muchas veces nos tomamos más en serio un juego que la vida cotidiana. Debería ser al contrario.
Hablando de juego como actividad de disfrute, entendemos que proporciona felicidad, y lo cierto es que buscando frases que tengan que ver con la felicidad o alegría vemos aspectos interesantes que se verifican en los juegos. Por ejemplo esta frase de Antoine de Saint-Exupery (1), que dice:
“Si quieres comprender la palabra felicidad, tienes que entenderla como recompensa y no como fin”.
Como en el juego, la felicidad o hecho de poder pasar un rato agradable jugando, tienen que ver con el esfuerzo que uno pone para que esto ocurra. Cuando el fin es sólo jugar, o para peor: ganar, entonces las cosas se mezclan, los juegos se ponen serios –aunque esto debiera ser imposible porque un juego es justamente lo contrario de lo serio según la etimología–, y al transformarse en obligaciones, en búsquedas desesperadas, dejan de lado lo agradable.
Me pareció interesante este punto, porque si la actividad de jugar en sí, el compartir con otros un momento agradable, es lo que se busca, las chances de tener éxito pueden ser del ciento por ciento. En cambio si lo importante es ganar, las posibilidades de éxito se reducen a la mitad, ya que se puede ganar o perder, o peor, a un tercio, porque aparte de ganar o perder se puede empatar. ¿Ridículo no?
Los deportes profesionales, que se parecen mucho a lo que acabo de describir en el párrafo anterior, no deberían llamarse juegos, porque no lo son, son trabajos. No es que no sean agradables, o que alguien no los disfrute como se puede disfrutar cualquier trabajo, pero no son juegos, son otra cosa.
Otra frase que tiene que ver con la alegría o la felicidad, que me pareció interesante por lo que se puede encontrar de analogía con los juegos, es esta (2):
“Una alegría compartida es una doble alegría; un disgusto compartido es medio disgusto”.
Un buen juego tiene que ser así, como el amor o la amistad, cosas a las que esta frase aplica igualmente. Una alegría en el juego es doble, porque se comparte, y un disgusto, si lo hubiese, se reduce o no es tal, ya que se pasó un rato agradable compartiendo con compañeros. Qué lejos está esto de los deportes profesionalizados que acabo de mencionar, donde cada uno va por la suya, o por dinero, por el pase a un equipo mejor, o por la foto para la publicidad. Como dije más arriba, definitivamente creo que no deberíamos llamarlos juegos.
Para estos es mucho más adecuado el término competencia, que viene del latín petere, o sea pedir. En una competencia, los competidores “piden” la misma cosa, el trofeo, con lo cual no puede haber dos ganadores sino uno sólo. Ganar tiene raíces etimológicas que lo relacionan con codiciar, con desear con avidez. Esto sí se parece mucho a lo que vemos de deportistas que trabajan de eso. Jugar es definitivamente otra cosa.
Un aspecto fantástico del juego es que enseña. Los niños aprenden jugando. La mayor parte de los juegos, normalmente, requieren de uso mental o físico, y a menudo ambos, así es como ayudan a desarrollar determinadas habilidades o destrezas, y sirven para desempeñar una serie de ejercicios que tienen un rol de tipo educacional, psicológico o de simulación.
Incluso los juegos de computadoras o de consola enseñan. Nos quejamos porque se reduce la actividad física, y es cierto, pero los niños están aprendiendo a utilizar las herramientas con las que van a trabajar. Nosotros, o yo al menos, aprendí a patear pelotas de trapo, y después tuve que estudiar otra cosa para poder ganarme la vida. Hoy ellos utilizan computadoras, simuladores de realidad virtual, utilizan medios de comunicación en el chat, e investigan en la web buscando temas musicales o información para la escuela, y todas esas cosas son las que nosotros tuvimos que aprender de grandes para trabajar. Tendrá que ver uno como los hace correr o andar en bicicleta, pero lo cierto es que sus juegos los preparan para el mundo electrónico, y en gran parte virtual, que van a tener que vivir.
Obviamente que “jugar” en la web tiene sus peligros, pero también los tenía andar en bicicleta por el baldío de la esquina. Para nuestros padres era fácil cerrar la puerta y no dejarnos salir. Para nosotros es más difícil controlar por donde “navegan” o con quién interactúan, pero eso no es culpa de los chicos. Hagamos el esfuerzo, porque la web tampoco tiene la culpa como no la tenía la bicicleta. Somos nosotros los que debemos enseñarles a usarla, aunque nos canse tener que aprender primero, porque definitivamente es más difícil que un par de gritos y una puerta con candado.
El juego es tan importante que además es un derecho. La Declaración de los Derechos del Niño, proclamada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en su resolución 1386, del año 1959, dice entre otras cosas:
“El niño debe disfrutar plenamente de juegos y recreaciones los cuales deberán estar orientados hacia los fines perseguidos por la educación; la sociedad y las autoridades públicas se esforzarán por promover el goce de este derecho.”
Tal vez se quedaron cortos. Para los niños jugar debería ser un derecho y para los adultos una obligación. No tener sólo la obligación de garantizarles ese derecho a los niños, sino la de re-educarnos cada tanto en los valores que transmiten los juegos verdaderos, y los fines perseguidos por la educación que hagan sentido a la sociedad.
Los adultos muchas veces nos olvidamos de lo que es jugar, o de la importancia de jugar y jugar bien, por eso deberíamos tener la obligación de re-educarnos en el juego. Somos terriblemente competitivos, buscamos en el juego otras cosas aparte de diversión o aprendizaje. Esto no es lo que debemos transmitir a nuestros hijos.
Otro libro que me gustó mucho se llama El ticket de tu vida (3), y cuenta la historia de una persona que sufre una gran pérdida, que pierde el foco de lo importante, y que lo recobra en un paseo por un parque de diversiones muy especial, yendo de juego en juego y re-aprendiendo que es, y qué debe ser importante. En su viaje entre los juegos tiene un guía que lo va llevando y le va haciendo entender de qué se trata el parque y también la vida. En una de sus primeras conversaciones, cuando el protagonista está aún escéptico y no entiende que es lo que tiene que aprender, su sabio guía le dice entre otras cosas:
“Si le preguntas a la gente que sale de un parque de diversiones que les gustó más, casi todos mencionarán los entretenimientos que disparan la adrenalina. Los carros, la montaña rusa, los balancines… Las personas recuerdan los juegos que asustan antes que los placenteros. ¿No es triste, acaso?”
Claro que es triste, al menos para mí. Perdemos el sentido del juego. No es que esté en contra de las diversiones que aceleran la intensidad del pulso, pero lo que este sabio guía quiere decir va un poco más allá de lo literal, y creo que todos tenemos que pensar un poco más en este asunto para retomar la inocencia de la niñez, en la cuál un juego era muchas veces pasar un rato con alguien querido haciendo cualquier cosa que no nos hiciera llorar.
Re-aprender a jugar para que nos importe más el juego que el resultado del juego. Para que el siguiente refrán, también bastante antiguo, nos haga sentido:
“Jugar y nunca perder, no puede ser”.
Jugar…, y que perder no sea perder, sino sólo haber jugado. Haber salido de la rutina y haber hecho algo agradable, tal vez algo hasta poco serio, sin competencia, sin ponernos enfrente del otro para aplastarlo con nuestra técnica aprendida con horas de sudor, o con nuestros músculos logrados luego de innumerables horas de gimnasios en las cuales “abandonamos” a nuestras familias, sino al lado de ese otro para compartir, para divertirnos.
Las “personas mayores”, como diría El Principito (1) de Saint-Exupery, somos personas complicadas. Un último libro que me gustaría traer a colación con este tema del juego, lleva justamente esa palabra en su título. El juego de los abalorios (4), de Hermann Hesse, abusa notablemente del uso de la palabra juego, en su sentido de falto de seriedad.
La novela es maravillosa. Se desarrolla en un futuro en el cual, la gente “común”, de tanta opinión pre-digerida y divertimento soez empujados desde los medios masivos –cualquier parecido con la realidad es culpa de Hesse–, pierde interés en el verdadero conocimiento, y es así que como contra reacción se crea una especie de secta de intelectuales que terminan siendo los “guardianes” del saber. Ellos, supuestamente, inventan un juego, que en palabras de Hesse:
“Tenía la esperanza de compendiar y ordenar de modo simétrico y sinóptico todo el saber de su tiempo en torno a un centro común. No otra cosa es lo que hace el juego de los abalorios”.
El juego del saber. De todo el saber. El juego de la vida. Jugar a ser dioses y “controlar” todo lo que se sabe. Incluso, con capacidad de crear:
“Todo jugador activo de abalorios sueña con una ampliación constante del juego hasta abarcar el universo entero. Realiza constantemente esta ampliación imaginativa en sus ejercicios privados acariciando el deseo de que aquellas ampliaciones que parecen de carácter y valor verdadero pasen de ampliaciones privadas a oficiales”.
Una de las mejores aproximaciones literarias al fenómeno de internet la bosquejó maravillosamente Borges en El Aleph (5). La otra es esta de Hesse.
Ahora, quién sabe porqué llama a esto juego. Fíjense la rigurosidad con que los que trabajaban en este asunto describían, según Hesse, su trabajo:
“Hemos inventado un juego de abalorios a lo largo de siglos, y lo hemos estructurado a modo de lengua universal y método para expresar todas las ideas y todos los valores espirituales y artísticos, reduciéndolos a una especie de común denominador”.
Todo el conocimiento, la mayor rigurosidad, todo en un juego. La verdad no me suena a juego, me suena a trabajo, a desafío, a utopía, a lo que sea menos a un pasatiempo poco serio para pasar un rato agradable. Me suena a lo que sea, menos a juego. Pero somos así, transformamos los juegos en profesionales. Le ponemos seriedad, los convertimos en un trabajo, en una obligación de jugar e incluso de ganar… y después añoramos la entrega del amateur, o la frescura con la que jugábamos en el potrero.
Pero Hesse no nos deja en un callejón sin salida. No nos lleva a jugar un “no juego”. El párrafo anterior termina así:
"… común denominador. La totalidad de la vida –de la física y de la espiritual– es un fenómeno dinámico, del cual el juego de los abalorios, en el fondo, representa sólo la faz estética…”
No es el saber lo que se puede reducir, no es la vida lo que podemos cuadrar en reglas para luego “jugarlas”. Sólo estéticamente nos podría llegar esto a estar permitido, pero no en la realidad.
El protagonista de la novela de Hesse –José Knecth, que incluso llega a ser el maestro del juego, su máxima autoridad– busca de joven este control del juego de la vida, y terminará por entender –eso interpreto yo–, que no es posible. Entenderá que los juegos son juegos y son para jugar, y que la vida no se puede reglar o resumir en estructuras que puedan utilizarse para pretender vencer a otros, o a la vida misma. Entenderá, tal vez, finalmente, lo que uno de sus maestros le recomienda casi desde el principio del libro:
“–¡Oh si se pudiera llegar a saber! –Exclamó Knecth–. ¡Si hubiera una doctrina, algo en que poder creer! Todas las cosas se contradicen, todo pasa corriendo, en ningún punto hay certeza. Todo puede interpretarse de una manera y también de la manera opuesta. Cabe explicar la historia entera del mundo como desarrollo y progreso, y también considerarla sólo como ruina y sinrazón. ¿Es que no hay una verdad? ¿No hay una doctrina legítima y válida?
El maestro no había oído nunca hablar con tal vehemencia. Siguió andando un espacio más y dijo luego:
–¡La verdad existe, querido! Lo que no existe, empero, es esa ‘doctrina’ que anhelas, la doctrina absoluta, perfecta, única que da la sabiduría. Tampoco debes ansiar una doctrina perfecta, amigo mío, sino la perfección de ti mismo. La divinidad está en ‘ti’, no en los conceptos o en los libros. La verdad se vive, no se enseña. José Knecth, prepárate para luchar…”
La vida puede parecernos muchas veces un juego por lo poco seria, o incluso por lo ridícula, pero hay que vivirla. De todos modos, si la vida fuese un juego, no podemos, o al menos no deberíamos, encararla como esos partidos que jugamos a ganar o morir, porque primero eso no sería jugar, y segundo porque las chances de morir serán siempre del ciento por ciento.
Re-aprendamos a jugar, que es importante para vivir. Juguemos para aprender, que es la mejor forma en la que todos los seres vivos aprenden. Vivamos la vida con responsabilidad, sabiendo que no podemos abarcarla como los utópicos jugadores de abalorios pretendían, aunque ahora tengamos banda ancha.
Tal vez en esta columna, como en ninguna otra, jugué con las palabras. Como es un juego no me tome muy en serio… pero propóngase jugar cinco minutos por día, con quién usted quiera y por sobre todo como decía Serrat:
“… al juego que mejor juega y que más le gusta”.
J. R. Lucks
Referencias
(1) Antoine de Saint-Exupery (Lyon, 29 de junio de 1900 – Mar Mediterráneo, cerca de la costa de Marsella, 31 de julio de 1944) fue un escritor y aviador francés, autor de El Principito.
(2) Jacques Deval: (pseudónimo de Jacques Boularan, 1890 - 1972) Escritor y director francés. Conocido por su obra Tovaritch (1933).
(3) El ticket de tu vida. Brendon Burchard. Emecé, 2007.
(4) El juego de los abalorios. Hermann Hesse. Sudamericana, 2003.
(5) El Aleph. Jorge Luis Borges. Emecé 2007.
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