Hoy voy a empezar directamente con un cuento. Es un cuento que leí una vez en un libro (a) de Pacho O’Donnel. El dice haberlo adaptado de un original de Khalil Gibran, que seguramente los escuchó en algún otro lado y así sucesivamente. La versión, lucksizada como siempre, dice así:
Un día de esos en los que pasan cosas únicas y fantásticas, o sea un día como cualquier otro, un señor iba caminando por cierta calle de un hermoso pueblo de montaña. El paisaje, definitivamente sublime. Tanto era así, que los ojos de este señor no pudieron llamarse a silencio y se dijeron entre ellos. - ¡Ves esa montaña inmensa! ¡Preciosa! Aquella… la que está atravesada por esa increíblemente fantástica nube celeste… - ¡Magnifica! - se contestaron a sí mismos.
Haciendo su trabajo, eficientemente por cierto, estaba el oído, que a pesar de haber estado dedicado al canto de los pájaros, no pudo dejar pasar la conversación de los ojos entre sí. Ante tan notable descripción, no logró seguir con lo que le ocupaba. Por lo tanto, se puso a escuchar atentamente, para verificar lo que los ojos decían. Luego de un rato, fastidiado, se dijo a sí mismo: - ¿Pero donde está esa famosa montaña?, yo no la oigo... estos ojos se volvieron locos.
Al sentir tan airado reclamo, la mano se animó a decir - Yo hace rato que estoy tratando de palparla, y… ¡nada de nada!
- Ya me parecía - exclama el oído con un cierto tono de satisfacción.
- Lo que puede estar pasando… - intenta justificar la mano.
- ¡Nada! - interrumpe abruptamente el oído - lo que está pasando, es que estos ojos están fuera de sí.
- Lo que puede estar pasando… - intenta justificar la mano.
- ¡Nada! - interrumpe abruptamente el oído - lo que está pasando, es que estos ojos están fuera de sí.
Oídos y manos, turbados ya por la situación, se decidieron entonces a entrevistar a la nariz, que cómo era un poco tímida, y por proximidad, algo amiga de los ojos, no decía palabra.
-¿Y tú nariz, que dices? – pregunta airada y un poco malintencionadamente el oído.
- La verdad, es que desde que los ojos hablaron estoy tratando de olerla, y, sinceramente, no creo que haya tal montaña. Me parece que el oído tiene algo de razón, los ojos deben estar locos.
- La verdad, es que desde que los ojos hablaron estoy tratando de olerla, y, sinceramente, no creo que haya tal montaña. Me parece que el oído tiene algo de razón, los ojos deben estar locos.
El oído entonces, en representación del resto y por tener conexiones bien profundas en el cerebro, lo convence de que no le haga más caso a los ojos: - Están viendo cosas que no existen - Le dijo en voz muy baja para que los imputados no se percatasen. Dicho y hecho, tanto el cerebro, como los otros órganos y apéndices, dejaron de hacerle caso a los ojos.
A todo esto el hombre seguía caminando. Como nadie le hacía caso a los ojos, el hombre iba un poco hacia la izquierda persiguiendo algún aroma, otro poco hacia la derecha prestando atención a un sonido… y de repente… ¡Zaz!.. Se cayó en un pozo.
Los médicos que lo atendieron en la sala de emergencias, lo compusieron bastante bien. Sin embargo, nunca pudieron entender como un golpe no tan fuerte, había dejado a nuestro pobre hombre, completamente ciego.
Varias cosas me trae a la mente este cuentito. Cosas que me hacen pensar de vuelta en la campaña electoral, en los diarios o en las estadísticas escritas para algunos gobernantes, en las frases tiradas por allí como acusaciones que con suerte incluyen medias verdades, ya que a veces ni eso.
El punto de vista de los ojos no tiene que ver con el del oído. Este oído conspirador, no logra aceptar la visión de los ojos. Si no oye por sí mismo no cree. Luego en base a su opinión, parcial, incita a los demás y los encolumna tras de él. Termina logrando desacreditar a los ojos, y el cerebro le cree. Creo que hay varias cosas que aprender de acá. Algunas para nosotros, como el respetar los puntos de vista de otros. O al menos preguntar. A los pobres ojos nadie le pregunto porqué decían haber visto a la montaña. Pero también hay otras enseñanzas.
En épocas de campaña, se dicen muchas cosas por mucha gente que pretende ver siendo oído, o escuchar siendo mano. Sería maravilloso que esta gente no lo hiciese. Pero si bien no podemos prohibirle hablar a nadie, gracias a Dios, también es cierto que no tenemos obligación de escucharlos. Si el que habla de algo no es el experto, si el que afirma cierta cosa no tiene mucha experiencia en la materia, ¿no sería mejor que preguntemos a algún experto antes de creerles? Digo para no caernos de vuelta en los mismos pozos en los que alguna vez ya hemos caído. Ahora todo el mundo habla del tráfico. Cuantos realmente estudiaron como para saber tanto del tema. Todo el mundo habla y tiene soluciones para el déficit habitacional o el control de las inundaciones, yo me pregunto: ¿cuántos estudiaron planeamiento urbano?, o ¿dónde están los expertos que los asesoran? De economía ni hablar, pareciera que con el jardín de infantes completo ya se es un experto en economía, o en tendencias y herramientas de desarrollo sustentable. ¿Cuándo aprendieron tanto?, ¿dónde?, así mandamos a los chicos a esas escuelas.
Tal vez, lo más lamentable que sucede en este cuento, nos deja otra cosa que pensar. El experto se termina yendo porque nadie le hace caso. Si todos escuchamos a cualquiera, si obramos y votamos por los ruidos y opiniones sin fundamento que pululan por allí, sí sólo hacemos caso a los argumentos que se usan para desacreditar al oponente, muy probablemente vamos a terminar perdiendo a los que saben. Cuidémonos, escuchemos al oído, pero también a los ojos a la nariz y a las manos, puede ser que ninguno sea el dueño de la verdad. Está en nosotros sacar conclusiones, pero sólo después de habernos cerciorado de los nos dicen.
J. R. Lucks
Bibliografía
(a) El prójimo, Pacho O’Donnell. Editorial Planeta, año 2001.
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